Por Sergio Pujol

En su texto L´ illusion biographique, Pierre Bourdieu cuestionaba con severidad estructuralista el arte de narrar una vida. Entre sus varias observaciones, el sociólogo francés apuntaba el hecho de que las biografías suelen mirar el pasado lejano de un artista a partir de lo que ese artista hizo más tarde. La imagen indexada del artista maduro o ya consagrado sería un recurso ilusorio destinado a entender algo que, en opinión de Bourdieu, es completamente impertinente: un propósito o dirección en el transcurrir de una vida.

Cuando echamos un vistazo a la vida de Astor Piazzolla (Mar del Plata, 11/03/21- Buenos Aires,4/07/92), generalmente lo hacemos a partir de la fuerte sugestión  que genera el núcleo duro de su creación musical: el corpus de composiciones estrenado por él mismo entre 1959 – el año de “Adiós Nonino” – y 1974, momento en el que “Libertango”, grabado en Milán con grupo grande, marcó la apoteosis de lo que Piazzolla gustaba llamar “nuevo tango”. 

Desde luego, hay marcas de estilo que se pueden rastrear en el tiempo – finalmente, las biografías para algo sirven -, aunque es cierto, como advertía Bourdieu, que la vida no es un trayecto continuado que termina consagrando un determinado telos o dirección. En el caso de Piazzolla, podemos preguntarnos qué dirección hubiese tomado su música de no sobrevenir la crisis del tango. 

Pero el tango entró en crisis. Y Piazzolla – al que en su momento algunos acusaron, desmedidamente, de ser uno de los responsables de esa crisis – la sobrevivió con un planteo estético claramente separado de la tradición. Reinventó el tango reinventándose él mismo. Llegó a un nuevo territorio musical y quemó las naves que lo habían llevado hasta allí. A lo largo de los 60, su tango para combo se afirmó sobre el juego contrapuntístico y canónico entre el piano, el violín, la guitarra y el bandoneón, mientras el contrabajo “caminaba” con aplomo las líneas graves.

En torno a esa textura – reducción dramática de la orquesta a unas pocas voces de gran soltura – logró fusionar la composición a la interpretación, un poco a la manera de un solista de jazz. Con enlaces armónicos modernos – aunque a menudo esa modernidad no fue más allá de los acordes de “Las hojas muertas” – y el rescate de la vieja milonga como matriz de un poderoso ritmo de acentuación no bailable, tomó distancia de aquello que, como arreglador e instrumentista, había ayudado a crear: la orquesta típica en la modalidad de los años 40. Ningún otro músico argentino tuvo en igual medida el talento, la temeridad y el sentido de la oportunidad del Piazzolla treintañero.

Pasado el tiempo, Astor nunca dejaría de volver la vista a esos años febriles. Su virtuoso segundo quinteto, con Pablo Ziegler en reemplazo de Dante Amicarelli y Fernando Suárez Paz en el sitio de Antonio Agri, produjo cierto deja vù entre sus seguidores. Como bien ha indicado Omar García Brunelli, exceptuando “La camorra” y algunos otros pocos estrenos, el repertorio de esta etapa – que en términos de ejecución fue brillante – permaneció anclada a unas 20 composiciones escritas para las formaciones de los años 1960-1973. 

Esas composiciones fueron objeto, por parte de su autor, de incesantes arreglos y versiones: introducciones más “libres”, cadencia y rubato más pronunciados, fugados un poco más disonantes, contrastes dinámicos de gran violencia, nuevas variaciones para el bandoneón… Todo en el marco de un lenguaje ya conocido, con los números favoritos de la grilla piazzolliana. En ese sentido, resulta significativo que Astor llegara a decir, hacia el final de su vida, que la del 60 había sido la década más hermosa de su existencia: una aseveración algo exótica para alguien musicalmente educado en la llamada “época de oro” del tango. 

Desde luego, sería vano discutir la importancia del capítulo que culminó con el Noneto de principio de los 70. Allí está el Piazzolla más original, el de las melodías más conmovedoras (“Adiós Nonino”, “Decarísimo”, “La muerte del Angel”, “Verano Porteño”, “Soledad”, “Final”, “Fuga y misterio”), el que más radicalmente reformuló al tango, poniéndolo a dialogar animadamente con el cool jazz, el barroco, la música de Béla Bártok y la canción urbana moderna (“Balada para un loco” y “Chiquilín de Bachín”, ambas con letras de Horacio Ferrer, marcaron para siempre el decir musical de los argentinos).  

Pero Piazzolla no nació con ese material. Y ese material no fue la lógica consecuencia del anterior; no al menos en un sentido de estricta causalidad. Su vida y su obra fueron la resultante de una serie no planeada de encuentros entre tres variables en permanente cambio: el músico, la época y el imaginario sonoro de la ciudad.

De la renovación  a la ruptura

Hoy se está volviendo a Piazzolla, y con resultados bastante interesantes. Pero hubo un tiempo, allá por finales de los 90, en el que una “ilusión biográfica” había hipertrofiado el segmento más conocido de su obra en detrimento del resto. Estábamos fatigados de “Verano porteño” pero nos costaba identificar “Prepárense” y apenas conocíamos “Villeguita”. Las versiones un tanto desvaídas que otros habían hecho del repertorio “sesentista” de Astora fueron instalando la idea de que al compositor más valía escucharlo en sus propias grabaciones, como si dijéramos: “nadie como Los Beatles para la música de Los Beatles”. En realidad, no era una idea del todo errada, siempre y cuando se la pensara en relación a las obras estrenadas a partir del quinteto de 1960. La verdad era que en otros tramos de la vida musical de Piazzolla, las “interpretaciones” habían funcionado magníficamente, de acuerdo a las reglas tácitas de la estética del tango. 

De hecho, entre 1950 y 1956 la orquesta de Troilo registró 9 composiciones de su ex bandoneonista y, por entonces, arreglador asociado. Entre ellas figuran clásicos absolutos en la historia del tango, como “Para lucirse”, “Prepárense”, “Contratiempo”, “Triunfal” y “Contrabajeando”. Por supuesto, Troilo no fue el único en animársele a Piazzolla: Pugliese, Rovira, Fresedo, Francini-Pontier y Basso supieron tener partituras de Astor en los atriles de sus orquestas a lo largo de los años 50 y nadie puso el grito en el cielo.

Las cosas cambiaron bruscamente en 1955. Cambiaron en el país, y a modo de reflejo cultural en la música de Astor. El Octeto Buenos Aires supuso un aire renovador para la música porteña. Pero no obstante la gradual retirada del lenguaje orquestal – retirada que muchos adjudican a los efectos de las nuevas políticas económicas implementadas en el país tras el derrocamiento de Perón -, el Octeto no careció por completo de un contexto cultural de pregnancia tanguera. Fueron ese contexto de tango tardío y los incuestionables blasones cosechados por Astor en sus años de orquesta típica las condiciones que hicieron que el Octeto fuera “juzgado” dentro de la jurisdicción del tango. Como es sabido, el veredicto no pudo ser más lapidario: “Esto no es tango”.

¿Por qué este desencuentro? En principio, la idea instrumental  implícita en el Octeto era la gran novedad. Por lo demás, una parte no menor de aquel repertorio no era original de Astor (“Los mareados”, “El entrerriano”, “A fuego lento”, “Arrabal”, etc.). A la idea del arreglo como tour de forcé del músico de tango – ¿no era su pluma de arreglador lo que lo había distinguido en sus años junto a Troilo y aun en buena parte de su orquesta de 1946?-  se le agregaba ahora la provocación del formato y, claro está, los usos tímbricos y tonales que el director le daba a esos instrumentos: dos violines, dos bandoneones, un celo, un contrabajo, un piano ¡y una guitarra eléctrica!  Para engrosar aun más el disgusto de los tradicionalistas, el guitarrista elegido fue un músico de jazz: Horacio Malvicino. Más tarde vendría Oscar López Ruiz… ¡otro “guitarrista eléctrico” de jazz!

A partir de ese momento, Piazzolla puso en práctica una estrategia parricida, de eterna disputa con sus “mayores”. Si antes había sido “el loco Piazzolla”, el muchacho de arrogante talento, alumno de Alberto Ginastera que complicaba las partituras de sus padres putativos sin llegar a deslegitimarlos del todo, ahora se perfilaba como un Prometeo decidido a desafiar al Olimpo del tango. Había pasado de  reformista a revolucionario, con la ventaja no menor de que el régimen contra el que se rebelaba estaba en franca decadencia.

Años más tarde, Piazzolla citaría las clases que en 1954 tomó con Nadia Boulanger como la verdadera epifanía en su vida de músico. Fue allí, en un departamento parisino, cuando Boulanger, después de escuchar a su alumno interpretar “Triunfal” en el piano, lo instó a que dejara sus veleidades sinfónicas y se volcara al tango de manera definitiva. No existe ningún elemento factual para dudar de la veracidad de esta historia tantas veces contada. Pero no deja de ser paradójico que aquella aprobación para redoblar su apuesta tanguera haya derivado en un enfrentamiento con el mundo del tango… ¡y solo con el mundo del tango! Finalmente, el camino musical alentado por Boulanger cosecharía sus más sinceros aplausos entre aficionados del jazz, la música clásica y el rock.

Un género unipersonal

A lo largo de los años 60, Piazzolla no sólo forjó un nuevo estilo: en cierto modo, creó un nuevo género musical. Un género propio, de un solo músico. La búsqueda de equivalencias con otras escenas musicales resulta un tanto frustrante. El bebop o jazz moderno, por citar un caso relativamente coetáneo al de la insubordinación piazzolliana, tuvo en Charlie Parker y Dizzy Gillespie a sus principales oficiantes, pero hubo tras ellos una pléyade de músicos; incluso podría discutirse el rol innovador de los citados en favor del de Thelonious Monk. 

Volviendo a la Argentina, es cierto que no fueron escasos los acompañantes y acólitos de una música que nunca ocultaría sus conexiones tangueras, de Orlando Goñi y Alfredo Gobbi a Osvaldo Pugliese y Horacio Salgán. A su vez, entre los piazzollianos más fieles nunca escasearon los buenos instrumentistas. Incluso hubo algunos compositores personales, como ha sido el caso de Eduardo Rovira. Sin embargo, nada de esto fue suficiente. Esa suerte de nuevo género de música de Buenos Aires tuvo más la forma de una religión monoteísta que la de un movimiento artístico de participación “horizontal”. 

Ahora bien, atribuir al carácter de Piazzolla la imposibilidad de que su música generara un auténtico movimiento resulta excesivo. Por lo pronto, la “soledad” de Piazzolla tuvo mucho que ver con la renuencia con la que el ambiente del tango recibió dos de las noticias más terribles de su historia. La primera: que a mucha gente joven el tango no le despertaba el menor interés. Y la segunda: que el hijo pródigo del género había optado por una nueva fundación de la música de Buenos Aires. 

La pasión según Astor

“Hermosa, fuerte y apasionada”: estos son los adjetivos que eligió David Harrington (Kronos Quartet) para definir la música del compositor argentino más conocido en el mundo. No obstante algunas señales de agotamiento ya sobre el final de su producción – difícilmente pueda hablarse de decadencia -, Piazzolla compuso y ejecutó una música a la que le calza perfectamente la definición de Harrington. ¿Quién puede negarlo? El vanguardista solitario de fines de los 50 es hoy una estrella post-morten de auditorio mundial. En verdad, las críticas recibidas por Astor a lo largo de su vertiginosa vida no recayeron tanto sobre las cualidades “absolutas” de sus creaciones como sobre su pertenencia al mundo del tango. Al tratarse de un problema netamente argentino, esto nunca puso límites a la formidable expansión de la música de Astor por el mundo entero. 

Pero el ecumenismo que parece respaldar el legado de Piazzolla no debiera desviarnos de ciertos interrogantes que aun no han encontrado respuestas definitivas: ¿Por qué el tango no pudo recomponerse frente al desafío que significó la música de uno de sus más grandes creadores? ¿Por qué el tango, género de música popular, no creció a partir de la dialéctica entre tradición y vanguardia y, en cambio, permaneció congelado en una discusión con forma de aporía? ¿Por qué Piazzolla fue un músico “límite” (Carlos Kuri) y no el precursor de una nueva sensibilidad, el Baudelaire de la modernidad tanguera?

Amén de seguir alimentando estas y otras preguntas, el hecho concreto es que Astor Piazzolla inventó una música “hermosa, fuerte y apasionada”. Son los atributos de un artista dotado de un extraordinario poder de seducción. A 90 años de su nacimiento y a casi 20 de su muerte, ese poder de seducción no ha dejado de renovarse, mientras la música que lo justifica reinventa a sus oyentes. Una y otra vez.

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