Antes del estreno del nuevo opus de Daniel Rosenfeld, la ausencia de narrativas cinematográficas sobre Astor Piazzolla resultaba un tanto escandalosa. En ese sentido, Piazzolla, los años del tiburón es la película que aguardábamos —aun sabiendo de las tremendas lagunas que padecen los archivos audiovisuales de la Argentina— y la que quizá el propio Astor hubiera avalado, toda vez que restituye su palabra extensamente. Así, el hijo de Vicente “Nonino” y Asunta puede seguir explicándose frente a la sociedad argentina y muy especialmente a la subcultura del tango de la que jamás logró —y posiblemente nunca quiso— alejarse del todo.

Mediante el audio recuperado de la entrevista que su hija Diana le hizo para su biografía de 1987, Piazzolla brinda algunas definiciones estéticas (“Yo era el enemigo de los pies” o “Hay que tener más coraje para romper que para quedarse”), confiesa su lazo inextinguible con la ciudad de Nueva York y vierte con una vehemencia equivalente a la de su música escenas de una vida que, en la parábola que la llevó de la orquesta de Troilo al Octeto Electrónico, estuvo poblada de controversias reales e imaginarias. Hay también fragmentos de otras procedencias, como cuando amenazó telefónicamente a Julio Jorge Nelson por las críticas que este le hizo al Octeto Buenos Aires (“Que vengan los ocho a buscarme”, replicó con ocurrencia el viejo glosador), o cuando se explayó frente al siempre cordial Juan Carlos Mareco. Pero nada se compara a ese diálogo entre cariñoso y tirante que sostiene con su hija, a quien intenta asimilar a su propia personalidad. Mientras tanto, desde el presente del filme, su hijo Daniel observa fotos, objetos personales, discos y maquetas de una exposición programada en el CCK, escucha con trémulo silencio la conversación entre su padre y su hermana —la grabación como exhumación infinita de un pasado ya fantasmal— y prueba un par de acordes disonantes sobre un piano algo desafinado. Pivote del relato, Daniel Piazzolla es el testigo sobreviviente, un observador de emoción contenida, a un paso del desborde, y al mismo tiempo deseoso de darle su lugar en la historia a su madre Dedé —la anécdota de Borges elogiándola como cantante por encima de Rivero es deliciosa—, rendir homenaje a su hermana fallecida y completar imaginariamente ese diálogo con su padre que una pelea discontinuó dramáticamente. “Cuando mi padre regresó al quinteto le dije que había dado un paso atrás; no me lo perdonó. Estuvimos diez años sin vernos”.

Hay en la potente película de Rosenfeld —quien ya había dado prueba de etnógrafo musical con Saluzzi. Ensayo para bandoneón y tres hermanos (1999)— un atrevido ejercicio de elisión. Contra el mandato de exuberancia testimonial y completitud temática del típico documental bioartístico, Rosenfeld elige auscultar los nudos afectivos tejidos en torno a la figura del hijo devenido padre. (Casi podría decirse que su película se inscribe en lo que Pablo Vila y otros teóricos han dado en llamar “giro afectivo”). Para eso, el director debió soslayar algunos aspectos y situaciones relevantes del universo tematizado. ¿Ejemplos? Redujo a Alberto Ginastera a la desabrida figura de un maestro “que le hablaba como un cura”, omitió por completo la trayectoria del sexteto, liquidó rápidamente la relación de parcería del músico con Horacio Ferrer en un par de comentarios sobre “Balada para un loco” —junto a “Adiós Nonino” son los únicos temas sobre los que se hace alguna referencia puntual al trabajo de composición—, rescató imagen y canción de Amelita Baltar pero sin nombrarla y, con las excepciones del guitarrista Oscar López Ruiz, el saxofonista Gerry Mulligan y el tecladista Daniel Piazzolla, relegó al nutrido staff de músicos que tocaron al lado de Astor al limbo del anonimato.

Por el contrario, los detalles de esa infancia entre el malevaje norteamericano —en los backyards de la peluquería de Nonino se fabricaba whisky clandestino— y la parsimonia marplatense ocupan un espacio importante, siempre escoltados por la estampa omnisciente del padre que vela por el futuro de grandeza musical de su hijo. La vida en el clan de ascendencia itálica —ya sea en la Argentina o en los Estados Unidos— introyecta en el joven Piazzolla valores afectivos que, sin éxito, intentará reproducir en su propia familia nuclear. La escala doméstica del filme —en este aspecto, imposible no pensar en la admirable Salgán & Salgán (2015), de Caroline Neal— es la ideal para una mirada que privilegia el primer plano sobre viejas fotos y esos fantásticos fragmentos de películas familiares (los de los Piazzolla en la Nueva York de mediados de los cincuenta, yendo de la vereda del Hotel Astor en Times Square a la puerta del club de jazz Birdland, cautivan más que cualquier otro documento visual sobre Astor hasta ahora conocido) en los que uno sueña  encontrar el secreto privado de una vida pública.

El filme comienza con una comparación entre la acción de cazar (pescar) tiburones y la de tocar el bandoneón. Para Piazzolla, ambas acciones debían hacerse de pie, con un gran esfuerzo corporal, entendiendo la vida y el arte como secuencias de una misma e inagotable lucha. Esa concepción agónica de la existencia confronta, sin embargo, con el modelo ideal de escucha que postulaba Piazzolla con la pasión de un militante. Finalmente, de esa tensión entre un cuerpo hecho (de) música (“Mi viejo no podía componer sin subirse a un escenario a tocar”) y la demanda de una recepción físicamente pasiva y mentalmente analítica (“Quiero que la gente piense con mi música; no que se divierta”) nació una obra tan personal que podría definirse como piedra basal de una nueva edad de la música argentina. Lo dice Piazzolla en el conmovedor documental de Rosenfeld: “En 1955 muere el tango y nazco yo”.

septiembre 20, 2018

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