Por Sergio Pujol

Cada vez que Wynton o Branford Marsalis – quizá más el primero, por su perfil de polemista altanero – salen a tocar, una espesa nube de sobreentendidos amenaza con descargarse sobre la platea impidiendo eso que, más o menos, todos buscamos en un concierto: el disfrute. Neoclásico, conservador, tradicionalista, canónico – a veces este adjetivo es peyorativo-, elitista: en el pugilato por el sentido del jazz, los hijos del gran Ellis Marsalis vienen ligando estos improperios desde hace varios años. En realidad, los han buscaron. Desde principios de los 90 arremetieron contra la fusión y las variantes menos afro del modernismo del jazz en un momento, vale recordarlo, de más apego al pasado que expectativas por el futuro. Pero eso fue hace mucho. En 2015 el debate – ese debate al menos – ya no tiene fuerza, se ha desdibujado. La tradición del jazz se filtra por todas partes (oigan lo que Jason Moran hace con Fats Waller en All Rise), saliendo y entrando de cuadro, momificada o encendida según el grado de audacia del músico en cuestión.

Branford Marsalis se sumerge en la tradición del jazz, pero la inmersión lo renueva permanentemente. Es un artista vivo, intenso, sorprendente en más de una ocasión. Su rango estilístico es amplio, su paleta de recursos muy rica (pocos saxofonistas del mundo poseen un control del tono tan refinado) y su sistema de citas y referencias es sutil, tanto cuando evoca a Ben Webster (la versión de “In a mellow tone”) como cuando nos recuerda a Sony Rollins y sus juegos temáticos. En soprano es otra cosa. Suele suceder: los tenores experimentan un extrañamiento – jugar a ser otro en un mismo concierto – cuando se calzan el registro agudo. Marsalis tiene una espléndida sonoridad en soprano, y en pos de esta prefiere los ligados al staccato. Desde allí, con una voz instrumental que parece ahuecarse en el instante previo a la extinción, despierta los espíritus de los clarinetistas del barroso Mississippi – lo hizo magistralmente en “St. James Infirmary”, acaso el momento delicioso del concierto – o explora paisajes orientalistas, como si imaginara el final de la historia que empezó a escribir John Coltrane. Sus compañeros tejen fondo y replican con prestancia en el juego axiomático de la pregunta y la respuesta. Sobre esa clave sintáctica, de irrefutable matriz afroamericana, la música de Branford toma distancia de la severidad que a veces ataca al mundo del jazz contemporáneo. Su música es una puerta a la algarabía, al parade del eterno New Orleans, al retozo con acentos de calipso, a la marcación enfática del funk previo al funk.

Rusell Hall es un contrabajista que no teme tocar cuatro o dos notas por compás, en la medida que estas tengas la vibración justa, el lugar bien ganado. El baterista Justin Faulkner, solista trepidante en “In a crease”, redondea con elegancia los finales de frase, pero en líneas generales demarca con firmeza el orden rítmico. A Samora Pinderhughes le tocó el difícil trabajo de reemplazar a Joey Calderazzo, el pianista compinche de Brandord de los últimos años. Salió bien parado, aunque su volumen – o la amplificación que le tocó en suerte, mejor dicho – quedó un poco disminuido en la  sala del Colón. Samora tiene habilidad para la dinámica, es solidario en el diálogo melódico y su toque picante está más próximo a Horace Silver que a otros modelos más al uso. Cuando los cuatro abordaron “It don´t mean a thing…” de Duke Ellington, esa nota repetida en graciosa síncopa que rubrica el tema sonó como un manifiesto: el del arte de saber tocar varias veces una misma nota sin aburrir. Tal como lo soñó Duke.

Una noche con Branford Marsalis. Buenos Aires Jazz.15, Teatro Colón, domingo 15 de noviembre, 18hs.

 

 

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