Sergio Pujol

Al principio, Soda Stereo no nos gustaba, dicho esto con cierta pretensión de vocero generacional. Puestos a la defensiva contra todo lo que oliera o sonara a posmodernismo – que en música se relacionaba con el reciclaje y el bricolage, pero también con la levedad y la falta de pasión -, las primeras canciones de Gustavo Cerati eran gélidas y perfectas, sencillas armónicamente – eran años de petulancias tonales y atonales – y un tanto esquemáticas en sus ritmos, si bien nadie podía negar que Charly Alberti era un baterista radiante. 

Pues bien, estábamos equivocados, si acaso se puede hablar así del gusto artístico en un momento determinado de la vida. Habíamos cometido el mismo error de apreciación con Virus, un par de años antes. Tal vez lo que más no molestaba era el nuevo status de música masiva que acababa de conquistar el rock argentino. Aquella música secreta como la poesía, que “no se vende… porque no se vende”, de pronto invadía el centro de la escena mediática, con esos video-clips que hacían indistinguible la frontera entre la contracultura y la cultura de masas; entre el mundo según Frank Zappa y el mundo según MTV. ¿Qué el álbum  Signos parecía un “grandes éxitos” de una banda pop internacional? Nos importaba un bledo. 

Afortunadamente, la belleza de aquella música, tan bien tocada y tan bien cantada, pronto conquistó a todos los adeptos posibles: a los incondicionales (fans), a los ocasionales (de menú sonoro variopinto y escucha de atención flotante) y a los desconfiados (cazadores infatigables del nihilismo del fin de la Historia). El arte de la canción de Gustavo Cerati se desprendió entonces de sus posibles referentes, en un gesto de autonomía artística infrecuente en cualquier escena musical del mundo. Y ya no sirvió de nada rastrear influencias o tratar de entender el fenómeno local con explicaciones globalizadas. Incluso la tan mentada – y tardía – comparación con Spinetta resultaría inoperante: dos poéticas diferentes, por más que en ambas sobrevolaran metáforas esquivas.

La música de Soda Stereo se impuso de modo asertivo. ¡Qué bien sonaba ese trío, con cuánta independencia de los gadgets electrónicos se movían sus integrantes! En ese sentido, Soda Stereo compartía con Los Redondos la destreza del vivo, el reto bien asumido de hacer música en tiempo y espacio reales. Pero todo eso sucedía sin perder esa misma cualidad de superficie muy pulida que al principio nos había maldispuesto. Sucedió que esa superficie tenía su reverso. Y que las canciones de Cerati goteaban ironía incesantemente.  En fin, que las cosas no eran exactamente como parecían. Que la sensualidad expectante de “Persiana americana” escondía más crítica que frivolidad. Que el mareo del que quería escapar el personaje de “Nada personal” remitía al sujeto angustiado de “Viernes 3 AM”. Que por más que el trío trabajara con obsesión su imagen, su look, su fotogenia escandalosa, su vicio por las pasarelas del estrellato, la fauna de sus canciones era tratada impiadosamente, con lo cual la mordacidad se refractaba en ese mundo “ochentoso” y volvía, lacerante, sobre los propios emisores. Y este era un gesto de mucha audacia. Al fin y al cabo, ¿de qué servía pertenecer al jet-set?; ¿por qué resultaba tan difícil superar los amores de música ligera?; ¿qué clase de hombres y mujeres vivían inmersos en la “nada dietética”?; ¿hasta dónde había que caer para tocar fondo en la ciudad de la furia? Al menos hasta Canción animal, el potente disco que adelantó algunos tópicos y algunas sonoridades de los 90, la obra de Cerati abordó con luminosidad y cierta sofisticación los aspectos más contradictorios de la democracia recuperada. “El régimen se acabó”, había celebrado el primer disco, en clima de fiesta. Pero la vida seguía siendo una cosa complicada. La letra de “Prófugo”, por caso, pintaba un panorama desolador: sin caminos, sin dioses, sin esperanza.

Es posible que al participar del disco de Leda Valladares Grito en el cielo, Cerati haya querido pegarse un baño de bagualas ancestrales, lejos la locura masiva que había despertado Soda Stereo en la Argentina y en buena parte de América latina. Era un escape físico y espiritual. Un viaje en busca de sanación. Pero también era una manera de advertirle a cierto sector de su público que la figura del joven moderno y posmoderno (sólo en el rock estas categorías parecían equivalentes) era también una construcción artística. Y como tal, una estrategia para decir cosas poco agradables, nada corteses. De todas las frases de despedida que escuchamos en estos días, la de Palo Pandolfo fue al fondo del asunto: “Liberación, zafaste de la ciudad de la furia”. Fue la liberación de un estado triste de salud, pero también de esa realidad que Cerati interpeló con una obra original y un tanto misteriosa.

Aun no sabemos qué canciones de Soda Stereo formarán parte del clasicismo del futuro. ¿Quién puede imaginar el canon artístico del mañana? Por lo pronto, varias de esas canciones hoy nos ayudan a entender, como pocos artefactos culturales de su tiempo, cómo se pudo ser cuestionador y masivo (rockero y pop) en el país comprendido entre Alfonsín y Menem.   

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