Por Sergio Pujol

Uno de los primeros mensajes que me entraron al celular tras la despedida del año viejo provino de mi amigo Norberto. Me avisaba que Ringo Starr había sido distinguido como Caballero del Reino de Inglaterra. Tratándose de un hecho vinculado al grupo que convirtió el conflicto generacional en música, quizá la noticia no fuera tan incongruente con el ritual de pasaje cronológico que organiza nuestras vidas. Después de todo, la memoria de los Beatles expresa hoy la gran paradoja de ser un puente dorado entre generaciones cuando alguna vez fue símbolo de ruptura.

Lo concreto es que Ringo recibió un reconocimiento personal, ya no el colectivo con el que la reina distinguió a los Beatles con la Orden del Imperio Británico en 1965. Si aquella vez el cuestionado título pareció repetir los dudosos honores con los que la corona solía recompensar a quienes pirateaban para ella, en esta ocasión las cosas suceden en un clima de corrección política: a Ringo, dice el comunicado del Buckingham Palace, se lo premia por su música y su menos conocido trabajo caritativo. “Ya que la ceremonia incluye la espada y un caballo, que la aproveche para darle un planazo a Jasper Carrott, que viene diciendo desde hace cuarenta años que Paul es mejor baterista”, se explayó Norberto en un segundo mensaje.

El enojo de mi amigo revela el malestar por la larga descalificación musical de Ringo. ¿Cuántas veces escuchamos decir que sólo merced a un golpe de suerte proporcional a la desdicha de su predecesor en el cargo Peter Best el bueno de Ringo logró sumar su nombre a la gloria de dos dioses y un semi dios de la música pop? El prejuicio fue asentándose maliciosamente, corrompiendo la sensatez valorativa y generando una expectativa contra fáctica francamente absurda (¿Alguien piensa que otra performance de percusión habría mejorado a Los Beatles?). Asimismo, el subtexto del prejuicio sugiere que todo lo que Ringo tocó – a propósito, digamos que fue el integrante del grupo que menos equivocaciones cometió en las sesiones de grabación; o para decirlo de otro modo: el que más tiempo y dinero le ahorró a los estudios EMI – lo podría haber ejecutado cualquier baterista profesional.

Desde luego, Ringo tuvo defensores desde un comienzo. Ya en 1962, cuando siendo baterista de Rory Storm y Los Hurricanes hizo contacto con The Beatles, era un músico algo más acreditado que Lennon y McCartney. Incluso podría decirse que, dado el revuelo sexual que Best despertaba entre las adolescentes, la decisión de cambiarlo por Ringo fue de estricto orden musical. Para “Love me do” el músico debió pasar el difícil examen de George Martin, quién al principio prefirió grabar una primera versión de la canción con el baterista de estudio Andy White. Al no haber diferencias notorias entre una y otra toma, Ringo certificó su calidad, por más que no supiera hacer bien un redoble y sintiera fastidio por los solos de batería (De hecho, hizo uno solo en toda su carrera: el de “The end” de Abbey Road).

A poco de andar, se supo que su empleo de los tom-toms, la sonoridad profunda y al mismo tiempo grácil que lograba extraer del bass-drum de su Ludwig, el modo zurdo con el que llenaba las transiciones entre frases de canción y, especialmente, su gran autoridad para marcar los pulsos – “Su apoyo hizo que todas las canciones de The Beatles fueran más fáciles”, ponderó George Martin – lo volvieron cimiento de una fantástica arquitectura sonora. A medida que Los Beatles fueron complejizando su música, el talento de Ringo se extendió a los timbales y un sinfín de accesorios de percusión, así como de los compases simples a los compuestos. En otro orden, compuso sin destacarse, aunque “Octopus´s garden” nos sigue intrigando. Y fue mejor en los coros que en la voz solista, aunque “Good night” nos conmoverá siempre.

Si el humor fue un componente importante en la primera etapa de los Beatles, desde su batería o sumergido en el submarino amarillo Ringo ayudó a aligerar la carga de la autoconciencia de músicos populares devenidos artistas de avanzada. En 2011, en un tramo de su debut argentino en el Luna Park, presentó “With a little friend from my friends” con un toque de ironía propio de su cosecha: “Ahora vamos a tocar un tema de una banda que tuve hace varios años”. Con esta lucidez, que en su momento supo sintonizar con la del resto del grupo más allá de los tambores, no creo que el amigo beatle de Peter Sellers necesite usar la espada y el caballo contra Jasper Carrott. Ni contra ningún otro escéptico.

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