Por Sergio Pujol

“Qué increíble mi vida”, exclama Miki a mitad de un relato autobiográfico al que, por insistencia periodística, fue aliñando con anécdotas sorprendentes. Si nos situamos en el lote de canciones que llevan su firma, no podremos dejar de considerarlo un protagonista esencial de la música popular argentina con proyección iberoamericana. Cumbia, bolero, balada, tango… Imaginemos una enciclopedia de la canción romántica escrita sólo a partir de las versiones de sus canciones más conocidas: Los Panchos, Olga Guillot, Tito Rodriguez, Eydie Gormé, Daniel Riolobos, Roberto Yanés, Djavan, Sandro, Luis Miguel, José José, Rolando Laserie, Sandra Mihanovich, Nana Caymmi, María Creuza, Lenny Andrade, Rosario Flores, Vicentico y Andrés Calamaro, por terminarla en algún lado. “Incluso hay una versión de “Déjame ir” por Michel Legrand con Arturo Sandoval, y otra por la pianista y cantante Eliane Elias”, apunta con orgullo el bolerista que, a juzgar por la  espléndida presentación que hizo hace unos años con el pianista Jorge Navarro, nunca renunció del todo a su amorío con el jazz.

Por otra parte, Miki ha sido espectador privilegiado de momentos secretos de grandes personajes de la música popular del siglo XX. Un voyeur perspicaz, de memoria fotográfica. A la edad del racconto, él puede asumir con autoridad aquello que escribió en “Nuestro balance”: “Echemos un vistazo desde aquí/ a todo aquello que pudimos rescatar…” Y entonces se corre de lugar, se pone a un costado del camino pero sin perderse del campo visual. Su memoria emotiva es un registro de finos detalles. Vio a Manzanero arrodillarse frente a una despechada Olga Guillot en el pasillo de un avión rumbo a México. Fue confidente de Antonio Carlos Jobim en Leblon el día que el autor de “Chica de Ipanema” estaba por irse a los Estados Unidos a grabar con Frank Sinatra (“No quería ir; odiaba volar, y me dijo que cuando viajaba extrañaba mucho Rio”). Por la época en que escribía algunas de las canciones más divertidas del catálogo argentino, tocó, como si fuera otro, la batería en la película El perseguidor, mientras Sergio Renán hacía el “Johnny” de la ficción de Cortázar y la Cueva de Pasarotus – una de las locaciones de aquel film – todavía no se había llenado de náufragos. Una noche, frente al piano, despertó la admiración de Vinicius de Moraes, y poco después Nana Caymmi le confesó su amor (“Una vez Nana me tiró los galgos… desde entonces grabó todas mis canciones”). Y así podría Miki seguir un buen rato. Testigo y protagonista. “Qué increíble mi vida”.

Los amigos le siguen diciendo Miki, el nombre con el que despuntó su primer vicio musical tras una batería en clave de jazz. Nació Bernardo Mitnik, pasó luego a Miki Lerman y finalmente recayó en Chico Novarro, un nombre de fantasía que remite, en lejana asociación, a un astro latino del cine mudo, a un dúo de damas cantoras y a un modismo muy usual en Centroamérica (“Oie chico…”). En definitiva, era el nombre perfecto para la construcción de un falso trópico en la ciudad copada por el twist y la Nueva Ola. Se han dicho de él muchas cosas. Que era un muchacho simpático, talentoso, seductor con las mujeres y poseedor del retaceado don de la ubicuidad, algo que él suele explicar con una frase ingeniosa: “llevo la dispersión en la sangre”.

Podríamos incluirlo perfectamente en el grupo de los entretenedores profesionales: abasteció de sonrisas y canciones el Club del Clan, condujo por TV junto a Marty Cossens y María Concepción César  el Tropicana Club, participó en una olvidable película de Porcel y Olmedo y formó duetos escénicos con mucha gente, especialmente con  Andrea Tenuta y Silvana Di Lorenzo en el aplaudido ciclo Arráncame la vida. Desprejuiciado y hedonista, siempre se movió con agilidad por eso que, hasta no hace mucho, llamábamos “el mundo del espectáculo”. Pero hizo todo eso sin dejar de ser jamás un autor y compositor de  canciones de amor. Eso en primer lugar, un lugar que atesora momentos íntimos destinados a volverse públicos: la declaración de un amor secreto, el acuse nunca resentido, el relato de los detalles velados de una relación. En fin, como dice Darío Jaramilo Agudelo de la poesía en la canción popular latinoamericana, el arte de Chico ha consistido en buscarle un nombre a ese algo sin nombre.

Compuso algo más de 600 canciones, y sin embargo lo identificamos rápidamente con un par de temas de su despreocupada juventud – “El orangután” y “El camaleón”-, al menos tres boleros tanque – “Algo contigo”, “Cuenta conmigo” y “Cómo” – y una canción que lo volvió relativamente conocido entre el público de rock: “Carta de un león a otro”. Su invocación al éxito es la propia de aquellos que han buscado en la actividad musical la negociación perfecta entre vocación y profesión. Al respecto, le gusta citar una crítica que una vez le propinó su hoy amigo Carlos Ulanovsky – “finalmente Chico Novarro se redimió de sus pecados de juventud” -, sin que quede del todo claro si está o no de acuerdo con aquella observación. Si bien se toma las cosas con humor, no todo le da igual. Su formación musical es el capital simbólico con el que, sin mortificaciones, ejerce la autocrítica. “Qué canción profunda”, ironiza a propósito de “Despeinada”, el hit que escribió con Palito Ortega.

Casi no hace pausas al contar su vida, acaso porque su vida no tuvo pausas. Sólo en ocasiones extiende sus brazos sobre la mesa grande de la Academia Nacional del Tango como si buscara aplacar el vértigo de una vida presurosa. Por ahí consulta a su agente de prensa Cecilia Orrillo – “estoy hablando demasiado, ¿no?”- ó mira de refilón la galería de antiguos astros de la música porteña que brinda escenografía a una entrevista motivada por la reciente distinción con la que la gente del tango acaba de coronarlo: el Gobbi de Oro. Si, Chico es tanguero. En su prehistoria, supo ganarse el pan entonando “Alma de bohemio” ó “Remembranzas”; y ya muy conocido por otras cuitas sonoras se animó, y nada mal le fue, a escribir “Un sábado más”, “Cordón”, “Cantanta Buenos Aires” y otras celebraciones de la ciudad. “Vos tenés que escribir tango, me dijo Eladia Blázquez un día. Y seguí su consejo”, reconoce.

Con 83 años y a pocos días de haberse presentado en Clásica y Moderna con su hijo el actor Pablo Novak – más Tato Finocchi al piano -, Chico sigue gambeteándole al tiempo. A quienes fuimos niños en la década de los 60 no nos cuesta identificarlo rápidamente. Obviamente, la sonrisa es la misma. Su aspecto general no revela la edad biológica, aunque tampoco la esconde. Pelo blanco siempre tuvo. Digamos que nunca fue demasiado joven. En los días del Club del Clan se lo veía un tanto rezagado del pop, como si fuera un intruso en el mundo juvenil. Cuando algunos años más tarde varios de sus coetáneos se inclinaron al iracundo beat, él prefirió puentear la influencia de Los Beatles y ponerse a escribir boleros con el corazón lleno de tango. “En realidad, mis tangos son un poco abolerados, empezando por “Nuestro balance”, y mis boleros llevan letras un poco tangueras, ¿no?”, puntualiza Chico complotando un amable efecto de sorpresa, como si acabara de descubrir la médula de su arte de canción y quisiera compartir el hallazgo con el afortunado interlocutor que justo pasaba por ahí.

Teoría, solfeo y tambor

 

A mediados de los años 40, Santa Fe era una ciudad surcada por tambores y murgas (“casi una ciudad uruguaya”), siempre lista a celebrar sus carnavales a ritmo de comparsa, orquesta característica y conjunto de tango. Sin embargo, para el zapatero Alberto Mitnik, ucraniano casado con la judía rumana Rosa Lerman, la música era otra cosa. Los discos de Rosita Quiroga y Carlos Gardel estaban muy bien, cómo no, pero ocupaban un escalón por debajo del arte de los tenores líricos. A don Mitnik le costaba entender que su hijo Samuel delirara con las grandes bandas de jazz. Pero el día que el pequeño Bernardo escuchó un  disco de Gene Krupa, algo cambió en la vida de aquella familia. Fue como un break de percusión en medio de la pachorra provinciana. Bernardo sufría de asma, y el agite de una batería no parecía ser el mejor remedio. Fue así que la mudanza a Deán Funes, en Córdoba, terminó de allanar el camino de la salud. Y también el de la música.

En su extensa etapa cordobesa Bernardo prosiguió los estudios musicales que había comenzado en el Liceo Municipal de Santa Fe. Estudios muy particulares: teoría y solfeo para un joven que quería ser baterista y que sólo contaba con un tambor (Más tarde Sam le consiguió un platillo Zildjian, el mejor del mundo). Ni guitarra ni piano; estos llegarían más adelante. Hubo entonces que sobrellevar la vacancia instrumental como fuera. El chico recordaba las fanfarrias del regimiento 12 de Santa Fe. Y dejaba volar la imaginación oyendo los programas de radio con esos bailables del atardecer, entre el fútbol y la medianoche. Pronto aceptó la invitación del maestro José Lovrich para sumarse a una orquesta de tango… con batería.

“Por entonces la única orquesta de tango con batería era la de Osvaldo Fresedo”, explica Chico. “A mí me gustaba, era una orquesta elegante, con buenos arreglos. Un día don José me pidió que cantara algunos tangos. Lo hice, y quedé como cantor y ocasional baterista. Pero la música que a mí me tiraba era el jazz. Entonces me contacté con el maestro Tulio Gallo que me facilitó un método de instrumentación.  Fui entrando al mundo del jazz por el bebop, el estilo más difícil. Al poco tiempo integré la Montecarlo Jazz, siempre en Córdoba. De a poquito me fui haciendo un nombre.”

– De tu barra de amigos, el cantante de boleros Roberto Yanés fue uno de los primeros en mudarse. ¿Cuándo decidiste radicarte definitivamente en Buenos Aires?

– Mi primera visita a Buenos Aires fue en diciembre en 1951, acompañando a Marga, una rumbera preciosa que tenía un contrato con el director de orquesta Raúl Marengo. Supuestamente ella iba a bailar y yo a tocar el bongó. Cuando llegamos, Marengo ya se había rajado de gira con otros músicos. No nos esperó. Quedamos varados, pero no la pasé mal: tres días encerrados con Marga en un hotel de centro. Yo tenía 18 años, estaba loco por ella, que era cuatro o cinco años mayor. Marga tenía un novio, pero no nos importó. Al cabo de unos días me volví a Córdoba.

En la línea de tiempo de la narración de Chico la ciudad de Buenos Aires se muestra renuente a prender todas sus luces para darle una plena bienvenida. Tanto es así que a mediados de los años 50 el joven prefiere probar suerte en Chile. Llegará a Santiago como baterista y se quedará como cantante de tangos en el restorán chino “El Mandarín”. Casi un  año de vida trasandina. “Un año comiendo comida china, estudiando un poco de guitarra, por pedido del dueño del restorán, y cantando tangos”, enumera Chico sin poder contener la risa. “Parece que lo hacía bastante bien, y entonces me animé a escribirle una carta a Horacio Salgán para que me tomara una prueba como cantor de su orquesta. Firmé con el seudónimo de Mario Bernal. Por supuesto, Salgán no contestó. Años más tarde le conté la historia y no la creyó. Seguro que es otra de sus jodas, me dijo.”

En 1956 Chico volvió a probar suerte en Buenos Aires, esta vez decidido a conquistarla. Vendió diarios en Avenida Rivadavia y frecuentó el Bop Club de Buenos Aires. Solía recalar en una confitería de Corrientes y Esmeralda, frente al Empire donde, de vez en cuando, se necesitaba un relevo de batería. Por falta de dinero o complicación de horarios, no pudo asistir al debut argentino de su ídolo Dizzy Gillespie, cosa que aun hoy, 60 años más tarde, lamenta con fresca indignación. Progresivamente, Miki fue cambiando el puesto de canillita por la música como actividad de tiempo completo. Hizo su primer arreglo para grupo de jazz en 1958. Entre sus intérpretes estaba Leandro Gato Barbieri, con quien fundó, con otros músicos jóvenes, la Agrupación Nuevo Jazz. Los muchachos se daban cita en los salones de la YCMA. La asociación reservaba un lunes para los “modernos”, otro lunes para los “antiguos”. “Era una división terrible. En una ocasión Lalo Schifrin se confundió de día y cayó al encuentro de los antiguos. Casi lo matan, se fue corriendo.”

Entre el nutrido grupo de “modernos” había un joven guitarrista llamado Rodolfo Alchourrón, que lo invitó a tomar clases de contrapunto, armonía y un poco de fuga con el maestro Jacobo Fischer. “Me perfeccioné en el arreglo. Con aquel sabio conocí las tesituras, cómo escribir para cada instrumento. Fue así que con mi amigo Raúl Bonetto, con quién en Córdoba habíamos compartido espacio en la orquesta de Hugo Forestieri, formamos un lindo ensamble y nos fuimos a probar suerte a Colombia. En Bogotá aprendimos los secretos de la cumbia, el merengue, todo lo latino. Cuando volvimos a Buenos Aires no teníamos mucha idea de lo que íbamos a hacer, pero yo tenía una formación musical interesante. Le propuse entonces a  Bonetto, que se hacía llamar Boné, armar una Sonora al estilo caribeño, copiando los arreglos de Tito Rodríguez: tres trompetas, un vibráfono y la sección rítmica. Listo para lo que me pidieran. ¿Cómo se dice cuando uno puede hacer de todo un poco?”. Versatilidad.

El año del Orangután

Decididos a golear con música estrictamente caribeña, Miki y Raúl se presentaron a una de las pruebas que solía tomar la discográfica RCA los sábados  a las 2 de la tarde. Cuando llegaron al estudio el plan de la Sonora debió ser negociado con la fórmula del momento: las estrellas juveniles de estilo volátil. Fue entonces que Chico conoció a Palito Ortega, Johnny Tedesco, Violeta Rivas y Raúl Lavié, entre otros.

“El productor ecuatoriano Ricardo Mejía nos bautizó los Novarro. A Boné le puso “Largo”- medía un metro noventa – y a mí “Chico”. Pero Boné enseguida se abrió, y yo me sumé al elenco estable del Club del Clan”, empieza Chico a contar su ingreso a la fama. Mejía había inventado los llamados discos explosivos, con un poco de cada cosa: tango, rock, cumbia, twist. Pero su gran invención fue aquel clan de intérpretes jóvenes. La idea no era del todo original: había un programa llamado “La cantina de la Guardia Nueva”, y en Brasil ya se hablaba de la Jovem Guarda. En una coyuntura de drástico relevo de las músicas tradicionales, la industria cultural, con capitales transnacionales, apostaba a la fábrica de ídolos juveniles. La juventud acaba de ser inventada, y la televisión era la gran vidriera para venderla.

“Ya como Chico Novarro hice televisión y actuaciones por todas partes”, rememora el protagonista tropical del grupo. “Incluso estrenamos una película, aprovechando el éxito del clan. Por esa época comencé a escribir canciones, en un piano alquilado. Primero fueron cumbias, como “El orangután”, “El sombrero de paja”, “La mula”, “El camaleón”. Después hice para Violeta Rivas “Mi Juramento” y “El cardenal”. También colaboré como letrista en canciones pop de enorme éxito: “Despeinada”, “Qué  suerte” y “Mami yo quiero casarme”. Al mismo tiempo empecé a deslizar algunos boleros que no interesaron mucho. El primero fue “Dios en mis ojos”.”

-¿Abandonaste el jazz?

-No inmediatamente, seguía yendo a las jams. Una vez llevé “Dios en mis ojos” para improvisar con Gato Barbieri, Jorge Navarro y Jorge “Negro” González. Quedaron encantados con la melodía. De cualquier manera, me daba cierta vergüenza ganarme la vida con el Club del Clan. Recuerdo que una vez Gato me preguntó: “Decime, Miki, ¿vos bailás cumbia en la televisión?”. “No Gato”, le mentí. “Ese es mi primo, muy parecido.” Para tocar jazz me ponía traje oscuro y anteojos negros, como si de ese modo no pudieran reconocerme. Yo era bueno en la batería, en una vuelta llegué a reemplazar a Pichi Mazzei, el mejor de todos. Pero me divertía mucho en el Clan. Y había comenzado a ganar a dinero.

Si bien la orquesta de Tito Alberti y los Wawancó ya habían introducido la cumbia en la Argentina, el aporte autoral e interpretativo de Chico a la propagación de la especie fue importante. Chico era “el que sabe”, el músico “de verdad”. Sus primeros discos solistas para el sello Record (Chico Novarro y su orquesta tropical y Bailemos twist. Chico Novarro y su conjunto Primavera) estaban en la órbita del Clan, pero tenían algo especial. Nueve años mayor que Palito, Chico representaba el último suspiro de la era de “la típica y la jazz”. En cierto modo, era el testigo de un crimen planificado. “Eso se decía, que la Nueva Ola había matado al tango”, testifica Chico. “Que Mejía había destruido las matrices históricas para hacer con ellas discos del Club del Clan. No era exactamente así. Quizá el rock mató al tango, es posible, pero el mundo estaba cambiando aceleradamente. Recuerdo haber ido a escuchar a la orquesta de Osvaldo Pugliese y sorprenderme por el carisma de su cantor, Alberto Morán. La gente dejaba de bailar para escucharlo con atención. Era maravilloso, pero se trataba de un fenómeno demasiado porteño, demasiado argentino para gustar en otros mercados.”

La internacionalización de la música popular le permitió a Chico importar las claves de la cumbia y el bolero a la Argentina, y a la vez instalar sus propias creaciones en las set-lists de los grandes intérpretes latinoamericanos. Para dar ese paso trascendental tenía un activo que no abundaba en el medio local: talento para escribir canciones de amor duraderas. Antes que él, Mario Clavell lo había hecho con calidad, y algunas canciones de su admirado Virgilio Expósito habían respondido con éxito a las nuevas demandas, pero sin mucha continuidad. Desde el principio, los boleros de Chico destacaron con nitidez. Abrevaban en varias fuentes. Por ejemplo, “Cómo imaginar” tiene un lejano parentesco con “All the way”, del repertorio de Frank Sinatra, y “Mañana puedes irte” avanza por una línea melódica pletórica de swing. Chico también era un buen colaborador – la letra de “El último acto” la firmó Amanda Velazco y la música de “Cuenta conmigo” sería de la cosecha de Raúl Parentella -, pero a diferencia de la mayoría de los músicos de su  edad podía arreglárselas solo la mayor parte del tiempo.

-Más o menos sabemos cuáles son tus héroes del jazz. ¿A qué autores de bolero admirás?

– Mi favorito es Alvaro Carrillo, el de “La mentira”. Y me gustan todos los clásicos del género: “Contigo en la distancia”, “Sabor a mí”, “La puerta”. Pero en realidad, con toda la admiración que le tengo a los mexicanos, debo decir que, desde un punto de vista musical, mi línea siempre fue más la cubana. Me encanta el feeling cubano y todo eso. Tal vez porque el bolero me llegó a través de un pianista cubano, Fernando López, que trabajaba en la editorial de partituras Lagos. Yo iba a comprar piezas y quedaban viéndolo armonizar con un sabor medio jazzero.

Filho da puta”

Fue a lo largo de la década del 70 que Chico inclinó su carrera a favor del bolero y el tango, al mismo tiempo que se animaba a cantar con más frecuencia sus propias canciones. Los números tropicales fueron quedando atrás – hoy no ve relación alguna entre sus cumbias y las que desde el conurbano emergieron a partir de los años 90 – y la tematización del amor ocupó todo el centro de la escena. Como sucede con otros creadores de canciones – pensemos en Agustín Lara, que grabó varios discos acompañándose al piano, o Eladia Blázquez, posiblemente la única cantautora en la historia del tango -, Chico no pretende que su voz supere a las que volvieron clásicas sus canciones. No se cansa de ponderar al extraordinario Daniel Riolobos, que estrenó “Cuenta conmigo” de un modo tan brillante que se llevó el primer premio en el VIII festival OTI de 1979. Pero Chico sabe que, como sucede con esos textos dramáticos dirigidos por sus autores, la versión del compositor tiene otro encanto. “Hoy canto mejor que antes”, asegura con coquetería.

Como en toda biografía, en la de Chico hay un momento determinante. Sucedió un domingo de 1968, cerca de la medianoche. Había sido invitado a una de las proverbiales tertulias en casa del pianista Eduardo Lagos. Fueron unas veinte personas, pero qué veinte personas: Astor Piazzolla, Domingo Cura, Vinicius de Moraes y Dorival Caymmi, entre otros. Venían de una función de María de Buenos Aires. Todos muy arriba, alborotados, sin ganas de irse a dormir. “A Chico lo llevamos al piano poco menos que esposado”, escribió Lagos en la contratapa de Punto y aparte, el disco solista que Chico sacó por Trova. “Empezó a cantar despacito, como para su corbata, mirando fijo las teclas, mientras apenas tres o cuatro lo escuchábamos y los demás seguíamos charlando. Y entonces pasó como en las películas. La gente se fue arrimando, el silencio creció, y por encima de él surgió la voz de Chico. Por supuesto no apareció en off una orquesta, pero sí brotaron Dorival y Vinicius, acodados en la cola del piano, oyendo, sin disimular su asombro.”

Entonces Vinicius, que antes de Chico había cantado sus cosas con Caymmi, gritó su famosa celebración de la belleza: “¡Ése e un filho da puta!… ¡Filho da puta!”. El disco se editó pocos meses más tarde, con arreglos de Oscar López Ruiz y Mike Ribas. Chico no sólo lo recuerda con afecto: lo menciona con orgullo, como si sólo a partir de ese momento su vida musical hubiera cobrado sentido. En todo caso, lo que Chico logró con Punto y aparte fue que se lo tomara en serio como intérprete. Con piano o con guitarra – en la tapa del disco posa con las seis cuerdas, cruzado de piernas al estilo bossa -, allí figuraban “No temas”, “Un año más”, “Punto y aparte” y el perfecto – y aquí abrasileñado – “Mañana puedes irte”. El álbum envalentonó al compositor devenido cantautor, y le abrió camino a Que salga el autor, Algo contigo, El amor continúa, Por fin al tango y Arráncame la vida, discos generalmente asistido por el piano y los arreglos de su gran amigo Mike Ribas.

-De aquella larga etapa creativa nació “Carta de un león a otro”. La versión que hizo Juan Carlos Baglietto te acercó sorpresivamente al público del rock. ¿Qué pensaste en aquel momento?

-Me pareció muy jugado por parte de Baglietto, sobre todo porque la estrenó en dictadura. Su versión me gusta mucho. En realidad, al principio su público no creyó que esa canción fuera mía. Hasta donde sé, Baglietto tampoco lo sabía. Es curioso, porque el tema ya había sido grabado por María Elena Walsh en 1972, pero nadie lo recordaba. No era usual que María Elena, con la que trabajé con “Orquesta de señoritas”, grabara temas que no fueran de ella. Recuerdo que fui a su casa no bien  terminé de escribir la canción. Quería que la escuchara y me diera su opinión. Me arregló una cosita. Yo había escrito “Y el mal no se redime con cariño”, y ella me sugirió que pusiera “sin cariño”.

En cierto modo una canción de protesta, “Carta de un león a otro” parece dialogar con “El oso” de Moris (“Sí, me lo han dicho muchas veces”), pero principalmente con aquellas canciones divertidas del primer Chico y, por qué no, con “La mona Jacinta”, “La vaca estudiosa” y otras perlas del repertorio de la Walsh. En ese sentido, el antropomorfismo en la canción argentina aún le debe un reconocimiento a Chico. Después de todo, por su cancionero desfilan un orangután, una mula, un camaleón y obviamente dos leones… Realmente es difícil escribir sobre un autor tan prolífico y diseminado, que ha tenido la rara virtud de aportar de manera casi inadvertida imborrables palabras y sonidos a la banda sonora de más de una generación de argentinos.

Pero, aun así, ¿pudo realmente Chico saltar la brecha generacional? Todo parece indicar que lo logró, que supo alcanzar a oyentes de distintas épocas. Y que, como sucede con los géneros musicales después de un tiempo, aquellas siembras tan disímiles hoy no desentonan en un mismo terreno. Por supuesto, la suya no ha sido una historia totalmente apacible. Su pelea con Vicentico a propósito de alguna palabra cambiada en “Algo contigo” (“es un tema completamente superado; mi enojo no fue con él, sino con la discográfica”), su actual distanciamiento de Sadaic y su decisión de producir él mismo sus discos y recitales hablan de una trayectoria quizá más agitada de lo que pueda leerse en la cálida sonrisa de su protagonista.

Sin embargo, Miki vive tan satisfecho con su trabajo como ajeno a las formas más explícitas de la jactancia. A veces, incluso, parece tirarse un poco a menos. Siempre fue así. Por ejemplo, “Cómo”, uno de sus grandes boleros, nació una madrugada de 1967 y durmió largos años sin entusiasmar demasiado a su autor. Ni siquiera la versión de Tito Rodriguez lo hizo cambiar de opinión: aquel era un tema más. Hasta que un día de 1991 llegó Luis Miguel y cerró su disco Romance cantando “Cómo imaginar, que la vida sigue igual…” Fue una explosión: 15 millones de placas vendidas en todo el mundo. Era el regreso del bolero en tiempos posmodernos. Las películas de Almodóvar. Los recitales otoñales de Chavela Vargas. La relectura de las novelas de Manuel Puig. El discreto encanto del kitsch. Y ahí estaba, otra vez sonriendo, Chico Novarro.

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