Cecil Taylor (1929-2018)

Sergio Pujol

Se cuenta que en oportunidad de un festival de jazz de finales de los años 50 un grupo de músicos tradicionales estaba conversando animadamente sobre los nuevos valores cuando de pronto alguien introdujo en la charla el nombre de Ornette Coleman. Los improperios no se hicieron esperar. Por entonces, el mundo del jazz estaba dividido en dos partes desiguales: la más grande había tomado al saxofonista como caso testigo de lo riesgoso que puede resultar que un advenedizo embauque a su público snob. En ese ejercicio de descuartizamiento estaban metidas aquellas viejas glorias del jazz, cuando el mismísimo Ornette pasó caminado a pocos metros de distancia, visualmente separado de los contertulios por un cortinado del backstage. Iba con su saxo en las manos tocando un tema de Charlie Parker. Al oír el fraseo nervioso y técnicamente brillante, sin saber de quién provenía, uno de los veteranos exclamó: “¡Eso es saber tocar! Bien podría Ornette ponerse a estudiar en serio”.

La anécdota revela los prejuicios que suscitan las vanguardias entre quienes sostienen un paradigma de arte diferente. Es una historia bastante vieja; hunde sus raíces en los orígenes del arte moderno. Sin embargo, el caso del pianista Cecil Taylor, que acaba de morir a los 89 años de edad, tal vez no encaje exactamente en la saga “tocan así porque no pueden hacerlo del modo correcto”. Una breve pero intensa etapa “pre free” permitió, desde un comienzo, aventar cualquier duda respecto a la técnica instrumental del pianista más osado y abismal que brindó el jazz posterior al bebop. 

Mientras escribo estas líneas conmovido por la noticia de su partida – era un hombre mayor, pero de una vitalidad expresiva que nos ilusionó con su eternidad – escucho una grabación de 1957 en la que Taylor toca dentro de la tonalidad, sobre la métrica y, encima, un tema de Billy Strayhorn. Quién está sonando en esta lluviosa mañana de sábado es un pianista de jazz moderno, aun no un vanguardista. Reconocemos la melodía del tema escoltada por acordes tensos pero aceptables. Falta poco para que ese pianista se desate completamente. Para que martille las teclas del piano como si fueran 88 tambores. Para que, en fin, vierta un discurso de politonalidad disonante, de alocados contrapuntos, de clusters furiosos. En medio de tanta tormenta sonora, algunas luminosidades sobrevivientes, como vestigios de un mundo melódico pasado, iluminarán tramos del camino. Cabe recordar que Taylor ya era un claro exponente de la interpretación “libre” cuando grabó “Lazy afternoon” y “This nearly was mine”, piezas del disco The world of Cecil Taylor (1960). Esos registros rebosaban de riffs de blues y difícilmente podamos considerarlos música abstracta. Justamente, esa tensión entre forma y libertad le dio al arte de Taylor un carácter salvaje y ambiguo al mismo tiempo.

Nació en Long Island, empezó los estudios de piano a los 5 años y se educó en las aulas del New England Conservatory of Music. Su interés por el jazz fue temprano, pero su vuelco definitivo a la música improvisada de raíz afro sobrevino después de un período de búsqueda clásico-contemporánea. Sin el dramatismo de Nina Simone, su opción por lo afroamericano se le asemeja un poco, en el sentido de que un artista negro con inclinación por la música clásica terminó reconvirtiendo el jazz en un pronunciamiento político ante un mundo racista. Por momentos, al escuchar a Taylor nos gusta imaginarnos qué hubiera sido de la historia de la música clásica si la hubieran iniciado los negros. 

Admirador de Lennie Tristano y Dave Brubeck, el estilo de Taylor se autonomizó alrededor de 1960/1961. Sus discos para el sello Candid (luego grabaría para Blue Note e Impulse!), en trío con el contrabajista Buell Neidlinger y el baterista Dennis Charles, lo instalaron en el centro de la escena del free jazz, pero no le permitieron vivir de la música de un modo previsible. Ya era relativamente conocido cuando aún debía ganarse la vida como lava copas – esto lo recoge ingeniosamente Cesar Aira en su relato “Cecil Taylor” -; había recibido de críticos como Nat Hentoff y los de la revista down beat todas las ponderaciones, y sin embargo le costaba conseguir fechas en los clubes de jazz: su música era demasiado ruidosa. (Más tarde, sus presentaciones en museos de arte de moderno resultarían reveladoras de su gestualidad vanguardista).

Taylor grabó en los más diversos formatos. Se llevó de maravilla con saxofonistas como Steve Lacy, Jimmy Lyons y Archie Shepp, armó sextetos de febril imaginación (por favor, busquen el disco The Cecil Taylor Uniet/Roswell Rudd Sextet Mixed), hizo dueto de piano y batería con el glorioso Max Roach y Sonny Murray sucesivamente y probó a dos pianos con Andrew Cyrille. En los años 80 compuso música para los divos de la danza Mikhail Baryshnikov y Heather Watts y la compañía de baile de Alvin Ailey.  Sus presentaciones en grandes festivales fueron celebradísimas; su discografía, inconmensurable. Su prestigio creció al punto de convertirlo en una verdadera estrella de cultura moderna y punto de referencia de muchos intérpretes de creación libre. 

Pero la clave estuvo en su estilo de solista absoluto e insobornable: el hombre frente a su piano sin nada que se les interpusiera. Ahí resultaba tan arrebatador, tan físico y musculoso, de una digitación tan perfecta – el capital simbólico de “lo clásico” – para obtener un resultado sonoro tan turbulento, que impresionaba aun al oyente menos dispuesto a cortar lazos con las convenciones. Sus camisas negras y blancas empapadas de transpiración eran las pruebas de vida que el músico ofrendaba en cada una de sus actuaciones.

El crítico y ensayista Leroi Jones (Amiri Baraka), uno de los primeros seguidores entusiastas de Taylor, lo dijo de modo inmejorable: “Hay algunas personas que dicen que no pueden chasquear los dedos con la música de Taylor o la de Ornette Coleman. A esas personas solo les puedo decir: tienen algún problema en los dedos.”

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