La vigencia de Bola de Nieve

Por Sergio Pujol

De vez en cuando, sin la frecuencia que desearíamos pero sin dejar que el olvido lo sepulte, el nombre de Bola de Nieve regresa de la historia por el camino de la música. Hace unos años, la actriz y cantante Cecilia Rosetto lo evocó en un aclamado musical porteño. Asimismo, Pedro Almodóvar incluyó su canción “Ay amor” en la banda sonora de La flor de mi secreto y el pianista Nelson Camacho editó recientemente un disco en su homenaje. En ese sentido, 2013 fue un buen año. En los sitios de descarga paga, se ofrecieron tres antologías de registros supuestamente remasterizados del genial pianista, cantante y compositor cubano: Mesié Julián (caribe music Tres), The best of Bola de Nieve (open records) y The very best: Bola de Nieve (open records). Por supuesto, no hubo aquí ninguna novedad. Estas ediciones, como todas las de los últimos años, repiten el viejo tic del disco desinformado, allí donde a partir de un título vago y comodín (en la saga de “grandes éxitos”) las canciones se  suceden al tuntún, como si el artista hubiera vivido en un limbo sin edad ni lugar. 

Podemos colegir, en virtud de alguna vieja edición mejor fechada, que las grabaciones en cuestión fueron registradas, en su mayoría, para Victor de México y el sello Egrem de Cuba, entre los años 50 y 60. Si bien tenemos derecho a reclamar mayores precisiones topográficas – ¿dónde?, ¿cuándo? -, la verdad es que en este caso las omisiones no son tan graves. Al fin y al cabo, poco y nada cambió en Bola de Nieve a través de los años. ¿No se pasó buena parte de su vida cantando él solo con su piano, instrumentando su voz con una ejecución de distinguida mesura, si la pensamos en solitario, pero netamente virtuosa, si la entendemos en su función de acompañamiento? La persistencia en ese formato fue un elemento decisivo de su personalidad artística. Obviamente, no fue el único pianista cubano que compuso e interpretó canciones de raíz popular. Lo precedió el enorme Ernesto Lecuona, con el que Bola de Nieve se formó, en gran medida, y en la lista de sucesores destaca Frank Domínguez. No caben dudas de que la isla ha dado muy buenos pianistas “populares”. Sin embargo, el creador de “Ay, amor”, “Tu me has de querer” y “No dejes que te olvide” mantiene una vigencia incomparable, en gran medida porque transgredió la estilística del bolero, llevándola a un punto de exasperación difícil de imaginar dentro de la música popular romántica. “No se puede hacer más con una canción”, advirtió Jacinto Benavente después de oír a Bola de Nieve en uno de los tantos conciertos que el músico brindó en España. 

De mamá Inés a Rita Montaner

A diferencia de otros mitos de la canción latinoamericana, cuyas vidas de excesos y carencias tiñen pérfidamente la conciencia del oyente, Bola de Nieve sigue seduciéndonos sin el valor agregado de una narrativa autobiográfica. ¿Por qué sabemos tan poco de la vida privada de este gigante de la música? O mejor dicho, ¿por qué los relatos de su vida, que los hay, no parecen haber ejercido demasiada incidencia en la canonización de sus grabaciones? Indudablemente, el hecho de que fuera negro y homosexual en un tiempo de acendrado racismo y virulenta homofobia no ayudó precisamente a la construcción del héroe romántico de la canción, como sí sucedió con tantos boleristas de los años 30 y 40. 

Es cierto que la negritud, que el músico resaltó en un repertorio tan lleno de pregones y canciones de cuna afro caribeñas como de ironías sobre los estereotipos raciales, fue expresada en un contexto cultural bastante favorable: ahí estaban los poemas de Nicolás Guillén, las investigaciones de Fernando Ortiz y las ficciones de Alejo Carpentier, todos muy atentos, en grados diversos, a las raíces negras de la cultura cubana. En cuanto al esnobismo que la negritud despertó en los círculos intelectuales de los años 20 y 30, “Mesié Julián”, la canción que Armando Oréfiche compuso especialmente para su amigo Ignacio Villa, resulta bien elocuente: “Yo soy negro social/ soy intelertuar y chic/ y yo fui a Nueva Yo´/ conozco Broway, Pari. (sic)” Pero también debemos recordar que los músicos negros de aquel tiempo solían chocarse con un techo más bien bajo a la hora de establecerse como grandes figuras del espectáculo. De cualquier manera, los exaltados elogios que Bola de Nieve cosechó entre autoridades mundiales de la música clásica – de Andrés Segovia a Erich Kleiber – lo ayudaron a superar, hasta cierto punto, aquel hándicap racial, permitiéndole posicionarse más cerca de Nat King Cole que del obediente pianista de Casablanca. 

El tema de la sexualidad fue más complicado. Entre tenor y contralto, capaz de extremar hasta el dolor cada línea de canción sin desbarrancar jamás en la genuflexión llorona, Bola de Nieve puso en crisis las marcas de género mucho antes de que la cultura pop hiciera de la androginia un territorio conocido y relativamente seguro. En su época, aun sus más fervientes admiradores omitieron su identidad sexual. En los artículos, libros y documentales hechos en su memoria prácticamente no se la menciona, mientras se enfatiza la “cubanidad” del artista. Desentendiéndose de la corrección política, Guillermo Cabrera Infante sí reparó en algo tan evidente y a la vez silenciado: “La música, por suerte, no tiene sexo. En cuanto a los intérpretes sólo conocí homosexual a Bola de Nieve, que era más bien una muchachita”. En definitiva, Bola de Nieve terminó ocupando el lugar del intérprete asexuado, una especie de ángel negro sin otra biografía que la incluida en su brillante foja de servicios musicales. 

Nació como Ignacio Jacinto Villa y Fernández, el 11 de setiembre de 1911, en la villa de Guanabacoa, en La Habana. Su padre era cocinero y su madre, Inés Fernández, ocasional bailadora de rumba de cajón y una buena contadora de historias mulatas y negras influenciadas por las fiestas de bembé y la santería. Bien querido por sus padres, el niño Ignacio también agregó al podio de sus afectos a la tía abuela Tomasa, conocida como Mamaquica, acaso la influencia más fuerte en su destino de músico. Después de cursar estudios de piano en el Conservatorio José Matheu y haber intentado sin muchos resultados la carrera de maestro, Ignacio emprendió el oficio musical, al principio con un sentido eminentemente práctico: ¿de qué mejor manera podía ganarse la vida un joven negro pobre en la Cuba del dictador Machado? Después de trabajar como pianista de cine mudo, Ignacio debutó en la orquesta de Gilberto Valdés, en el cabaret La Verbena. De ahí en más, se hizo habitué de la noche cubana, que por entonces recibía la triple influencia de la zarzuela española, el folclore negro y jazz. Alcohol, dólares y sones sostenían perversamente una trama musical exuberante, a la que pronto se sumarían, ya con marquesinas propias, el piano de Bola de Nieve y la voz cadenciosa del gran Benny Moré.

El primer trabajo importante se lo ofreció Rita Montaner. Se dice que fue ella, al verlo negro y con la cabeza rapada a la navaja, la que lo bautizó “Bola de Nieve”,  aunque fuentes más acreditadas afirman que ya de niño la barriada lo llamaba así.  Una noche que Rita estaba afónica, Ignacio la reemplazó cantando “Manisero” y “Siboney”. Parece que lo hizo muy bien. De ahí en más, su estrella no dejó de brillar. En 1933 viajó con Montaner a México, que pronto devendría en su segundo país, y al año siguiente emprendió una gira por los Estados Unidos. Cuando volvió a Cuba frecuentó a Ernesto Lecuona, del que aprendió más de una canción. Pronto ambos se presentaron a dos pianos en una serie de conciertos que hoy desearíamos poder oír en lugar de tanta reedición conocida. La figura de Lecuona, posiblemente la mayor en la música cubana del siglo XX, debe haber hecho mella en el joven Ignacio, toda vez que el creador de “Malagueña” y “María la O”, entre decenas de temas idiosincrásicos, supo transitar por los andariveles de la música académica y la popular, a la vez que se atrevió a intercalar recursos de una esfera a la otra. Si bien Bola de Nieve nunca salió de lo “popular”, su piano estaba henchido de música clásica.

La relación del cubano con Buenos Aires se inició en 1936 – ese año actuó en Radio El Mundo -, y de todas sus visitas, tal vez la de 1941 fue la más descollante… y la más prolongada. En esa ocasión actuó en el teatro Avenida, en la revista de Lecuona “La Habana en Buenos Aires”, y condujo por radio Splendid el ciclo “Noches íntimas de Bola de Nieve”. La “intimidad” prometida en aquel título residía en un repertorio muy bien escogido de lamentaciones amorosas y deliciosos recuerdos de negritud caribeña. La flexibilidad rítmica de sus canciones, que podían demorarse en puntos suspensivos o acelerarse con arrebatados acordes chopinianos, creaba un espacio teatral por donde se movía con soltura su voz “de muchachita”. A diferencia de los cantantes que confiaban en el acompañamiento bien medido de una orquesta o de un pianista profesional, Bola de Nieve lograba con su instrumento un efecto dialógico tan pleno como lleno de sutilezas. ¡Y esos cruces culturales! La superposición de las coplas de “Espabílate”, “Chivo que rompe tambó” o el muy popular e irónico “Vito Manuel, tu no sabe inglé” con los acordes impresionistas de  su piano – la influencia de Debussy en las tensiones del piano cubano es casi un tópico musicológico – hoy parece algo bastante natural, pero debe haber causado alguna extrañeza en su momento. Extrañeza que no impidió – quizá todo lo contrario – que el público argentino de la era del tango lo celebrara con afecto y admiración.

“Soy la canción que canto”.

Al  concluir la Segunda Guerra Mundial, Bola de Nieve se presentó en todas partes, logrando una doble coronación en el Carnegie Hall de Nueva York y en la boite Chez Florence de París. Por entonces, su repertorio no conocía límites, tocaba distintas cuerdas de la canción internacional: “Nadie canta la ´Vie en rose´ como él”, sentenció Edith Piaf. El músico adoptaría temas que con los años algunos creerían suyos, como sucedió con la argentina “Vete de mí” de los Hermanos Expósito (hay que ver el documental de Alberto Ponce sobre el derrotero cubano de aquella canción), la peruana “La flor de la canela” de Chabuca Granda, la mexicana “Alma mía” de María Grever e incluso la muy cubana “Drume negrita” de Eliseo Grenet. “Cuando interpreto una canción ajena no la siento así”, afirmó una vez. “Yo soy la canción que canto, sea cual fuere su compositor.” Finalmente, al decir “las canciones de Bola de Nieve”, aprendimos a olvidar, al menos durante el transcurrir de un disco, autorías muy individualizadas. Aquello fue el triunfo absoluto de la interpretación.

El efecto general que producían sus conciertos hacía pensar en una especie de gran expositor de la lírica popular latinoamericana, a la vez que en un intérprete de canciones internacionales poco preocupado por esconder su acento español y mulato. Es una delicia escucharlo cantar “Be careful, it´s my heart”, “Faixa de satén”, “Munasterio e´Santa Chiara” o la ya citada “La vie en rose”. En el mundo de Bola de Nieve, el resto de los idiomas eran huéspedes del castellano cubanizado; se los trataba con cortesía, pero no se los reverenciaba ni se los mitificaba. Hoy que la música popular de América latina parece tener más conciencia de sí – la revista donde se edita esta nota es prueba de ello -, la proeza de Bola de Nieve luce aun más notable. En cierto modo, el Caetano Veloso de “Fina estampa” estaba preanunciado en los discos del cubano. Y también el de “A foreign sound”.

Adhirió a la revolución de 1959 desde el primer día; incluso formó parte, en 1961, del Consejo Nacional de Cultura (CNC) y fue figura central en los Festivales de Música Popular Cubana. En 1962 emprendió una gira por los países socialistas – lo aplaudieron de pie en la sala Chaikovski de Moscú y se abrazó con Mao – y al regresar trabajó mucho en televisión y en su vieja compinche, la radio. Por supuesto su amor correspondido por México nunca decayó, y en las discusiones sobre bolero cubano o bolero mexicano la figura de Bola de Nieve siempre funcionó en términos conciliadores. De cualquier manera, la singularidad de su arte pareció sacarlo de cualquier género puntual. Desde esta perspectiva, se puede acordar con su propia definición de decidor más que de cantante, aunque la verdad es que cantaba con una variedad de recursos sorprendente. 

Quizá la clave de su arte, o al menos su condición de posibilidad, estuvo en esa suerte de puesta en escena solitaria, que en parte explica su simpatía por  los chansonniers franceses (aunque en términos musicales los superó a todos, con gran holgura). Los escasos minutos audiovisuales que de él han quedado lo muestran dominando no sólo el tiempo de cada canción, sino también el entorno físico de las presentaciones. Su cuerpo parece salirse del taburete, buscando con los ojos muy abiertos y una sonrisa extrema el rostro de cada uno de sus oyentes. Sobre el teclado, sus dedos gruesos, con soberbia autonomía, marcan  ostinatos y salpican de disonancias las texturas de sus acompañamientos. Por más que se insista en la sobriedad de sus ejecuciones, en contraste con la de los cantantes muy orquestados, Bola de Nieve fue un fenómeno tanto musical como teatral. El ángel negro asexuado conocía muy bien su libreto, y sabía perfectamente el impacto que su actuación producía sobre su público. Que ese poder hipnotizador haya logrado sobrevivir en la invisibilidad de la música grabada es otro de los misterios de su arte.

Murió sorpresivamente en México, el 2 de octubre de 1971. Sus restos, trasladados a La Habana, fueron despedidos por una multitud. En las exequias habló Nicolás Guillén. Después de lamentar la partida del amigo y hacer un extenso panegírico, el poeta definió a Bola de Nieve como “criollo, mestizo, mulato y nuestro”. Con la perspectiva que dan los años, podríamos agregar algunas otras calificaciones, pero sin tachar ninguna de las pronunciadas por Guillen.

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