Sergio Pujol

Un comienzo irresistible, con ambos lados de la luna oscurecidos por la tormenta: “Breathe”. Sobre la pantalla de 60 metros de largo y 12 de alto, las modulaciones de formas y colores – predomina un rojo fogoso – abren un show programado sobre una lista de canciones invencibles, tomadas a manera de gran meddley de los álbumes más célebres de Pink Floyd. El plan no parece dejar espacio para el asombro. Pero este, empecinado en hacerle honor a uno de sus históricos cultores, asomará desde la dialéctica imagen/sonido.

Sí, son aquellas viejas canciones que durante años estuvieron suspendidas entre el cosmos y la tierra: “Time”, “The great gig in the sky”, “Wish you were here”, “Welcome to the machine”, “Money”, “Eclipse”, “Brain Damage”, “Dogs” o  “Another brick in the wall” – este último con el infaltable coro de niños – las que ahora, sin mayores arreglos respecto a las versiones originales, fluyen entrelazadas con el discurso visual. Se dirá que esto sucede corrientemente en la escala grandilocuente de la música de estadio, donde la condición performativa del rock se desarrolla en plenitud merced a una tecnología espectacular. Pero vale tener en cuenta que esto jamás ocurre a un nivel tan alto de producción de sentidos. Los shows de Roger Waters no tienen parangón.

A la manera de un periodismo satírico, Donald Trump emerge de la pantalla sexualmente burlado, con uno de esos micropenes de las esculturas clásicas o pintarrajeado como en un varieté de mala muerte. Entonces suena Animals, que no es el mejor disco de Pink Floyd pero quizá sí el que mejor funciona para la crítica política.  Las cuatro torres de la central Battersea Power Station se salen, materiales, del marco de la pantalla, mientras el cerdo rosado inicia su ya conocido vuelo. También desfilarán otros líderes mundiales asociados a ese cerdo que ha sido a Pink Floyd lo que la lengua a Los Stones. El desfile es veloz e implacable, y como en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches se harán presentes acosadores sexuales como Bill Cosby y Strauss-Kahn, jefes de gobierno como Vladimir Putin y Theresa May, y hasta Mark Zuckerberg, el hombre de Facebook. Lo que para otros podría significar un disparo sobre el propio pie, para Waters toda denuncia/confrontación es el motor que lo estimula a seguir avanzando sin ampliar demasiado su repertorio. Quizá no se trate de un compositor agotado, pero el signo de su gira Us+Them es la constante resignificación de sus viejas canciones, aquellas profecías de la Era Acuario.

En las mejores partes de un recital cautivante contra cualquier reparo, Waters dejará de lado el toque revista Punch para inclinarse por un juego entre abstracto e hiperrealista, con imágenes fractales impactantes y un notable fundido del vivo del escenario con la parafernalia visual. Hay algo de pop art radical en todo esto. Salvo en el brillante dueto de las coristas Jeff Wolfe y Holy Laessig desgañitándose la voz en “The great gig in the sky”, ya no buscaremos en la pantalla aquello que la indescontable distancia del estadio nos impide ver con nuestros propios ojos. Por supuesto, sabemos desde dónde solea su guitarra el excelente Johnathan Wilson, y que nadie ahí arriba errará sus notas por más agua que caiga de los cielos. Pero sólo veremos a Waters – la megalomanía como una de las bellas artes – devenido parte viva de sus canciones, centro neurálgico de un haz de rayo láser que parece horadar la cabecera del  estadio y perderse en la noche sideral. Un Waters de brazos extendidos o en cruz, en blanco y negro, recortado del resto, cabellera canosa al viento, como salido un retrato que en los años 70 hubiera imaginado la mejor forma de su vejez.

  Habrá también algún que otro track del nuevo disco, Is this the life we really wants?, especialmente la bella balada “Wait for her”. En sus compases se conjugan con maestría la pastoral de la Inglaterra que modeló el costado hippie de Pink Floyd y la obra del enorme poeta palestino Mahmoud Darwish. Es una canción nueva, feminista y de dramática actualidad, la única que Waters parece tener a mano para seguir después del invitado sorpresa León Gieco cantando “La memoria”. Será el momento más cargado de mensajes, en una suerte de colofón políticamente esperanzador a una obra de más de 40 años esculpida con el cincel de la imaginación distópica.

Diríase que este George Orwell de la cultura rock que nos inquietó con los temas de la alienación, la locura y la violencia del sistema cuando estos parecían amenazar nuestro futuro colectivo, ahora que las pesadillas llaman a la puerta, el neoliberalismo expolia el planeta de manera ilimitada y los poderes fácticos han convertido a la política internacional en una farsa, él posa su mirada en el presente más oscurecido por el cinismo que por las nubes. Llamará entonces a la resistencia, de un modo algo incontinente e impreciso (la politicidad del rock es siempre un tanto borrosa), encolumnado tras la causa palestina, en primer lugar, y tras ella la de las heridas abiertas de nuestro continente. Artísticamente lúcido, seguramente sabe que le cuestionarán más las omisiones que los escraches; que todo listado de oprobios y pesares es fatalmente incompleto. Pero también sabe de su poder de comunicación, y ha decidido convertir al ídolo autócrata imaginado en The Wall es un artista de izquierda.  No obstante, lunático al fin, cerrará la noche con la desapacible “Comfortably numb” y el prisma de su gran obra: “Your lips move but I can’t hear what you’re saying” (“tus labios se mueven pero no puedo oír lo que dices”).

Show Us+Them de Roger Waters en Estadio Único de La Plata (sábado 10 de noviembre, 21.30)

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