Silvia Iriondo y su último trabajo, Tierra sin mal, que debe su título a una antigua leyenda guaraní
Porteña con el corazón mirando a las provincias, Silvia Iriondo es una de las mejores cantantes argentinas. Celebrada y producida por Egberto Gismonti y editada por el prestigioso sello ECM, durante su carrera ha llegado a versionar el disco Mujeres argentinas de Mercedes Sosa y homenajear a Leda Valladares. Su último trabajo, Tierra sin mal, que debe su título a una antigua leyenda guaraní, reúne musicalmente dos regiones geográficas y culturales, la del Noroeste y la del Litoral.

La tapa del disco es una hermosa fotografía de la mexicana Flor Garduño titulada “Papalote”. Un niño sostiene un barrilete que el viento empuja sobre su rostro hasta taparlo. Mientras Silvia Iriondo sostiene en sus manos la versión vinilo de su flamante Tierra sin mal (Spiral Records), por el balcón de su departamento situado frente al Jardín Botánico entra la brisa que todo ser urbano necesita para hacer la vida más amable. En su caso, esa situación de cercanía parcial –“ese lago que se ve desde acá es artificial”, aclara desengañada– deviene metáfora de su canto: “Soy un bicho de ciudad que canta lo rural”.

Silvia no teme reconocer que el tango la deja un poco indiferente y que nunca se metió con el rock, salvo como oyente juvenil de algunos intérpretes folk de voces bien temperadas. Sí, en cambio, siente júbilo con la música de Brasil –“creo que todos tenemos un poco de Brasil”– y entre sus momentos de revelación atesora en su memoria aquel día que una amiga de su hermana le hizo escuchar un disco de Elis Regina, a la que compara, en cierto punto, con Mercedes Sosa. De ambas destaca algo que sin duda se encuentra en su propia manera de cantar: ese ir directo a la nota, sin buscarla, sin cortejarla previamente. “Me gusta el cantar llano”, reconoce de entrada. Porteña con el corazón mirando a las provincias, Silvia Iriondo es una de las mejores cantantes argentinas. Lo es del folclore, y de la música argentina en general, aunque ella nunca se movió de su eje estilístico, allí donde lo anónimo “de raíz” le da sustento rítmico y expresivo a toda una forma de conexión de lo premoderno con lo contemporáneo: del ritual con el arte. Podría decirse que cultiva un perfil bajo, aunque quizá no sea exactamente eso lo que, a la hora de citar de memoria y sin repetir voces que nos conmueven, la suya no emerja con la prontitud que le haría justicia. Sucede que Silvia encara cada nuevo disco con un rigor y un tiempo de trabajo indiferentes a las agendas del espectáculo. Y así de buenos le salen, claro. Inspirada en una antigua leyenda guaraní –la búsqueda incesante de un lugar donde la tierra produce por si misma su fruto y los hombres son inmortales–, Tierra sin mal no es la excepción a esa forma de encarar un proyecto.

Cada inicio responde a etapas que ella vive como fases lunares de un ciclo revitalizador. Empieza eligiendo con cuidado los temas, a partir de un concepto que la atraiga al punto de querer hacer música con eso. “Me gusta saber de qué voy a hablar ahora”, explica pausadamente, a un volumen casi confesional. “En realidad, me pasa así, no es una elaboración intelectual. Cada canción la exploro acorde por acorde. Voy buscando en mi piano algunas melodías de bajo. Yo pienso mucho desde el bajo, quizá porque lo rítmico es lo que predomina en mis arreglos. Luego trabajo intensamente con los músicos. Cato Fandrich, el pianista, vive cerca de mi casa. Nunca me paso eso, así que nos fuimos reuniendo para ir elaborando cada célula rítmica con determinada armonía. Lo mismo hicimos luego con el contrabajista Horacio ‘Mono’ Hurtado, con el que toco desde hace tiempo, y el percusionista Fernando Bruno.”

Podría decirse que prácticamente todos sus discos han sido mojones de un género que, no sin conflicto, llamamos folclore: Río de los pájaros (1995), Tierra que anda (2003), Coplas para la luna (2005), Ojos negros (2006), Mujeres argentinas (2010) –notable relectura del clásico de Ramírez, Luna y Sosa– y Anónima (2014), su disco homenaje a Leda Valladares, una de sus principales inspiradoras.

Buceadora de coplas –siente especial atracción por lo popular anónimo–, Tierra que anda fue producido por Egberto Gismonti para su sello Carmo y anexado al prestigioso ECM, allí donde el gran Dino Saluzzi ha editado la mayoría de sus discos. Un buen día, su música entró en la órbita del productor japonés Shuhei Yamagami, el hombre que bancó Tierra sin mal. “La conexión japonesa nace del interés de Shuhei en mi música. No lo conocía, él se puso en contacto conmigo. Me dijo que quería editar todos mis discos en Japón. Y luego agregó que quería producirme un disco nuevo.”

Así se fueron decantando canciones inéditas o poco conocidas. De Jorge Fandermole, el casi chamamé “Agua dulce”. De Carlos Negro Aguirre, la canción arreglada para quinteto de guitarras “Vicenta”. Del mundo anónimo, tres recopilaciones de Leda Valladares poco conocidas: “Casi, casi”, “Mi jujeñita” y “Clavel doradito”. De Paula Suárez, la vidala “Lejanías”. Del recordado Oscar Alem –dignísimo homenaje–, la chacarera “Trunca del monte”. Y de Juan Falú, tres joyitas originales: la zamba “María en la casa” (letra de Marcela Néme), la hermosa miniatura “Greta” y el aire litoraleño “El cauce y el agua” (letra de Iriondo). A modo de bonus track se sumó la canción japonesa “Kagome”. La diversidad de especies quedó enhebrada por una sonoridad de cámara distribuida en formatos reducidos.

Una vez grabado en los estudios Fort Music de Buenos Aires, el material fue enviado a Japón para el master y la mezcla. “Shuhei me pidió permiso para que el brasileño Rafael Martini, director de la orquesta de Pernambuco, le agregara una sección de cuerdas a ‘El cauce y el agua’. Al principio me dio un poco de temor: no me gustan las cosas grandilocuentes. Y las cuerdas son un poco peligrosas en ese sentido. Pero Martini hizo un arreglo muy hermoso.”

De la raíz vasca al árbol del folKlore

Sus ancestros eran vascos. Le gusta explicarse a sí misma a partir de esa genealogía: una lengua con muchas consonantes, que parece emitir golpes antes que fonemas. Define a su hogar de niñez como una verdadera romería, protagonizada por una abuela dueña de relatos improbables, en los que los caseríos del País Vasco recordaban a los del Noroeste argentino, una madre cantante lírica profesional y un padre contactado con el mundo de folklore (“En mi casa ensayaban los Huanca Hua”). Su iniciación musical fue precoz: con sólo 5 años ya integraba un coro dirigido por Julia Bourse Herrera, la mamá de Bárbara (sí, la de Bárbara y Dick). Ahí aprendió a cantar algo de música española y folclore. Este último se reforzó las veces que Pocha Barros y el Tata, padres del clan Farías Gómez, caían por la casa. Así fue definiéndose el interés de Silvia por el folclore. “Amaba y amo la dupla Falú-Dávalos”, expresa a corazón abierto. También confiesa su fascinación por Atahualpa Yupanqui y su manera de cantar metido dentro del paisaje o convertido en tierra que anda.

En el nuevo disco hay reunidas dos geografías culturales, la del Noroeste y la litoraleña. Eso siempre fue un poco así en tu música, pero hoy es más habitual, ¿no crees?

–La imagen del río me parece muy atrayente. Lo que viene de la región andina, que siempre me conmovió profundamente, es más árido, austero. Más contundente, quizá, como la montaña, que impone un silencio, una presencia respetuosa. La zona del agua es  móvil y cambiante, y eso invita a un mayor desarrollo armónico. Además, no olvides que trabajé muchos años con el Negro Aguirre. Luego con Sebastián Macchi estuve siete años. ¡Y ahora con Cato, que es de Gualeguaychú! Es increíble cuántos buenos pianistas vienen del Litoral. Hay una gran sensualidad en la música de esa región.

¿Podría decirse que la inclusión de Martín Sued en bandoneón en dos temas funciona como un elemento articulador entre áreas culturales diferentes?

–Es posible, me interesaba sacar al bandoneón de Buenos Aires. Martín es un musicazo. En “Mi jujeñita” logró esa onda rural que me recuerda a Dino Saluzzi, con el que también canté. Sus notas parecen cabritas bajando del cerro. Además, Martín es un músico que deja aire para cantar; es lo que yo necesito. Por eso cuido tanto los arreglos, ahí pongo todas las fichas. Me costaría mucho cantar estas canciones con otro tipo de acompañamiento y otros músicos. Yo le busco a cada canción que elijo una determinada vestimenta.

Formás parte de una generación que abordó el folklore con mucha libertad, poniéndolo a dialogar con otras músicas. ¿Podría decirse que con el tiempo te has ido alejando de esa idea de fusión signada por el jazz?

–Definitivamente. Me gusta que estén las armonías de ese universo, pero que no se coman el tema. Quiero que lo rítmico sea netamente folclórico. No me gusta ese folclore con toque “Otard Dupuy”. Sí me gusta cuando voy a escuchar a una cantante de jazz. Pero en mi música lo evito. Por ejemplo, las escobillas en la batería: prefiero otras percusiones, otras combinaciones. En “Clavel doradito”, por ejemplo, le pedí a Néstor Díaz que tocara el cuenco tibetano. Fernando Bruno entendió perfectamente ese concepto rítmico. Lo mismo Hurtado desde el contrabajo.

¿No corrés el riesgo de que fuera de la Argentina tu música sea etiquetada de “étnica” o exótica?

–Trato de cuidarme de esos etiquetamientos, pero de hecho he compartido un festival de world music con Totó La Momposina. Es inevitable que a ella y a mí nos pongan en ese lugar. Al mismo tiempo eso me permitió ensanchar mi público. Me gusta cuando lo que hago despierta curiosidad o interés en otros auditorios. En el alemán, por ejemplo. En algún sentido diría que es el mejor. Hay una escucha, una atención… Los alemanes son muy melómanos. Lo que tiene el público de mi país es esa complicidad cultural con la música folclórica. Hay respiraciones rítmicas diferentes.

Silvia sabe que un momento importante en su evolución artística fue el día que Egberto Gismonti le escribió una carta felicitándola por el disco Río de los Pájaros. Ese reconocimiento posibilitó que años más tarde el gran productor alemán Manfred Eicher la incluyera en su muy exquisito catálogo. Desde entonces, Silvia y Egberto quedaron amigos. Él no se cansa de elogiarla cada vez que puede. Escribió a propósito de Tierra sin mal: “La música argentina está aquí tan presente que siento aromas y colores de bailarines. La división rítmica de cada una de las voces es maravillosa”. Ciertamente la riqueza rítmica, a la que la música del propio Gismonti rinde tributo como pocas, es un elemento esencial en la música de Iriondo, pero siempre que se la entienda en relación a un entramado muy sutil sobre el que fluye esa voz un tanto ingrávida, despojada de vibrato, que toca las notas sin invadirlas. Hay algo de fugitivo en el modo de cantar de Silvia Iriondo. Ella busca en el terreno de la música esa utópica tierra sin mal.

Como metáfora de nuestro tiempo –o más precisamente de la hora difícil que vive la Argentina de 2018–, el título del álbum encierra un ideal al que nunca deberíamos renunciar. “Me encantó poder encontrar esta antigua creencia guaraní”, revela Silvia alborozada. “Poder creer en algo que fue capaz de movilizar a la nación guaraní, que desde 1500 se fue extendiendo hasta llegar incluso al Amazonas. Bueno, tal vez cada uno en sí mismo pueda lograr ese paraíso terrenal. El arte puede ser esa construcción. El arte compone una escena.”

Silvia Iriondo se presenta el sábado 8 de septiembre en Sala Sinfónica del CCK. Las entradas son gratuitas y estarán a disposición a partir del martes 4, de 12 a 19, en Sarmiento 151, hasta agotar la capacidad de la sala.

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