CAETANO VELOSO Y GILBERTO GIL en LUNA PARK.

Sergio Pujol

En un texto recientemente rescatado para su libro El mundo no es chato, Caetano Veloso escribió sobre Gilberto Gil el que acaso sea el elogio más hiperbólico que un músico pueda verter de un amigo al que considera su par artístico: “Su inmensa vanidad ejercida con demasiada modestia y su desprecio inocente por la propia grandeza son sus dos fases de esa luna medio negra y medio escondida que es la música de su persona.”

A posteriori del recital que, a manera de dueto extraordinario, brindaron los fundadores del tropicalismo en el Luna Park, puede afirmarse que el panegírico de Caetano no perdería validez si el destinatario fuera él mismo. El efecto espejado del recital está preanunciado en el elogio ilimitado, aunque también un poco pícaro (“inmensa vanidad”, “demasiada modestia”, “desprecio inocente”), con el que el autor de “Coracao vagabundo” celebra a su amigo de toda la vida (en estos días festejan medio siglo de confidencias). Alternando canciones de uno de y otro y demorándose en clásicos de otros compositores, con momentos de integración perfecta (“Desde que o samba é samba”, “Eu vim da Bahía”, “Super-homem”), Veloso y Gil hicieron el show más esperado y querido, especie de revival recargado del que los unió en 1993, cuando festejaron los 25 años del sacudón eléctrico que los subió al escenario mayor de la MPB. Así, abriendo el historial de sus repertorios a la forma despojada y a la vez ardua del formato acústico para living de sobremesa, plasmaron a lo largo de dos horas toda una teoría del complemento artístico.

Maestro de la actuación desdramatizada, Veloso se presenta como el cantante poeta que deglute vanguardia y cultura pop en un mismo gesto; que discute contra los estereotipos de un Brasil que es su materia infinita, a la vez que roza provocativamente su propio estereotipo. Menos interesante desde el punto de vista autoral, Gil resulta ser el intérprete de plasticidad rítmica absoluta, el maestro del fraseo grave o el falsete inesperado como rubrica de frase. No se equivoca Veloso al cifrar en su amigo una musicalidad que a él se le niega, al menos en tamaño grado. Gil es un virtuoso del formato cantante-con-guitarra. Es capaz de alienarse de su instrumento, como en su versión del bolero “Tres palabras” – el contrapunto de su guitarra barre todo el diapasón –, o de fusionarse completamente, como en la siempre sorprendente “Expreso 222”. Quizá Veloso diga mejor, matice más refinadamente, alcanzando en sus temas más íntimos ese nirvana de la bossa que es su sello inconfundible: “Terra”, “Leonzinho”, “Come prima”, “E de manha”… Pero Gil es la música revelada, impúdica de tan pródiga. En sus modos característicos, insobornablemente personales, ambos despliegan la certera definición de Veloso: “Una inmensa vanidad ejercida con demasiada modestia”.

En la tanda de los bises, el estribillo del festivo “A luz de tieta” agrega al público pero sin forzar devoluciones, sin necesidad de alentar una participación que vale verdaderamente cuando, como ahora, en el estrellado Luna Park, brota de modo espontáneo. Es el eco de un público que, a partir de Caetano Veloso y Gilberto Gil, aprendió (aprendimos) a escuchar a Brasil de otra manera.

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