SHADOWS IN THE NIGHT de BOB DYLAN

Por Sergio Pujol

“Filas interminables de relucientes portadas de elepés con la misma imagen todas ellas: un grupo de jóvenes, varones en su mayoría, con ropas y cara de alguien al que se le ha aplicado la ley de vagos y maleantes, me miraban como diciendo: vamos por ti, abuelo.” Así describía Philip Larkin el espectáculo de una disquería londinense en 1971. Arrinconado, el viejo oyente de jazz – como el gran escritor que era, Larkin sobreactuaba un poco el conflicto, pero no lo había soñado – sentía que al mundo ya no le cantaban las canciones del Tin Pan Alley.

De las muchas cosas que hay para decir de Shadows in the night, el nuevo y sorprendente disco de Bob Dylan, sobresale el hecho de que quien canta ahora gemas del repertorio de Frank Sinatra supo ser a mediados de los años 60 uno de los principales verdugos del Great American Songbook. Despojado de todo sentimentalismo – salvo de aquel que provenía, un tanto lejanamente, de viejas baladas campestres –aquel genial cantautor creaba sobre un ethos  y una forma muy diferentes a los de “I´m a fool to want you”, “The night we called it a day”, “Stay with me”, “Autumn leaves” y las otras declaraciones románticas de Shadows… (Para medir diferencias sin salir de 2015, bastará con comparar el nuevo lanzamiento con The Basement tapes. Raw, el volumen 11 de la encantadora The Bootleg Series que nos retrotrae al Dylan secreto de 1967).

Sin originales de su invención y administrando con cierto pudor el timbre raspado de su voz, Dylan canta mansamente, como si a esas canciones las estuviera recordando mientras las deletrea. Parece suplicar con ánimo de spirituals allí donde el Sinatra más melancólico confesaba su amor. Y canta sobre una idea instrumental totalmente diferente a la dominante en tiempos del gran arreglador Nelson Riddle (Al que Dylan admira incondicionalmente, dicho sea de paso). ¿Qué tenemos aquí? Hay dos guitarras rítmicas y una solista con técnica slide a cargo del creativo Donny Herron. Las notas ligadas del slide sostienen un fondo sin puntuación. También hay una sección de vientos fantasma, que sólo aparece en caso de que, ante la escandalosa ausencia del piano, alguna canción – “That old lucky sun”, por ejemplo – reclame una mayor corpulencia armónica: una trompeta, un trombón y un corno francés. La batería está racionalizada casi a su grado cero: estas canciones se deslizan, no saltan.

Completamente autonomizado de las reglas de producción de la era digital – prefirió grabar con su sexteto en vivo en los estudio de Capitol, como se hacía en otros tiempos -, Dylan escapa con lucidez de la fórmula del cantante pop que juega, sólo por un rato, al crooner; o al rocker apaciguado que le perdona la vida a Larkin de la peor manera posible: vulgarizando aquello que el escritor amaba. Dylan, en cambio, no viaja al mundo de Sinatra para reivindicarlo. En realidad, son las canciones alguna vez bendecidas por Sinatra las que parecen venir imantadas al territorio de Dylan. Es cierto que ese territorio se viene moviendo desde los 60, pero quizá no tanto como afirman algunos críticos deleitados con el término “reinvención”. En ese sentido, vale saber que ya a mediados de los años 70 Dylan quiso hacer este disco. En ese momento, los productores de la CBS le aseguraron que no iba a andar. Quizá tenían razón.

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