SECRETOS DE LA CANCIÓN FLUVIAL

Sergio Pujol

Jorge Fandermole llega y se va. Es posible que, si arribó a Buenos Aires un viernes, el lunes o martes ya esté guardando su guitarra en el estuche para partir con rumbo bien definido. Lo tienta el río arriba: prefiere subir que bajar. Por lo tanto, si uno quiere entrevistarlo cara a cara tiene que estar atento al ritmo de esas migraciones golondrinas. O, de lo contrario, subirse a la autopista que conduce a Rosario y, una vez allá, preguntar entre los vecinos de Granadero Baigorria o entre el alumnado de la Escuela Municipal de Música “J.B. Massa” por el autor de “Oración del remanso”, una de las grandes canciones argentinas de todos los tiempos.

Obviamente, Fandermole sabe que Buenos Aires, con sus temblores y sus insomnios, sigue siendo dueña de los mecanismos centrales de la prensa y la difusión nacionales. ¿Acaso la Trova Rosarina, de la que él fue parte como compositor, no cobró forma sólo cuando en 1982 Juan Carlos Baglietto fue un boom porteño? Tal vez esa consabida centralidad – Fandermole habla de “un efecto centrífugo” – ya no sea tan exclusiva como antes, cuando todos nos sorprendíamos un poco de que el Negro Fontanarrosa siguiera viviendo en Rosario o de que el Cuchi Leguizamón no saliera mucho de su querida Salta. En fin, es cierto que hoy las mentes aletean en la virtualidad instantánea, pero los cuerpos siguen arraigados a ciertos lugares, y no es sencillo, ni del todo conveniente, sacarlos de ahí. El lugar de Fandermole está a la orilla del río Paraná, fuente de inspiración de sus canciones fluviales. De ahí brotan sus melodías bien contorneadas y sus ritmos de aires folclóricos. 

Su última visita a Buenos Aires, a donde volverá el 7 de junio para presentarse en el Teatro Coliseo, fue motivada por el lanzamiento del disco Fander (Shagrada Records), un doble que reúne, en 24 canciones, el material que Jorge estuvo tocando estos últimos años con algunas viejas canciones revisitadas. Podría pensarse que se trata de una demorada reentré, al cabo de un largo silencio discográfico. Su disco anterior, Pequeños mundos, que traía la impresionante “Junio”, dedicada a Kosteki y Santillán, salió en 2005. Pero no es exactamente así. “El largo paréntesis en las grabaciones no tiene nada que ver con mi autocrítica como compositor”, asegura Jorge. “En realidad, estuve con mucha actividad, ensayando, incorporando nuevos materiales que terminaron siendo el sustrato del disco. Quiero decir que su contenido no es para nada desconocido para mi público, lo vengo tocando en vivo desde hace bastante tiempo. No suelo presentar un disco con canciones completamente nuevas para luego darlas a conocer en el vivo; trabajo más bien al revés: cuando las canciones llegan a la grabación ya se foguearon a lo largo de muchas presentaciones.”

Esta forma ralentizada de abordar el registro sonoro, sin los apuros de los estrellatos ni la compulsión registradora de una sociedad enloquecida por documentar hasta el instante más insignificante de la vida, revela un verdadero interés por el disco entendido como obra. En ese sentido, Fandermole reivindica un modo de producción artístico que corresponde a un tipo de escucha más bien clásico. Con su azul minimalista y su cuadernillo con todas las letras, Fander está pensado para un oyente al viejo uso, ese que se sentaba en el sillón de su casa a escuchar música con una fruición similar a la que  reservamos  para la lectura de un libro cuando el tiempo está de nuestro lado. “Entiendo que hoy predominan otras maneras de escuchar música, con formatos muy comprimidos, y no tengo nada contra ello”, explica Jorge. “Pero creo que es importante que la música en tanto disco siga ocupando un espacio físico, esté allí, a la vista, como los libros.”

Música y verbo

Los nuevos temas cumplen con holgura la exigencia perfeccionista de un autor que supo ser interpretado por Mercedes Sosa, Liliana Herrero, Suna Rocha y Teresa Parodi, entre otras y otros. Por lo pronto, las canciones más recientes, especialmente “Alunados”, “Mala hora”, “Chamarrón de proa” y “Agua dulce”, son bellísimas de cabo a rabo: las imaginamos bellas el día que su autor las tocó por primera vez, solo en su casa con su guitarra de inversiones armónicas nada perezosas, pero también entendemos que el material se fue reelaborando – y así mejorando – a través de las sucesivas instancias interpretativas. Los arreglos compartidos con Marcelo Stenta, un guitarrista notablemente personal, y Fernando Silva, el contrabajista y cellista que vigoriza el color madera de un disco sónicamente homogéneo,  así como la percusión delicada y precisa de Juancho Perrone y la presencia – en algunos temas, fundamental – del pianista Carlos “Negro” Aguirre, fueron tramando el material sin abrumarlo ni densificarlo demasiado. Y este no es un tema menor, toda vez que las canciones de Fandermole son – siempre lo fueron, desde las tempranas “Canción del pinar”, “Era en abril” y “Río marrón”- piezas bastante complejas, guardianas de un sentido poético que no se revela enseguida, aunque siempre está ahí, sin fugarse al hermetismo. 

A diferencias de muchos cantautores que cuando tienen una buena letra se conforman con una música cortesana de la poesía, Fandermole siempre busca, tras los pasos de su admirado Chico Buarque, que la melodía nunca pierda consistencia. “Desecho lo que viene de la espontaneidad”, declara con intención anti-romántica, aunque también reconoce que algunas veces, como en “Carcará”, las cosas llegaron de golpe, y más o menos así quedaron. “Tengo muchos borradores. No hay un valor en sí mismo en eso, pero no puedo evitar ponerme más minucioso a medida que pasa el tiempo. No soy muy prolífico ni muy rápido para escribir canciones”.

¿Quién de sus seguidores, que no son legión pero profesan una admiración tenaz, no se preguntó alguna vez cómo nacieron esas canciones pobladas de naturaleza, amor y desamparo? Jorge explica que a veces se entra por el ritmo, otras veces por el desarrollo melódico. Pero una vez que el músico opta por una de esas vías, eso termina condicionando los otros aspectos de la canción. “Por ejemplo, si vos fijás una métrica y una acentuación en la melodía, la letra estará dictada en su aspecto formal por lo que pasó melódicamente. Claro que también puede suceder que primero sea la copla, entonces tengo que ponerle música a la letra. Pero en general trabajo de manera bastante mezclada, letra y música. Me gusta ver cómo se puede resolver esa negociación de los lenguajes musical y verbal de la mejor manera posible.”

-¿Cómo te llevás con la categoría de cantautor?

– Me siento cómodo arriba de un escenario, lo disfruto. Si bien al principio me costaba un poco – me identificaba más con la composición que con la interpretación-, con el tiempo se me fue haciendo más natural. Arribé a un cierto equilibro que está bien.  Además soy un intérprete que asume el paso del tiempo. Por ejemplo, tuve que acomodar algunas tonalidades para seguir cantando con cierta comodidad. Esto no es frecuente en la música popular argentina. Las voces masculinas siempre están más arriba de sus registros, y las femeninas, más abajo. No sé a qué atribuírselo. Quizá a la estética del rock, que tiene mucha fuerza en nuestro país.  Eso no pasa en Perú ni en Venezuela. Allí las cantantes no temen usar su registro de mezzo soprano.

Fandermole recuerda con afecto su trayectoria de intérprete: primero con un grupo de seis músicos, y él barbudo y pelilargo, allá por inicios de los 80; más tarde con Lucho González y una agenda de recitales muy intensa, y después, en tren más experimental, con el trío de guitarras de Rosario. Ahora – un ahora que tiene casi diez años -, la alianza con Stenta y Silva lo satisface plenamente. Diríase que el autor y compositor encontró su sonido. Que el guitarrista (“soy solo un guitarrero”), sus compañeros. Que el poeta y melodista, sus mejores cauces instrumentales. 

Incluso en un trabajo como Fander, con buena producción, los músicos invitados no alteraron el clima del disco. Un acordeón aquí, un piano más allá: no hubo desvíos de una senda esencialmente camarística, donde los juegos de timbre y textura se entremezclan con un lenguaje poético cuidadoso de la rima y la métrica. ¿Podrían algunas de estas letras tener autonomía poética, sobrevivir a la mudez musical? Por lo pronto, el cuadernillo del disco invita a seguir degustándolas más allá del audio: “Voy hundido boca arriba y ella pasa sobre mí/ ondulando la deriva, sin apartarse de aquí. / Mientras vea tu vientre helado a contraluz meridional/ deberé seguir ahogado, de este lado yarará.” (“Yarará”). O esta copla formalmente más sencilla: “No conozco singladura, / constelación ni cuadrante,/ pero canto por vivir/ un canto de navegantes.” (“Canción de navegantes”).

Por supuesto, en los orígenes musicales de Fandermole hubo una guitarra y muchas ganas de salir con ella a cantarle al mundo las cosas del mundo. Jorge nació en 1956 en Pueblo Andino, a la vera del Carcarañá. A los 16 años compuso “Era en abril”, tremenda historia de una pérdida con la que supimos llorar en silencio escuchando el primer disco de Baglietto. El prestigio que esa canción le otorgó le permitió arrancar con una seguidilla de discos “trovadorescos” y quizá más “folclóricos” que los producidos por sus amigos y compañeros artísticos Fito Páez, Adrián Abonizio, Lalo de los Santos y Rubén Goldín. Entre Pájaros de fin de invierno, de 1983, y Pequeños mundos, de 2005, se sucedieron tres discos solista, dos con Lucho González y Rosarinos, especie de banda sonora generacional y geográfica con la que los troveros santafecinos recordaron de donde venían.

– ¿Cuál es tu balance de la Trova Rosarina? Te lo pregunto porque en estos días Baglietto y Garré volvieron a presentarse juntos, y Abonizio y Goldín tiene discos nuevos. Obviamente, Fito Páez sigue dando que hablar. 

– Aquello fue una emergencia en la que intervino un poco el azar. Estábamos saliendo de la dictadura, y el rock y la canción popular eran parte de un mercado cultural un poco extraño, entonces condicionado por la guerra de Malvinas. Nosotros éramos un grupo con un sustrato de trabajo muy fuerte, de varios años, y cobramos mayor visibilidad en torno a un intérprete como Juan Carlos Baglietto. A mí me tocó más de soslayo, como autor y compositor. Había entre nosotros diferencias estilísticas marcadas, pero logramos una continuidad y que se nos identificara como grupo, aunque nunca escribimos un manifiesto, como había sucedido con el Nuevo Cancionero de los años 60. En nuestro caso, todo fue más espontáneo. Por ejemplo, la designación del nombre: “Trova rosarina”. Al principio a mí no me gustaba mucho, porque refería demasiado directamente a la Trova Cubana que yo admiraba y conocía bastante bien. Pero finalmente lo aceptamos de buen grado. Estoy orgulloso de haber participado de ese momento de la canción argentina. Además, seguimos todos en actividad, con proyectos renovados. De lo contrario, hubiéramos tenido que lidiar con una pieza de museo. La permanencia nos salvó de la nostalgia.

Canciones de proa

En 2005, Fandermole recibió el Diploma al Mérito del Premio Konex en la categoría “Folclore”. En las reuniones previas del jurado hubo alguna discusión respecto al carácter “folclórico” del arte de Fandermole. En verdad, todos estaban de acuerdo en premiarlo, pero no había consenso sobre su pertenencia genérica. En una época en la que las fronteras entre géneros y estilos se han volatizado, el tema parece secundario. Sin embargo, el propio músico no lo cree así. No expresa desaprensión por los géneros musicales; sabe que la pureza de ciertos rasgos es un reservorio recurrente, una cantera rítmica y formal a la que puede echar mano cada vez que una canción en ciernes se lo reclama. En Fander eso resulta evidente: “La luna y Juan” es una chaya; “Chamarrón de proa”, una chamarra; “Aquí está la marcha”, un candombe; la “Rosa Díaz”, una zamba; “Corazón de bombisto” (dedicado a Raúl Carnota), una chacarera; “Cantar del viento”, un huayno. Y hay otros ritmos, más allá de la Argentina: “Yarará” tiene algo de bossa nova; “Hispano” juega con los ternarios de la música peruana; “Alunados” es un ritmo de cinco cuartos y así siguen las extensiones geográficas y culturales.

“Rosario tiene, paradójicamente, la identidad de lo diverso”, sentencia Jorge. “Por eso evoluciona el jazz, el pop y la canción urbana. Por supuesto, tiene mucho tango, incluso un antiguo barrio rojo de peringundines. Pero no tiene una mitología tan pesada como Buenos Aires. En mi caso, si bien apelo a formas fuertes como el chamamé, la zamba y la chacarera, soy producto de esa diversidad. Y prefiero mantener esa diversidad a sabiendas de que al momento de las clasificaciones – todos las hacemos, constantemente – corro el riesgo de no entrar en ningún lugar. Es fascinante ver cómo, a partir de formas crudas de lo folclórico, como por ejemplo el chamamé, pueden ir apareciendo otras cosas, como lo que hace Coqui Ortiz en el Chaco.” 

A la hora de pensar en su familia artística, Fandermole no deja de mencionar a Chacho Muller, un compositor de culto en Rosario, y a Víctor Heredia, con el que colaboró en Taki Ongoy. Y a varios más, de Aníbal Sampayo a Carlos Pino, de Ramón Ayala a Miguel “Zurdo” Martínez. Se trata de una familia ensamblada, de filiaciones diversas. Sin embargo, ninguno de estos nombres, algunos ilustrísimos, alcanza para explicar la procedencia artística del compositor de la Trova Rosarina menos conectado con el rock. Mientras en Fito Páez la apelación a la rítmica criolla – en la extraordinaria “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, por ejemplo – resulta episódica, en Fandermole se observa una preocupación más porfiada por desentrañar los secretos de eso que seguimos llamando “folclore”. Pero las cosas no son tan sencillas como parecen. Y nunca están quietas, menos en el río que lleva y trae. Como canta Jorge en “Chamarrón de Proa”: “La chamarra que nunca respeta las fronteras –don Aníbal, ¿no es así? -/ hoy pide permiso para regresar a tierra/ guaraní,/ y pretende por temperamento y lejanía,/ porque es una estirpe de ultramar,/ la amarren a proa y empapada de alegría/ le dejen el río navegar.”

Share This