Leandro Gato Barbieri (1932-2016)

Por Sergio Pujol

Buenos Aires, otoño de 1973. Pocas semanas después del triunfo de la fórmula Cámpora-Solano Lima, en un hotel del centro porteño, Julio Cortázar y Leandro Gato Barbieri conversan animadamente – en realidad, el ánimo verbal parece estar todo del lado del escritor- sobre jazz y política. Acaban de conocerse. Los presentó el periodista Nano Herrera. Al cabo de un rato, cae otro famoso: el cineasta brasileño Glauber Rocha, integrante principal del movimiento Cinema Novo. Glauber es amigo de Gato desde 1962, cuando a instancia de su mujer Michelle el argentino decidió probar suerte más allá de una Buenos Aires que ya no parecía esconder secretos para él.

Coinciden en un momento clave para ellos, y para el país. Cortázar volvió a la Argentina para presentar El libro de Manuel mientras Gato se apresta a brindar un concierto en la sala Martín Coronado del TMGSM y a grabar el disco Chapter One: Latin America!, el primero con músicos argentinos después de muchos años. En cuanto a Rocha, acaba de estrenar Barrabento y está trabajando en el guion de Deus e o Diabo na Terra do sol. En el encuentro, Cortázar elogia a Barbieri, que viene de ser ovacionado en el festival de Montreux. Le cuenta cómo, diez años atrás, dio con su nombre en los créditos de la versión cinematográfica de su cuento “El Perseguidor”. Quién ahí tocaba el saxo conocía bien a Charlie Parker, pensó Julio aquella vez, y ahora se lo dice a Gato, que escucha con respeto – los separa una generación -, asiente de vez en cuando y agrega alguna cosa parcamente, como si se ahorrara el aire para soplar en su próximo concierto. Por ahí tercia Rocha, pero no tanto para hablar de música y cine, sino más bien del momento expectante que vive el continente.

En una tardecita de la Argentina de los 70, una tertulia de trazo alegórico: el escritor del boom, el realizador de un cine revolucionario, el saxofonista de la nueva hora de los pueblos… Pero si uno no conociera el derrotero de Gato podría preguntarse, válidamente, aceptando de antemano que los otros dos están en el sitio y el momento correctos, ¿qué hace ahí un saxofonista de jazz? ¿Qué tienen para decir él y la música improvisada sobre América latina?

Como todo gran artista, Barbieri desplegó su obra a lo largo de períodos sucesivos, que hoy, entristecidos por la noticia de su muerte, podemos entender como diferentes territorios de un mismo planeta. Hubo un Gato del bebop, descollante en la Buenos Aires de los sueños desarrollistas. Otro del free-jazz, inmigrante en Italia, amigo de Don Cherry y vanguardista intransigente (Búsquenlo en Complete Communion, de 1965). Luego vino el Gato de esa joya perenne titulada, sin inocencia, Third World. Grabado en 1969 con un sexteto que tenía a Charlie Haden en el contrabajo, el disco tuvo una brava descendencia (Bolivia, Under fire, Fénix, Pampero, Chapter One: Latin America!) apenas interrumpida por la sentimental melodía de Último tango en París. Más tarde, al mudar de sello, Gato cambió también la orientación de su música. Grabó, con producción de Herb Alpert, Caliente! – lo definiría como su disco favorito – y a partir de ahí una serie un tanto anodina de álbumes que, según daba la impresión, podía hacer de  taquito.

Pero en sus actuaciones en vivo, que se prolongaron por largos años – el Blue Note de Manhattan lo cobijó hasta el final -, Gato nunca abandonó la impronta tercermundista. Renuente a ser incluido en el lote del jazz latino – acaso porque, salvo en Chapter Three: ¡Viva Emiliano Zapata!, su música prefirió poner en valor el mundo indígena sudamericano antes que la prole rítmica del Caribe -, en cierto modo había quedado anclado en los años 70. Mentalmente nunca abandonó su cita con Cortázar y Rocha.

Pocas figuras de nuestra adolescencia despertaron tanta atención. Del mismo modo que a Piazzolla lo sabíamos un excomulgado del tango, intuíamos que ese argentino por el mundo, con invariables sombrero, anteojos negros y pañuelo al cuello, que tocaba volcando su cuerpo hacia atrás, como si la correntada que provocaba su propio aliento amenazara con desprenderlo para siempre de su instrumento, no era del todo bienvenido en la cofradía del jazz local. Se contaba que en sus años mozos no había quién pudiera con él. Que, cuando tocaba, sus ocasionales compañeros se distraían de sus propios instrumentos, embelesados por improvisaciones brillantes. Pero esos elogios, siempre conjugados en pasado, implicaban un enjuiciamiento al nuevo Gato. La fama y el éxito, dos palabras un tanto esquivas en el léxico del jazz, lucían como pruebas incriminatorias. Desde que coqueteaba con los ritmos criollos y mestizaba el free jazz con instrumentos sudamericanos – generalmente ejecutados por músicos externos al género, como Domingo Cura, Antonio Pantoja, Dino Saluzzi y Raúl Mercado – Gato, según muchos creían, había malversado su talento jazzístico.

Justamente, era la reinvención tercermundista e izquierdista, tan elogiada por críticos franceses y norteamericanos, lo que más nos atraía de aquel Gato modelo 70. Que en su repertorio sonaran, como mantras de un mapa político expoliado, temas de nuestro folclore (“Luna tucumana” – rebautizado “Yo le canto a la luna”-, “Juana Azurduy”, “Merceditas” o “Vidala triste”) era algo emocionante. También había en sus discos música de Brasil y de Bolivia. Gato nos invitaba a volar con la imaginación lejos del nativismo asfixiante, los grandes valores del tango y el jazz perezoso que copiaba discos. Pero también nos liberaba del pop solamente entendido como catarsis juvenil. “Gato Barbieri, el argentino más progresivo”, titulaba la revista Pelo en marzo del 73.

Su saxo huraño y a la vez cálido, agresivo y entrañable, emparentado con los de John Coltrane y Albert Ayler, gritaba aquellas melodías a los cuatro vientos para mostrar que no sólo con standards o canciones afroamericanas se podía tener ciudadanía jazzística. Con su poética, la expresión “Tercer Mundo”, que hasta entonces sólo conocíamos del lenguaje geopolítico, emergió como un Norte en el horizonte de la música de improvisación.

Es probable que la abundancia de fusiones y maridajes ocurridos en América latina en los últimos años impida percibir con justeza el tamaño de la osadía con la que Gato le imprimió al jazz una inflexión local, de parámetro continental. En otros tiempos, el jazz poco y nada sabía del Tercer Mundo, y este sólo sabía del jazz entendido como mimesis o interpretación de un “contenido” surgido en los Estados Unidos. A partir de Gato, la historia dejó de escribirse en un solo idioma.

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