Por  Sergio Pujol

I.

Primavera 2015. Mientras escribo estos apuntes, me llega por mail una invitación para ir a escuchar a Leo Genovese, joven pianista de Venado Tuerto radicado en los Estados Unidos que viene cosechando elogios desde hace un par de años. En el anuncio de su presentación porteña se indica que actualmente Leo se desempeña como pianista y arreglador de la contrabajista y cantante Esperanza Spalding, niña mimada de la crítica internacional. Quizá en otro momento del acontecer del jazz en la Argentina la presencia de un compatriota en la banda de una figura mundialmente consagrada habría sido remarcada una y otra vez, con ese énfasis para el incesante autodescubrimiento al que parecemos ser tan afectos los argentinos. Pero en estos días el dato no llama demasiado la atención; en todo caso, es el talento de Genovese, autonomizado de referencias externas, lo que concita interés.

Hagamos un brevísimo repaso de los más recientes argentinos por el mundo. A lo largo de casi diez años, el pianista y compositor Guillermo Klein dirigió en más de una oportunidad su brillante ensamble, Los Guachos, en el acreditado Village Vanguard de Nueva York. Al frente de su propio grupo, el trompetista Diego Urcola, que venía de grabar el  exquisito Mates, se presentó recientemente en Smalls, el club de jazz neoyorquino más cool del momento. Mientras tanto, la música del contrabajista Pablo Aslan, que virtuosamente amalgama evocaciones tangueras con enfoque jazzístico, está muy asentada en la escena estadounidense. Y así podríamos seguir un rato, sin necesidad de remontarnos a la generación de Carlos Franzetti o a la de Leandro “Gato” Barbieri.

Vale la pena observar que ninguno de los músicos nombrados toca “latino” en el sentido que lo entiende el público norteamericano. Por supuesto, la presión catalogadora de la industria cultural no ha desaparecido, pero es menos determinante que en otros tiempos. Recordemos que a fines de los años 50 la Columbia le rescindió el contrato a Enrique Villegas, por entonces radicado en Estados Unidos, donde lideraba un trío con Milt Hilton en contrabajo y Cozy Cole en batería, por negarse a grabar un disco con temas del compositor cubano Ernesto Lecuona. Tampoco hay que olvidar que el primer trabajo que Lalo Schifrin consiguió en la cuna del jazz fue como arreglador de Xavier Cugat, para luego convertirse por un tiempo en el hombre “latino” de Dizzy Gillespie. (Por supuesto, Dizzy sabía más que Lalo de latinismos rítmicos, pero el argentino era un sudamericano, y además componía y arreglaba como pocos).

De cualquier manera, sería difícil demostrar que Argentina exporta a Norteamérica más músicos de jazz que otros países del mundo, si bien es cierto que, de toda la región, siempre fue el más interesado en el ejercicio de la música de improvisación. Quizá tampoco pueda afirmarse que sólo pasando una temporadita en las aulas de Boston se califica para tocar jazz como Dios y el arcángel Davis lo mandan. Hoy Berklee, la célebre escuela de música de Boston, se ha vuelto omnipresente. Como casi todas las cosas del saber, sus métodos de enseñanza circulan sin secretos ni restricciones. Si antes la del jazz era una didáctica intuitiva, basada en yeites transmitidos de modo informal y a veces un tanto secretos, hoy forma parte de programas de enseñanza, como el del Conservatorio Manuel de Falla. Por otro lado, en lo que respecta a recursos humanos, el mundo es un enorme emporio en el que cada disciplina artística puede extraer lo que le sirve y proyectarlo a un plano internacional. ¿Acaso uno de los pianistas más interesantes del jazz contemporáneo no es el indio-americano Vijay Iyer?

II.

En realidad, la verdadera noticia sobre el estado del jazz en la Argentina no es tanto su alta calificación según parámetros internacionales como la enorme productividad de la escena local. Por lo pronto, en la oración anterior hay una palabra clave, muy usada hoy en los estudios culturales: “escena”. La escena es algo más que un concepto espacial: es una dinámica entre lo local y lo global, un contexto de prácticas culturales que vincula determinados actores a un determinado lugar. En este sentido, el verdadero desafío de los músicos argentinos de jazz es terminar de definir su propia “escena”, allí donde convergen músicos, críticos, público(s), medios y algunas cosas más. El desafío se potencia cuando descubrimos una enorme paradoja: nunca antes hubo en la Argentina tanto jazz como ahora, y nunca como en estos días el jazz pareció importar tan poco a tanta gente.

Frente a espectáculos tan enternecedores como la redención del tango, el largo canto de cisne del rock, la celebración de la cumbia como insospechada contracultura y la infinita capacidad de renovación del folclore, el jazz aparece un tanto relegado en el menú de nuestros consumos culturales. Pero esto es sólo una impresión, que obviamente no amilanará a una música acostumbrada a cierto destrato de los mercados y sus amanuenses, los medios. Basta con explorar un poco más allá de la gran cartelera para concluir que pocas músicas como el jazz, si acaso alguna otra, han brindado tantas buenas y refrescantes novedades a la vida cultural argentina del siglo XXI. El jazz argentino no conoce la fatiga. Aun cuando muchos no lo estén haciendo realmente, los intérpretes del género abordan sus músicas como si antes de ellos nadie hubiera tocado de ese modo. Esa energía brota en nuevas big bands – el regreso del formato histórico es una realidad -, en algunas cantantes a las que ahora sí les creemos la pronunciación del inglés y en un sinfín de pianistas, guitarristas y sopladores de vientos, pero sobre todo de bateristas y contrabajistas.

Por lo pronto, un elemento no menor en la configuración de una escena argentina de jazz – aquí habría que aclarar, nunca está de más, que no todo transcurre en Buenos Aires – es la presencia de algunas discusiones en torno a su identidad. Un reciente libro de la investigadora Berenice Corti visualiza con agudeza el tema: ¿qué pasa con el jazz argentino, esa música “negra” del país “blanco”?”A diferencia de otras músicas populares argentinas”, observa Corti, “el jazz como práctica musical local no ha sido asociado a los discursos de construcción de las músicas nacionales que cumplieron y cumplen un rol de afirmación de las identidades locales en el marco de los proyectos latinoamericanos de Estado Nación en el siglo XX”[i]. A esta constatación podría seguirle una aclaración obvia: el jazz nació y creció en los Estados Unidos, nunca fue ni pretendió ser argentino. Sin embargo, tampoco lo era el rock en su origen, y desde hace al menos 30 años hablamos de un rock nacional sin creer que se trate de un oxímoron. ¿Qué impidió, a lo largo de tantos años de práctica en el país, y más allá de su innegable influencia sobre otras músicas (la de Astor Piazzolla, por caso), que el jazz pudiera ser objeto de apropiación local?

No hace falta ser un baqueano de boliches porteños de jazz para llegar a la conclusión de que no existe consenso sobre la existencia de un jazz argentino entendido como estilo o subgénero artístico. Un pianista como Ernesto Jodos o un trompetista como Mariano Loiacono desarrollan su inventiva jazzística sin que se les cruce por la cabeza que la misma pueda tener alguna deuda con tradiciones argentinas. Lo mismo podría decirse de la estupenda pianista Paula Shocron – aunque su primer disco cruzaba con ingenio al Cuchi Leguizamón con Monk – o del saxofonista y docente Carlos Lastra. En cambio, el grupo Escalandrum del baterista Pipi Piazzolla – que sea nieto de Astor no es una mera anécdota familiar –, el pianista Adrián Iaies o más recientemente el pianista Hernán Jacinto han producido, cada uno por su lado y con diferentes grados de compromiso con sus materiales, corpus discográficos impregnados de patrones rítmicos y elementos gramaticales del tango, el folclore e incluso el rock nacional. También podríamos mencionar en este grupo al trompetista Juan Cruz de Urquiza, que en Indómita luz aplicó con imaginación ideas de jazz a las canciones de Charly García.

Todo este sucede sin dogmatismos, en un saludable clima de libertad artística. En los últimos discos de Iaies – pensemos en el notable Cada mañana te trae, con un drumless trío con Mariano Loiacono en flugelhorn y Juan Bayón en contrabajo – se impone la composición original sin mayores rastros “argentinos”; lo mismo puede decirse de los trabajos de Pipi Piazzolla por fuera de Escalandrum, como el experimental Transmutación, con Lucio Balduini en guitarra eléctrica y Damián Fogiel en saxo tenor).

El debate, si bien algo sofocado por el concierto grosso de la música nacional – curiosamente, los músicos argentinos de jazz no fueron invitados a los sin duda espléndidos festejos del Bicentenario -, es interesante y contribuye  a reafirmar esa escena por la que, noche tras noche, pasan tantos y tan buenos músicos. Desde luego, la discusión era impensable hace 20 ó 30 años, cuando los músicos de jazz no estadounidenses deseaban sonar del modo más estadounidense posible, así como muchos blancos norteamericanos querían sonar como afroamericanos. En aquel tiempo, preguntar por la identidad nacional de un intérprete de jazz resultaba tan inapropiado como indicar algún rasgo de estilo argentino en la manera en que Martha Argerich ejecuta la Toccata de Prokofiev. La situación ha cambiado, qué duda cabe. La interrogación por aquellas marcas que pertenecen al patrimonio cultural sudamericano se hace presente en los planos articulados de la escritura y la interpretación,  toda vez que el jazz se define como género musical a partir de la improvisación sobre un determinado material.

Quizá no estemos ante una problemática exclusivamente argentina: sabemos de la idiosincrásica producción jazzística italiana, por ejemplo (¡caramba, qué bueno es el jazz italiano!), a la que se le atribuye, de manera un tanto reduccionista, una especial predilección por la belleza melódica. En el contexto latinoamericano, el caso cubano es bien interesante, ya que la vigorosa escena afrocubana ha intentado, no siempre con éxito, diferenciarse del muy panamericano jazz latino. Esa tensión entre lo “cubano” y lo “jazzístico” es un elemento fundamental para la productividad musical de los cubanos.

Se sabe que la Argentina es un país que ha vivido obsesionado por la cuestión del “quiénes somos”, hoy seguramente formulada con más delicadeza que en otros tiempos. Después de haber transitado por los mundos de la literatura, las artes plásticas, la música académica y ¡el rock!, el tema parece haber llegado, con su carga política, a las aguas del jazz. Pero este énfasis en la acentuación de lo propio no puede hacernos olvidar que antes, desde su irrupción en los años veinte hasta las cercanías del fin de siglo, el jazz fue, en primer y vigoroso término, una “alteridad cultural”. Y que la historia de esa alteridad terminó constituyendo la memoria algo desenfocada del hoy llamado jazz argentino.

Unos meses atrás, el contrabajista y compositor Jorge López Ruiz pudo reestrenar en el auditorio de Belgrano su Bronca Buenos Aires, originalmente grabada en 1967. Lo mismo hizo Alberto Favero con su Suite Trane de 1969. La reafirmación de que, más allá de hipotéticos tintes originales, existió una producción jazzística local que tal vez merecería la pena ser revisada con más  cuidado coloca en otro lugar el tema de la identidad, dotándolo de un espesor histórico. Más histórico que esencialista. Más de escena que de contenido.

III.

Un factor que suele citarse a la hora de intentar comprender la expansión del jazz argentino es el económico.  El fuerte contraste entre la economía abierta del “uno a uno” y las restricciones al consumo que trajo el nuevo siglo llevó a la sociedad a una readaptación en sus pautas de  consumo y a un “vivir con lo nuestro”, según la ilustrativa frase de Aldo Ferrer. La música en su conjunto no escapó a las nuevas condiciones. Por un lado, de la abultada cartelera de visitas internacionales de los años 90 se pasó a una época recesiva. En sentido inverso, los viajes turísticos fueron reemplazados por los viajes de los exiliados “económicos”. Desde luego, los CDs importados cesaron de entrar, si bien el hábito de “bajar” música por internet o de escucharla directamente desde la red le permitió a los más despabilados seguir en contacto con la información artística del exterior.

Bajo esas condiciones, los músicos argentinos de jazz se vieron estimulados a producir un arte sonoro menos subordinado a los modelos internacionales y con una base compositiva más interesante. Al principio, el siempre escaso mercado de jazz en la Argentina pareció acompañar la tendencia. En 2002 hubo record de edición de discos de jazz de músicos argentinos, mientras medios gráficos de gran alcance, como La Nación, Clarín y Página 12, reservaban secciones semanales a la cobertura de la actividad del jazz local. Finalmente, un fenómeno propio del mundo jazzístico terminó de instalar la idea de que efectivamente existía una escena de jazz argentino: el festival.

Al cronograma de encuentros de jazz tradicional que venía de los años 70 y 80 (La Pampa, Mar del Plata, Mendoza, etc.) se fueron sumando emprendimientos que auscultaban la modernidad del género. Eso hicieron y siguen haciendo los festivales de Rosario, Santa Fe, El Bolsón, Salta, La Plata, Banfield, Tandil y Ushuaia, mientras en Buenos Aires, a lo largo de distintas gestiones municipales, fue cobrando forma un encuentro anual de cartelera internacional: el hoy afamado Festival Buenos Aires Jazz, con curaduría de Adrián Iaies.

Si bien las discográficas independientes no eran cosa totalmente nueva en la década de 1990 – Trova y Redondel, y en época más cercana Melopea y Epsa son capítulos interesantes-, nadie desconoce que el abaratamiento de las tecnologías de registro y edición de sonido volvió más accesibles la grabación y la edición de catálogos poco o nada comerciales. De ahí que hoy no exista recital de jazz sin una mesita con discos a lado de la boletería.

Destaquemos aquí tres sellos. Desde Rosario, el periodista Horacio Vargas fundó Blue Art, un magnífico emprendimiento que supo capturar las músicas de Gerardo Gandini, Ernesto Jodos y el escurridizo Horacio Larumbe, además de la producción seleccionada de los artistas rosarinos. Focalizado en el jazz de la nueva generación, BAU Records, del músico Fernando Tarres, motorizó los primeros discos de Luis Nacht, Rodrigo Domínguez, Mariano Otero, Ricardo Cavalli, Guillermo Bazzola, Ernesto Jodos,  Pepi Taveira y muchos otros. Podría afirmarse que el catálogo de BAU devino en una suerte de “quién es quién” del jazz en la Argentina de los últimos 15 años. Por último, el sello   Rivorecords llegó al mundo con el propósito de que músicos jóvenes, como Francisco LoVuolo y Paula Shocron, se tomaran un descanso de sus “originales” para aborda el repertorio de los standards. Acompañando esta zona un poco secreta de la industria cultural, la revista online Argenjazz devino en el principal medio dedicado a informar y reseñar las nuevas producciones.

En cuanto al “vivo”, en la ciudad de Buenos Aires el vapuleado circuito de clubes de jazz – la tragedia de Cromagnon extendió sus efectos sobre toda la actividad nocturna – se mantuvo medianamente activo con sitios ya clásicos, como  Thelonious y Notorius, los flamantes Bebop y Café Vinilo, y el inoxidable ciclo Jazzología de Carlos Inzillo. ¿Cómo se conformaron esas carteleras? No sin disputas, claro. Como suele suceder con todo movimiento nuevo, al principio algunas de las apreciaciones con las que los debutantes fijaron un marco de pertenecía artístico y generacional fueron un tanto injustas con el pasado, como si Enrique Villegas y Oscar Alemán hubieran vivido en la prehistoria. A su vez, los músicos ya asentados no parecieron interesarse demasiado por los emergentes, salvo excepciones como las de Norberto Minichilo, Eduardo Casalla o el un poco más joven Enrique Norris.

Pero con el tiempo las cosas se fueron acomodando. Varios exponentes de la “vieja guardia” fueron reconocidos por los recién llegados, mientras algunos veteranos se declaraban admiradores de varios instrumentistas jóvenes. Prueba de esto último fueron el llamado de Jorge Navarro a Guillermo Romero para recrear el dúo de pianos que el primero había sabido formar con el fallecido  “Baby” López Furst y la convocatoria a instrumentistas nóveles con la que el repatriado Jorge Anders formó su big band porteña.

En un debate sobre la situación del jazz en la Argentina, Fernando Tarres abordó el tema generacional de manera equilibrada: “Quizás por primera vez en mucho tiempo se ha producido la acción simultánea dentro de la misma escena y con la misma intensidad de tres y a veces hasta cuatro generaciones de músicos. Músicos y sus descendientes hoy forman parte de una misma escena, compiten en el plano comercial y colaboran en el artístico. Esta especie de movimiento, que se está gestando, recibió un gran impulso de esa convivencia.”[ii]

Si, como observó Eric Hobsbawm, en sus inicios el jazz supo expandirse por el mundo a una velocidad comparable a la del Islam en la Edad Media, está claro que en la actualidad su dispersión geográfica produce algo más que réplicas de un modelo dominante. La autoridad de la Meca se ha esmerilado ¿No es esta la gran paradoja estética de la globalización? Pero la cuestión no pasa por confrontar diferentes escenas “nacionales” en una competición que seguramente seguiría coronando a los Estados Unidos como el campeón universal del jazz. El tema de fondo es que ya no existe un centro cultural que imponga de modo inapelable el peso de sus propias tradiciones, por más hermosas y entrañables que algunas de esas tradiciones nos sigan  pareciendo.

[i] Berenice Corti, Jazz argentino. La música “negra” del país “blanco”, Gourmet Musical, Buenos Aires, 2015.

[ii] “La cultura argentina hoy. El jazz”. Ciclo de debates organizado por la Secretaría de Cultura de la Nación. Página 12, Buenos Aires, 9 de setiembre de 2006.

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