SIMPATÍA POR EL BLUES (Radar)

Sergio Pujol

Marion Walter Jacobs nació en Marksville, Louisiana, el día del trabajo de 1930. Atraído por la música, soñaba con ser saxofonista. Pero no le daban las cuentas, siempre esquivas entre los jóvenes negros del Profundo Sur. Optó entonces por un instrumento de viento más asequible: la armónica diatónica. En sus manos, sobre sus labios, el instrumento levantó vuelo rasante sobre la tierra del blues. A los 15 años, Jacobs, apodado “Little Walter”, se mudó a Chicago. Aquel no fue un viaje solitario: la gran migración negra, que había empezado al ritmo del New Deal, alcanzó un registro alto en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. El escenario estaba preparado. Los públicos, en su mayoría trabajadores industriales negros, se aprestaron a reservar al menos una partecita de sus salarios a la compra de “discos raciales” (así se los segregaba en la industria del entretenimiento), o a estirar el fin de la noche en bares con música en vivo.

En el South Side de Chicago se forjó un blues modernizado y eléctrico. Se impuso la guitarra- ahora enchufada – allí donde antes el piano armaba los acordes, pero las historias de desahuciados del amor y despojados de la riqueza no cambiaron demasiado. El nuevo blues era continuación por otros medios – y en otro contexto – de los estilos rurales con los que los migrantes del Mississippi se habían criado, entre espinas y algodonales, mientras el mítico Robert Johnson pactaba con el Diablo en una esquina de pueblo sureño. Fue en 1946, en la proletaria Chicago, cuando Little Walter conoció al cantante y guitarrista estrella de su generación Muddy Waters, a cuyo grupo se sumó inmediatamente para grabar discos en el sello de los hermanos Leonard y Marshall Chess (siempre algún productor blanco progresista detrás de un evento de música étnica).

Muddy, cuyo verdadero nombre era McKinley Morganfield, venía de Clarksdale. Con su voz portentosa y su guitarra electrificada se había revelado como el héroe musical de la barriada de la Avenida South Madison. En 1950, su canción “Rollin´stone” impactó entre su público, aunque habría que aguardar el  amanecer de una nueva generación para que aquellos versos y aquel riff encontraran la circunstancia perfecta para su desciframiento: “Hay un niño llegando, /que será un trota mundo/ que será un trota mundo…” Waters era un grande, aunque los expertos en blues aseguran que sólo a partir de la incorporación del pequeño armonicista  a su banda su arte pegó un salto de calidad definitivo. Que nada volvió a ser como antes. Porque además de buen instrumentista, Little Walter era autor y compositor. Vaya detalle.

Blue & Lonesome, el nuevo disco de los Rolling Stones, rescata cuatro canciones de Marion Walter Jacobs: “Just your fool” (1960), “Blue and lonesome” (1959), “I gotta go” (1955) y “Hate to see you go” (1955). Algunas tuvieron suerte en su momento en los charts de rhythm and blues, otras no se aproximaron siquiera a la punta. Salen así, en ese orden y entre temas de otros bluesmen no menos gloriosos,  con cuyas historias podría haber empezado esta nota: Howlin´Wolf, Willie Dixon, Eddie Taylor, Jimmy Reed, Lightnin´Hick y Magic Sam. Para cualquier libro de blues, los que acabo de nombrar son músicos que acreditan varias líneas de discografía y un linaje de grandes actuaciones. Pero también son mojones de una historia de olvidos y rescates, marcada por la condición racial de sus actores.

Huellas de una pasión

En su momento, los jóvenes The Rolling Stones se apasionaron con aquellas historias y tendieron puentes entre la América profunda y la juventud europea, llegando incluso, en viaje de iniciación, a visitar los estudios Chess de Chicago (Richards aseguró entonces haber visto a Muddy Waters trabajando de peón multiuso en una dependencia del sello, pero los directivos del sello lo negaron rotundamente). Medio siglo más tarde, otra vez los Stones vuelven a colocar al blues en la cima del mundo, aunque también podría pensarse que, en esta oportunidad, parece ser el cancionero afroamericano el que acude al rescate de la banda, cuyo letargo autoral, después de 12 años sin grabar y bastante más tiempo sin componer grandes canciones, ya empezaba a inquietar a propios y ajenos.

El experto en blues Ted Gioia afirma que, aunque aparentaban vivir en el pasado, las canciones de Muddy Waters miraban hacia el futuro. Pues bien, ese futuro llegó… y ya pasó: se llamó The Rolling Stones. Ahora regresa en forma de auto-homenaje. Se sabe que iban a grabar su primer álbum desde A Bigger Band cuando, en medio de un ensayo, Jagger y Richards decidieron convertir un tema de Little Walter en el puntapié inicial de un proyecto íntegramente dedicado al blues moderno, al viejo blues de Chicago, tal como lo habían conocido cuando escogieron el título de una canción de Muddy Waters para bautizar la banda. Pospusieron entonces el material nuevo y salieron a la arena con un corpus que remite de un modo inmediato a la prehistoria del grupo, incluso a sus pasos zozobrantes, cuando la encrucijada cultural de los primeros sesenta los obligó a elegir entre ser una banda intérprete  de rock and roll de base negra ó convertirse definitivamente en un organismo ejecutor de sus propias canciones.

Obviamente sabemos el final de esta historia – Los Beatles les escribieron “I wanna be your man” para que su segundo sencillo no careciera de canciones nuevas, y al poco tiempo la dupla Jagger-Richards se puso en marcha -, y también conocemos los primeros hilos que tejieron la trama. Pero el detonante subjetivo de aquello permanece escondido en los pliegues íntimos del pasado británico. ¿Qué/quién encendió la pasión inglesa por el blues? ¿Acaso todo empezó, como algunos afirman, con el debut del blusero Big Bill Broonzy en Londres, mucho antes de que Richards se comprara una caja con cuerdas sin marca y una pastilla japonesa? ¿Puede la escasez de insumos culturales, tan acuciante en la Inglaterra de posguerra, despertar verdadera pasión por aquello que cuesta conseguir?

Producido por el astuto Don Was, grabado en sólo tres días en el estudio de Mark Knopfler en Londres y mezclado en Los Ángeles, este disco podría haber sido una larga toma en vivo, y en cierto modo lo fue. Por ejemplo, “Blue & lonesome”, que cuenta con la brillante colaboración de Eric Clapton, salió en apenas dos tomas. Asimismo, el repertorio, que escapa a los lugares comunes, fue elegido por Mick la noche anterior, en lo que seguramente fue una exploración más teñida de nostalgia personal que del oficio de un A&R de compañía discográfica. Una exploración sobre las huellas de aquella pasión juvenil. En realidad, algo de la moral del vivo (“sonarás tal como eres, sin ayuda de ningún artilugio técnico”) sucedió en el British Grove Studio, a juzgar por lo que declaró Jagger: “Nunca antes hicimos un disco de esta manera. Aún nuestro primer álbum tenía overdubs”.  Esta mención a “nuestro primer álbum», grabado en cinco días y editado por Decca en 1964, tiene menos que ver con la rusticidad de un paradigma de grabación superado que con la preferencia de aquellos primeros Stones por covers negros como “I just want to make love to you” o “Route 66”.  Tal vez sin reparar en la ironía un tanto resignada que supone el aserto, la prensa especializada ya salió a decir que este disco Stone sin un solo tema de Jagger-Richards es el mejor de la banda en mucho tiempo. Tal vez lo sea; al menos ellos quedaron muy conformes, y, según reveló Richards, todos se sorprendieron de la vitalidad de la banda y de la voz que Jagger es capaz de generar cuando no tiene a mano un escenario de cien metros para correrlo de punta a punta.

Todo esto es verdad. Por ejemplo, la voz de Jagger en “I can´t quit you baby” es una lección perfecta del oficio de erotómano negro en plan confesional, en la onda B.B.King, y el swing que logra con su armónica en “I gotta go”  es francamente soberbio. Pero la pieza indispensable de estas sesiones es Charlie Watts, más puntual y a la vez flexible que nunca. Su entrada en “Commit a crime” es determinante, y en la mayoría de los temas, empleando con fineza platillos y tambores, resulta ser el encargado de cerrar la puerta una vez que sus compañeros se retiraron del tema. Las guitarras de Richards y Wood expresan la alegría de vivir tocando blues, pero al mismo tiempo debieron subir el nivel de exigencia instrumental al que están acostumbrados, acercándose a una palabra que nunca buscaron, y que de habérselo propuesto quizá no hubieran alcanzado: virtuosismo.

En definitiva, los Stones vuelven a ser intérpretes “puros”, pero esta vez enriquecidos de experiencia. Sabios como aquellos negros que tanto admiraban en sus comienzos, en Blue & lonesome parecen estar tocando no para nosotros, su audiencia planetaria, sino para quienes los inspiraron poco antes de que conquistaran el mundo: un club imaginario en el que sólo matriculan sus héroes musicales. Porque es cierto que el rock británico fue la expresión de una juventud desencantada del mundo que le dejaban los adultos. Pero al mismo tiempo aquellos jóvenes se inventaron padres putativos en los suburbios del nuevo imperio. Elegir a ese padre que buena parte de sus contemporáneos hubiera desechado: esa fue la mayor transgresión de todas. Desde luego, la coexistencia de diferentes autorías en un mismo disco ofrece una variedad de dinámicas, velocidades y modos expresivos que hace de esta inmersión en el mundo del blues una experiencia antológica en el primer sentido del término. O para decirlo de un modo un tanto irreverente: aquí los Stones introducen un criterio de variedad, un cierto colorido que solía estar ausente en muchos de los bluesmen originarios. Ciertamente, esto no es un desafío a la herencia; por el contrario, al mostrar lo bien que aprendieron la lección, y qué cosas se atrevieron a sumar de su propia inventiva, los Stones se impusieron como los mejores aprendices de brujos de su generación.

Este paquete de blues frescamente grabado es el flashback perfecto que nos  transporta al instante previo al estallido del pop, cuando Londres se despedía del blanco y negro, y al compás callejero de los teddy boys  todo empezaba a ser cuestionado: los tontos rituales monárquicos, los discursos de ajuste de Churchill, el elitismo de los intelectuales post-imperiales del 56 e incluso la fascinación un tanto nerd por el jazz tradicional. Entonces los chicos corrieron en tropel a escuchar las actuaciones londinenses – en ese tiempo, pocos músicos visitaban Londres – de los mismísimos Howlin´Wolf y Muddy Waters. Así se selló un nuevo Pacto Atlántico. Un Pacto contracultural, de consecuencias ingobernables (Bueno, ingobernables hasta cierto punto; con los años, la marca “Stone” aligeró la gestualidad rebelde de los inicios, dejando en su lugar esa nostalgia infinita por la década del 60).

Rock alrededor del blues

Al mismo tiempo, este disco alienta un juego contra-fáctico: ¿cómo habría sido la evolución de la banda si esta no hubiera cumplido tan exitosamente el mandato autoral y trovadoresco del pop británico? Podemos ensayar una respuesta por analogía: Los Stones habrían sido como John Mayall y Los Bluebrakers, una estupenda banda inglesa de blues convencida de que había nacido en la raza equivocada. Después de todo, Jagger y Richards supieron trascender su primera identidad musical, un poco contra la voluntad del más pertinazmente blusero y legitimista del legado negro Brian Jones. No fue un despegue sencillo: “El grupo era frágil porque nadie estaba buscando que despegara”, explica Richards en Life, su libro de memorias. “Éramos anti-pop, anti ´sala de baile´; sólo queríamos ser el mejor grupo de blues de Londres”.

Reconstruyamos someramente aquel pasaje. Charlie Watts y Brian Jones aprendieron a tocar blues con los ingleses Cyril Davies y Alexis Korner y su Blues Incorporated, por los días en que Jagger gastaba sus tamangos recorriendo las tiendas de Charing Cross Road en busca de placas norteamericanas difíciles. Pero también estaba el rock and roll. Por más admiración que Richards pudiera sentir por los dioses de Chicago, él quería tocar la guitarra como Chuck Berry. Quería rocanrolear sin alejarse mucho del blues. Quería rocanrolear “a lo negro”. Cuando se topó con Jagger en la estación de Dartford, en octubre de 1960, vio que, al lado de los discos de Little Walter y Muddy Waters, Mick tenía uno de Berry. Pocos años después aquella coincidencia se plasmaría en los surcos de “Around and around”, el clásico de Berry en versión Stone.

Felizmente para la historia de la música popular, los Rolling Stones dejaron de ser una banda de blues para convertirse en una de rock. Fueron el parámetro de ellos mismos, más allá de la publicitada rivalidad con Los Beatles. Pero esa autonomía creadora, ese abandono de la interpretación pura a cambio del arte de las canciones generacionales, nunca significó un olvido completo del blues. Aquí no hay espacio para enumerar todas las citas y tributos bluseros inscritos en el corpus rockero de los Stones en su larga vida de consagración y fama. Vayan como demo “Little red rooster”, “Love in vain” y prácticamente todo Exile on Main Street.

Pero la influencia del blues en los Rolling Stones no se limita a puntos precisos de su trayectoria. Se trata, en realidad, de una marca más profunda. El afamado sociólogo del rock Simon Frith sostiene que la verdadera herencia blusera en la cultura rock reside en la explicitación pública de la sexualidad. El valor de autenticidad, tan caro a la ideología del rock, pasaen primer término por lo sexual. Por lo tanto, más que por su estudiado desaliño y el cotillón de privacidad al desnudo, los Stones fueron “malos muchachos” al decirse a tocar y cantar “esas canciones”. Sinatra podía enfiestarse sin problemas – de hecho, lo hizo, según afirman sus biógrafos menos escrupulosos, y tenemos derecho a sospechar que fue un tipo más divertido que Jagger – pero en su mundo musical la frontera entre sexualidad privada y discurso amoroso era infranqueable. Las letras de las canciones que elegía cantar cortejaban el amor romántico. Por el contrario, el blues era sedicioso. Y su mayor sedición fue naturalizar el deseo sexual. O mejor dicho, naturalizar la expresión, nunca exenta de cierta mórbida angustia, del deseo sexual en un contexto de moral pública muy estricta. Claro que esto no llegó a ser socialmente problemático hasta que cinco adolescentes ingleses reprodujeron aquel clamor, sacándolo del gueto para siempre.

Quizá hoy cueste entender los alcances de aquella insurrección contra el puritanismo inglés de los años 50/60, el mismo que prohibió la novela Lolita de Nabokov. Medio siglo más tarde, un buen camino para entender aquel punto de ruptura de los tiempos modernos es el que traza este verdadero mojo contra el tiempo y la muerte llamado Blue & Lonesome.

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