Woodstock fue un experimento de patria dentro de la patria, un poco a la manera del nacionalismo afroamericano, pero imbuido del pacifismo hippie.

I.

Finalmente, la memoria de Woodstock se salvó de un nuevo intento de monumentalización. Antes habían sido las ediciones 1979 (ridículamente llevada a cabo en el Madison Square Garden), 1989 (la única en el sitio original), 1994 y 1999, más otros eventos conmemorativos menores. Ahora, acaso con más resignación que tristeza, el Dorian Grey de la cultura rock Michael Lang acaba de desistir de llevar a cabo la reedición de su histórica aventura como productor independiente. Mejor así: según advierte el principio de identidad aristotélico, alguien o algo solo pueden ser iguales a sí mismos. Es verdad que en tiempos de Aristóteles no existían la clonación, ni la teoría cuántica, ni siquiera el espectáculo como negocio. Pero cabe recordar que en la cultura de masas –¿no se dijo entonces que aquel festival había sido una expresión contracultural “de masas”?- lo que se reedita son los discos, jamás los “vivos”. La sensación inalienable de que un concierto o una suma de recitales están sucediendo aquí y ahora ha sido siempre una revancha de la experiencia frente a la hegemonía de la producción en serie. Y la de Woodstock, una revancha colectiva.

Ahora bien, aun concediéndole algún crédito al proyecto de Lang de ritualizar la memoria de los años 60, esta vez las cosas salieron singularmente mal. Primero se eligió un predio en Watkins Glen, a varios kilómetros del sitio original. Después se dijo “¡Vernon!”, siempre en busca de la Arcadia americana presta a ser repoblada por jóvenes motivados por la música. Y cuando los sponsors ya amenazaban con retirarse por la demora en la concesión de los permisos – cosa que efectivamente sucedió-, los desacuerdos con algunos de los músicos invitados empezaron a adelgazar la programación de manera preocupante. En un último esfuerzo, Lang dijo “¡hagámoslo en Merriweather de Columbia, Maryland!”, pero ya era demasiado tarde.

En las explicaciones que el productor y sus asistentes brindaron luego a la prensa se puede encontrar la verdadera razón por la cual Woodstock, cualquiera sea el lugar elegido y las luminarias invitadas, no pudo volver a la vida, ni siquiera en versión devaluada: la empresa Amplifi Live, de la Dentsu Aegis Network, anunció el retiro de los 49 millones de dólares que había puesto para el evento aniversario del 16 al 18 de agosto. Caramba, ¿hubiera podido hacerse el Festival de Woodstock de 1969 con tanta dubitación de inversores e idas y vueltas con los músicos? Si bien aquella vez Lang y su equipo mínimo trabajaron varios meses en una suerte de pre producción, el festival se armó en 28 días, de los cuales en 18 hubo lluvia impertinente.

Recordemos un poco. Escenario: el terreno de una granja de 240 hectáreas cerca del pueblo de Bethel, en el condado de Sullivan, estado de Nueva York. Actor de reparto: un productor lechero, Max Yasbur, al que se le dijo que irían, como mucho, 50 mil jóvenes en son de paz y amor convocados por el rock and roll. Los aldeanos transpiraron un poco cuando se enteraron de que el festival duraría tres días ininterrumpidos: del 15 al 17 de agosto. También Lang transpiró bastante al imaginar cómo podía ser la relación entre los lugareños del estado de Nueva York y los hippies (Y eso que aún no había visto la escena final de Busco mi destino). Todos sabían que habría algo de droga, pero no mucho más que marihuana y hachís. (Luego hubo algunos malos trips con LSD, pero nada del otro mundo en relación a la cantidad de asistentes).

Por supuesto, el festival produjo más pérdidas que ganancias: ¿quién podía controlar los tickets de medio millón de personas? La programación artística, que hoy nos parece celestial, estuvo armada con músicos de calidad, pero no muy conocidos ni consagrados en aquel momento. Exceptuando a The Who, Janis Joplin y Jimi Hendrix, no se hicieron presentes las grandes estrellas del rock de la época. El fantástico Carlos Santana no había editado aún su primer LP. Al guitarrista Alvin Lee de Ten Years After lo conocían solo los entendidos, y Joe Cocker se graduaría de gran cantante con su versión volcánicamente blusera de “With a little help from my friends”. La gran banda Sly and the Family Stone -hito del funk- o el cuarteto vocal/instrumental Crosby, Still, Nash and Young eran sin duda nombres relevantes, pero no demasiado conocidos fuera de los EEUU. El intenso cantautor Richie Havens, que abrió el festival con “Freedom”, se ganó un lugar en las enciclopedias de la música pop gracias a su brillante actuación en Woodstock.

“Anárquico pero no caótico”, tituló Time. La gracia silvestre del festival residió en el hecho de que rompió todo molde, gambeteó todo cálculo – no era fácil hacerlo en el reino de la tecnocracia- y su final, con Hendrix tocando para 20 mil personas a las 9 de la mañana del lunes, sería leído como el cierre de un tiempo histórico. Musicalmente hubo festivales quizá mejores (Monterey, Isla de Wight), pero ningún otro fue vivido por sus asistentes, sus artistas y los medios que lo cubrieron con la generalizada sensación de que, súbitamente, sin que nadie lo hubiera planeado, la Historia se había hecho presente para modelar su propia forma. Que la gran metáfora del final de los 60 haya sido aquello que sucedió a lo largo de “Tres días de paz y música”, como subtituló el film documental de Michael Wadleigh, nos invita a pensar que no siempre los recortes temporales son especulaciones historiográficas.

https://youtu.be/HRv93fnJMe4

II.

Todos esos jóvenes –la identidad etaria de la masa era indiscutible– fueron a la cita desnudos de cualquier proyecto de vida burguesa, convencidos de que un gesto de amor universal quizá podía exorcizar la furiosa violencia que parecía haberse apoderado de la sociedad norteamericana. Un año antes, habían sido asesinados Robert Kennedy y Martin Luther King, mientras sangrientos disturbios raciales habían agudizado el malestar de los afroamericanos. La guerra de Vietnam, lejos de estar a punto de terminar, se había intensificado con feroces bombardeos sobre el sector comunista. Y al son de “Helter Skelter” Charles Mason y su clan asesino acababan de confundir al mundo mezclando contracultura, mesianismo y muerte.

No fueron a escuchar música como solían hacerlo en el Fillmore East o en cualquier otro teatro de Nueva York o San Francisco. Fueron, lo supieran o no, a fundar una nación imaginaria. “Woodstock Nation”, la llamó el dirigente yuppie Abbie Hoffman (Cuando meses más tarde Hoffman debió compadecer en un juicio por disturbios en Chicago, a la pregunta “cuál es su domicilio”, el activista respondió: “Vivo en la nación Woodstock”). Si en los estudios sobre el tiempo de la contestación se insiste en la idea de la adolescencia como una suerte de continente social nuevo, vale entonces aceptar que el Festival de Woodstock fue un experimento de nación dentro de la nación, un poco a la manera del nacionalismo afroamericano pero imbuido del pacifismo hippie y sin las estrecheces de la vida en el gueto. Que Hendrix haya interpretado una versión psicodélica del Himno Nacional Estadounidense tuvo un simbolismo poderoso: distorsionada pero aun reconocible, “Star Spangled Banner” flotó en el aire húmedo de una mañana que ponía fin a una época; era el adiós a un himno histórico en la alborada de otro que nunca llegaría.

Aquellos nuevos Padres Peregrinos no escapaban de una Europa intolerante ni eran víctimas del racismo estructural. Su mayor enemigo era el seductor consumismo americano sostenido en la razón fordista. La efímera nación de los hijos de la abundancia quiso así prescindir de cualquier lujo; tras su aspecto dionisíaco hubo allí en realidad un ejercicio de ascesis franciscana: basta sólo con recordar que, más allá del comercio póstumo que llegaría con el mito cultural, nada estuvo realmente en venta en esas tres jornadas de sonido, lluvia y barro. Si no fuera por los helicópteros arrojando comida a los jóvenes centauros, los habitantes de la nación imaginaria hubieran desfallecido de hambre antes de la finalización del festival.

III

¿Se puede encontrar un estilo de vida autónomo y autosostenido por fuera de la cultura dominante? Esa es tal vez la gran pregunta que nos dejó la Nación imaginaria de Woodstock. Para los movimientos “verdes” y ecologistas, la utopía encarnada por aquel medio millón de personas significó un enorme apoyo a la causa. Según los críticos marxistas educados en la Escuela de Frankfurt, el festival no podía ir más allá de sus límites intrínsecos, su insalvable contradicción (La excepción fue Herbert Marcuse, padre intelectual de los hippies). Y para quienes prefirieron ver al rock sólo como movimiento musical, en el verano del 69 empezó a gestarse un relevo generacional, aunque tal vez no tan productivo como el que había visto nacer a los tres grandes ausentes en la granja de Yasbur: The Beatles, The Rolling Stones y Bob Dylan.

Como las grandes gestas revolucionarias hoy vistas con cierta melancolía, la Nación Woodstock representa en el siglo XXI aquello que en el siglo XX aún parecía posible de llevar a la práctica, al menos por tres días: la apoteosis del hipismo, su gran movilización de contracultura en los bordes de la sociedad capitalista. En ese sentido, la discusión sobre su éxito o su fracaso resulta inadecuada si no la consideramos en relación a los propósitos de sus actores, más interesados en sostener un “estilo de vida” paralelo o alternativo que en tomar en cielo por asalto.

En su libro Melancolía de la izquierda, Enzo Traverso explica el fenómeno de la bohemia del siglo XIX en términos quizá no muy diferentes a los que, en la escala masiva de los años 60, pudieron emplearse para describir al hipismo y su gran corolario en Woodstock: “Con su actitud antiburguesa, la bohemia exhibe un aspecto característicamente romántico. Expresa el intento de revivir, en la época de la modernidad, una comunidad que escape a las restricciones del dinero, el mercado y la razón de ser burguesa, utilitaria y calculadora, y opone sus valores cualitativos al universo cuantitativo gobernado por las leyes de la producción para el mercado.”

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