La gran Leda Valladares

Por Sergio Pujol

A fines de 1955, poco antes de su regreso a la Argentina, el dúo Leda y María viajó desde París a Londres, en busca de Alan Lomax. Figura central de la musicología comparada, Lomax había emigrado a Inglaterra expulsado por el macartismo. Era un tipo riguroso, tal vez un poco rígido. Había empezado con el blues – el cantante Leadbelly era su gran rescate -, para luego abrazar los folclores del mundo mucho antes de que la etiqueta world music lavara la mala conciencia del post-colonialismo. Como asesor del sello Folkways, Lomax era toda una autoridad en la música étnica, en una época en la que la única música étnica que daba vueltas sobre una bandeja gira discos era la rescatada por esos programas filantrópicos de la Unesco. 

Finalmente, Leda y María dieron con Alan. Cantaron para él una baguala y un carnavalito, con la esperanza de ser incluidas en el sello, y quedar así eternizadas al lado de bluseros del Misisipi, cantores galeses, cantaores flamencos y otras especies en riesgo de extinción. Pero la cosa no anduvo. “Muy blancas para mi gusto”, sentenció el investigador. Tenía razón. O quizá no tanto. 

Leda y María volvieron a la Argentina, donde continuaron cantando “Hachi tori”, “Subo, subo”, “Dos palomitas” y otras recopilaciones. No les fue mal. Grabaron tres discos y actuaron en todas partes, incluso en la TV. Pero algo había cambiado con el rechazo sufrido en Londres. Un rechazo simétrico a la aprobación con la que, por la misma época, Nadia Boulanger había celebrado el tango de su estudiante de música académica Astor Piazzolla. Argentinos buscándose por el mundo. Argentinos aguardando, cuando no, la palabra de Europa, aun de aquella Europa más vieja que nunca, recién reconstruida del desastre de la guerra. 

Como es sabido, los caminos de María Elena Walsh y Leda Valladares se bifurcaron. María Elena dejó finalmente de cantar coplas anónimas y se volcó a las canciones para niños: ahí nadie le iba a pedir certificado de autenticidad. Leda, en cambio, se propuso consagrar el resto de su vida a rebatir a Lomax, quién en 1965 estaba muy ocupado boicoteando la presentación “eléctrica” de Bob Dylan en Newport. 

¿Logró Leda su rebate? Bueno, quizá no en los términos con los que el etnógrafo sonoro entendía la relación entre folclore y documento discográfico. Hija de la clase media ilustrada de Tucumán, profesora de filosofía y ciencias de la educación y entendida en jazz y blues, la hermana del folclorista Rolando “Chivo” Valladares no pudo inventarse la genealogía coplera que no tenía. Pero sí pudo aprender y enseñársele a los argentinos, y a quienes quisieran oírla allá fuera, cientos de versos anónimos en melodías de tres notas y ritmo de caja: “Donde  están esos cantores/ los que cantaban primero./ Caja y cuero,/ cantar quiero, cantar quiero..”. Una manera de cantar con todo el cuerpo, de cara a las estrellas.

Como los vallistas que saben oír los silbidos del viento sobre los caminos de piedra, Leda aprendió, antes que nada, a aguzar el oído, para detectar lo singular de cada región: bagualas de Salta y bagualas de Catamarca; zambas de Tucumán y chacareras de Santiago del Estero; carnavalitos, bailecitos y huaynos de más arriba, de Jujuy hacia Bolivia; vidalas riojanas, que no eran las únicas. Así viajó Leda, con un grabador con forma de cartera, en busca de aquello que la modernidad había vuelto casi inaudible. Alguno habrá pensado que era una señora burguesa perdida en el laberinto los valles. Pero ella sabía por dónde andaba, aunque no sabía exactamente con qué se iba a encontrar.  

Entonces sobrevino un descubrimiento perpetuo, y lo puso a circular por las universidades, por los discos, por las escuelas perdidas y próximas. Hoy se dice “visibilizar”. ¿Cuál sería el verbo que denota el acto de ofrecer en audición lo silenciado? Y de cantarlo, porque la gran diferencia entre Carlos Vega y Leda Valladares residió en el gesto atrevido de salir a interpretar el objeto de investigación. En eso no tuvo rival. Por un lado estaban las cantoras, como la tardía Gerónima Sequeida. Por el otro, los etnomusicólogos. Ella se situó en el medio, pero no por indefinición sino por pasión. Atahualpa Yupanqui había hecho algo parecido al comienzo de su carrera, pero en don Ata el cantautor terminó desplazando al recopilador. 

Con la generación del rock, Leda tuvo buen diálogo. Decía que el rock y el blues pertenecían, aunque fuera de modo lejano, a la misma familia de la copla ancestral. “El canto joven, asentándose en el blues, fue en procura de todas las jaurías del canto primero de la tierra”, advirtió en su reivindicación del grito. Justamente, Grito en el cielo fue el resultado de ese diálogo con músicos de rock, y el gran trabajo de León Gieco y Gustavo Santaolalla De Usuhaia a la Quiaca, una derivación del ímpetu por llegar a lugares recónditos, sin pasaje de vuelta, y encontrarse allí con  “las raíces más hondas del canto argentino”, como le gustaba decir de manera un tanto fundamentalista. 

Al cantar para aquellos oyentes jóvenes y urbanos, Leda devino finalmente en coplera auténtica. Porque para Gieco y Santaolalla – lo que es decir, para todos nosotros –, ella fue la gran bagualera de la Argentina moderna, protagonista de una historia de encantamiento que había comenzado allá por 1942, cuando un canto inaudito la despertó para siempre de su siesta occidental.

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