EL PIANO DE LA BUENA MEMORIA

Para relatar los momentos más significativos de su vida, Manolo Juárez suele apelar al recurso de la anécdota ejemplar. Una escena del pasado, resplandeciente como esos acordes con los que el pianista subraya la síncopa de una vieja zamba, le sirve para contar quién fue y quién sigue siendo, aunque la vida nunca deja de modificarnos un poco, paso a paso, compás tras compás.

De la memoria de su infancia, que transcurrió entre Buenos Aires y Córdoba, Manolo prefiere una anécdota que lo explica – y explica su música – de modo conmovedor: la de aquel viejo bandoneonista que, con las patas en la fuente, se dejaba acicalar por sus hijas mientras con su instrumento desgranaba temas tradicionales de nuestro folclore. No era un músico profesional. Era un trabajador que al volver a su casa se divertía un rato con el fueye. La música como descanso. El pequeño Manuel lo escuchaba con delectación las veces que su madre, hermana de la nuera del viejo, lo llevaba de vacaciones a Córdoba. Mientras tanto, en Buenos Aires quedaban sus otros amores: su padre, el tango de Julio De Caro, los Impromtus de Schubert y el jazz de Bob Crosby.

Otra escena, muchos años después. 1970. Manolo está a punto de grabar su primer disco, Trío Juárez, cuando descubre que el repertorio elegido lo regresa al momento en que se enamoró del folclore, cuando lo silvestre se imponía sobre lo urbano y lo breve sobre lo extenso. El bandoneonista amateur murió hace tiempo y Manolo es ahora un compositor “clásico” perfectamente formado, a la vez que un inspirado intérprete “popular” de piano. Entre una escena y la otra se interpone un espacio-tiempo que expresa una distancia cultural aparentemente irreversible. En esa Buenos Aires que transita, agitada, de los años 60 a los 70, nada parece remitir a la Córdoba medio bucólica de los años 40. Ahora los acordes de paso, las tensiones armónicas y los juegos de textura con los que Manolo labrará un nombre en la música popular parecen sellar esa distancia, resignando la inspiración del folclore a sólo eso, un punto de partida, la reminiscencia de algo lejano y querido. ¿No hace eso Bill Evans cuando improvisa sobre un standard y en el segundo coro ya nos cuesta reconocer la canción del comienzo? Sin embargo, habrá que escuchar con atención a Manolo y sus músicos para entender que para ellos el folclore es más que un motivo inspirador. Los lazos rítmicos y melódicos son fuertes, delatan una identidad.  Algunos guardianes de la tradición repudiarán esa manera de tocar folclore, pero ningún oyente honesto y mínimamente enterado de la música criolla podrá decir que al joven pianista “la empanada no le chorrea”, como él mismo sentenciará muchos años más tarde.

Desde aquel debut del 70 hasta la presentación en 2014 de su nuevo cuarteto en la Biblioteca Nacional, Manolo ha mantenido indestructibles esos lazos entre la tradición del folclore y la modernidad de su piano impresionista. Lo ha hecho con una coherencia tan definida que cuesta encontrarle a su música equivalentes cercanos. En una época que prestigia los ejercicios de reinvención, no sería correcto decir que Manolo se reinventó de disco a disco. La verdad es que nunca abandonó la senda vislumbrada en sus primeros arreglos de “Zamba de Vargas”, “Siete de abril” y “La López Pereira”. Su propósito ha sido siempre tratar de tocar de la mejor manera posible aquella música que lo emocionó por primera vez. Y eso hizo, como se puede observar en la secuencia virtuosa que, partiendo del primer álbum, continúa por Trío Juárez + 2, De aquí en más, Tiempo reflejado, A dos pianos en vivo, Tarde de invierno, Sólo piano y algo más y El que nunca se va. (La serie se completará pronto con el resto de los discos).

Naturalmente, esto no significa que no haya en el extenso recorrido de esta antología marcas de época. Los primeros tres discos estaban apegados aun a la escuela de Eduardo Lagos y Waldo de los Ríos, sin desmerecer jamás la influencia del enorme Ariel Ramírez. Estos influjos no ahogaban la originalidad de Manolo, que siempre ha puesto en valor su calidad de arreglador por sobre la de instrumentista. En “La loca”, por ejemplo, la segunda vuelta comienza con un piano solo que ralentiza el ritmo casi hasta la inmovilidad total, para dar paso en una transición sutil a la guitarra; se suspende así, por unos compases, la algarabía típica de la chacarera y se revela un ánimo oculto de tristeza e introspección. El final “abierto” remite al jazz modal sin desertar del folclore. Lo mismo sucede en “La telesita”, con un rol protagónico de la quena y un sugestivo fondo de piano (aquí acompaña en bloque, como una guitarra) y bombo.

Entre fines de los 70 y mediados de los 80, Manolo sumó a sus discos algunos temas de su autoría, como “Momento número 1”, “Pablo y Alejandro” o la ingeniosa “Chacarera sin segunda”, la primera obra en su especie de forma abierta. También se animó a explorar otras combinaciones – el formato de piano con orquesta en “Para el Chango Farías Gómez” – y otros repertorios – “Capricho de Medianoche” de Joe Zawinul-, mientras colaboraba con músicos tan notables como Dino Saluzzi, Chango Farías Gómez y Daniel Homer, entre varios otros. También incorporó ocasionalmente los teclados electrónicos y la guitarra eléctrica y, seguramente estimulado por la escena del jazz fusión, se permitió desarrollos más extensos.

Pero, más allá de estos nuevos planteos, su estilo pianístico y su rigor de músico de cámara no se modificaron. Manuel Juárez era tan “Manolo” en 1970 con su trío como lo fue en 1987 acompañando a Litto Nebbia en una versión de “Piedra y camino” o en 1989 tocando a dos pianos con Lito Vitale en el CECI. En este punto, su admiración por Horacio Salgán (“él es un pianista, yo sólo un tipo que toca el piano”) nos ayuda a entender no sólo el parámetro de excelencia interpretativa que lo impulsa a seguir tocando sino también su posicionamiento frente a los axiomas de la vanguardia. En otras palabras, ni Salgán en el tango ni Juárez en el folclore se reivindican como vanguardistas; prefieren ser renovadores, lo que siempre suponer mantener abiertas las vías de diálogo con la tradición.

Si resulta extraordinaria por la calidad de su contenido sonoro y el esmero de su presentación gráfica, la presente antología también sobresale por su valor como repositorio documental de la historia musical argentina. ¿De cuántos artistas contamos con antologías que nos permitan escucharlos en sus sucesivas etapas creativas, momentos de vidas que fueron también momentos de la cultura de un país? Ojalá este rescate de grabaciones legendarias y a la vez extraviadas del gran Manolo Juárez sirva de incentivo para seguir reeditando tanta joya perdida del tesoro nacional.

Sergio Pujol 

Historiador y crítico musical. Es autor, entre otros libros, de En nombre del folclore (Biografía de Atahualpa Yupanqui)Historia del baile: de la milonga a la disco y Cien años de música argentina.

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