Sergio Pujol

La mañana del 31 de diciembre de 1987, Miles Davis y su guitarrista Foley McCreary volaron de New York a Minneapolis. El federalismo norteamericano, algo para envidiar: no obstante la increíble dotación musical con la que contaban la Gran Manzana y Los Ángeles, a fines de los 80 el centro de la música pop parecía estar a poco más de 2 mil kilómetros al noroeste de Manhattan, en las viejas tierras de los sioux dakota. En realidad, se trataba de la efusión sonora concentrada en un solo artista todavía llamado Prince, orgulloso nativo de aquella ciudad.

Especialmente invitado por una estrella pop de 29 años a la que no dudaba en calificar como el nuevo Duke Ellington – en su ranking de elogios, éste era imbatible -, Miles aceptó la invitación a conocer los nuevos Paisley Park Studios, una manzana entera con diferentes salas de grabaciones y equipos de cine. De paso, participaría de un evento de fin de año destinado a recaudar fondos de ayuda a los homeless de la ciudad. Una bicoca: por 200 dólares la tarjeta, jóvenes millonarios y melómanos acreditados podrían disfrutar de una velada con música, tragos, mujeres hermosas y  al menos un par de superestrellas, empezando por el dueño de casa, imposibles de superar. Pero no era exactamente la beneficencia, ni mucho menos el mandamiento de vida cool, lo que empujó a Miles a jugar de invitado, un rol que solía resultarle esquivo. Realmente quería conocer el locus de la genialidad principesca. Quería fisgonear la fábrica de sueños lúbricos con la que Prince había revitalizado el mundo del rock y el pop.

Quedó encantado con lo que allí vio y oyó. Se sorprendió por la tecnología sonora que Prince disponía en sus propios estudios – capricho inalcanzable para un jazzman, incluso si ese jazzman se llamaba Miles Davis -, la amabilidad del anfitrión y el poder sin igual de su convocatoria. A medianoche, mientras en otras ciudades del país millones de estadounidenses despistados contaban los segundos que los separaban del año nuevo, Miles Davis brindó un toque diferente al show. Subió con su trompeta mortecina no bien Prince finalizó la interpretación extendida y cruzada de “Purple rain” y “Auld Lang Syne”, la típica balada de fin de año. El set duró unos pocos minutos, pero podemos imaginar los encenderos prendidos y la expresión azorada en los rostros testigo. Unos meses después, Miles retribuyó la atención invitando a Prince a su cumpleaños número 62. Había nacido una amistad.

La conexión Miles Davis-Prince es un tema tópico en la narrativa de la música popular posterior a los años 80. (O mejor dicho, el tópico vendría a ser Miles Davis-músicos de rock.) En la mayoría de las notas que se escribieron por la penosa noticia de la muerte de Prince, el link “Miles Davis” tuvo una doble función. Por un lado, sirvió para poner los méritos artísticos del fallecido en un contexto más amplio, esa extraterritorialidad crossover que tanto gusta en nuestra época. Pero también se utilizó con un sentido más riguroso, ya que de la apretada lista de figuras pop alguna vez elogiadas por el trompetista, la de Prince ocupó un lugar destacado. Destacadísimo.

En un músico tan económico en palabras como en sonidos, que solía ser demoledor con aquellos artistas que no eran de su agrado, por más universalmente consagrados ó venerados que estos fueran, asertos como “el Duke Ellington de este tiempo”, “Aprendo cosas de Prince” ó “Prince es un pequeño genio como Chaplin” resultan bastante sorprendentes. En su autobiografía, Miles menciona a Prince 14 veces – John McLaughlin, con el que tocó y grabó bastante, sólo figura en 3 oportunidades, si bien de modo laudatorio – y en algunos reportajes en el último tramo de su vida no tuvo empacho en reconocerse como su admirador incondicional.

Nunca antes había hecho algo así. Con Hendrix había estado a punto de grabar un disco, pero su elogio tenía algo de paternalismo: el sabio músico de jazz que encuentra un diamante en bruto, del mismo modo que, en 1919, el director sinfónico Ernst Ansermet había creído escuchar en el rústico clarinete de Sidney Bechet el sonido del futuro. Con Marvin Gaye, James Brown y Sly Stone, cuyas músicas sin duda lo habían impresionado, la afinidad era distante; no imaginaba trabajos de colaboración ni un trato personal con intérpretes cuyos niveles de popularidad entre el público negro reconocía – y quizá envidaba, también – pero que giraban en ámbitos diferentes al suyo. De Michael Jackson decía cosas fantásticas, pero entre sus respectivas concepciones musicales había un sinfín de diferencias. Evidentemente, Prince era otra cosa.

Ya en 1982 Miles había fichado al extraño mulato de Dirty mind. Cuenta la leyenda que fue el productor Tomy LiPuma el que le sugirió que buscara un acercamiento al nuevo sonido de Minneapolis, si acaso quería relanzar su carrera con todos los bríos, después del retiro de cinco años que lo había vuelto monumento antes de tiempo. Que ambos fueran artistas del sello Warner fue una circunstancia que favoreció el acercamiento. Sin embargo, las cosas no salieron del todo bien. Prince le envió el audio de una canción, “Cant play with U?”, a la que inmediatamente Miles le agregó su trompeta. Pero al escuchar la primera mezcla, y al tanto del rumbo musical que pronto desembocaría en el disco Tutu, Prince pensó que su tema no encajaba, y decidió retirarlo. Buena decisión, lo que demuestra que, más allá de las apariencias, la megalomanía no era su negocio. Paradójicamente, esto evitó una situación harto embarazosa – a Miles tampoco le había gustado el tema, pero tal vez no se hubiera animado a desecharlo – aunque hizo del encuentro Miles-Prince una promesa sin fin.

La inexistencia de una verdadera reunión cumbre entre dos poderosos signos de sus respectivos tiempos – esta oración habría disgustado a Miles, cuyo deseo imaginario siempre fue el de reconvertirse como signo de cada época que le tocó vivir – no nos impide reconocer las influencias recíprocas que hicieron de Prince y Davis las dos mayores fuerzas musicales de la segunda mitad de los años 80. Para el primero, Miles era un auténtico héroe cultural. La etapa electrónica iniciada con In a silent way y Bitches Brew, que lo convirtió en un muerto vivo para muchos de sus viejos admiradores, fue un gesto de audacia que formó parte de la educación artística de la generación crecida en los años 70. Por supuesto, el arte de Prince se nutrió de los climas enrarecidos de aquellos discos y extendió el uso de la electrónica funk a un grado de mayor sofisticación tecnológica, si bien siempre al servicio de la canción y con un sólido sentido compositivo.

Por su parte, Miles ponderaba en Prince algo que él no tenía: un amplio rango de destrezas. Compositor y arreglador, guitarrista y pianista, cantante y bailarín, actor y productor… Era el triunfo del virtuosismo negro en todas las categorías del mundo de la música y el espectáculo. En cuestiones de lenguaje musical, había también una gran curiosidad estilística. ¿En qué consistía la invención musical de Prince? ¿Cuáles eran sus secretos? Por ejemplo, ¿qué demonios hacía este muchacho con las líneas de bajo? Parecía eludirlas pero sin que dejaran de sonar de alguna u otra manera. “Me gusta  como Prince toma el bajo del teclado y lo dobla con el bajo tradicional, que es lo mismo que hace Marcus Miller”.

Indiscutido campeón del falsete, Prince creaba voces femeninas a través de su constante juego de ambigüedad sexual. Ni hombre ni mujer, del mismo modo que no era ni del todo negro, ni del todo blanco. Aquel falsete venía directamente del góspel, algo que fascinaba a Miles. El góspel vivía en Prince, pero de un modo perturbador. La canción sexuada cargada de éxtasis religioso era la clave del arte soul, y Prince, que la conocía como pocos, le había dado una vuelta de tuerca más transgresora. El biógrafo de Miles, el músico y crítico inglés Ian Carr, introduce en este punto una perspectiva más psicoanalítica: en un momento de asunción de su bisexualidad, después de haber confrontado durante largos años con la homosexualidad de su hermano Vernon, el macho Miles creyó ver en Prince la realización de su propio proyecto de liberación personal.

Quizá era tarde para empezar otra vida, para entrar a un nuevo siglo del modo radiante con que había recibido la llegada de 1988. Miles pertenecía a otra época, sus sueños de juventud se habían proyectado sobre otro horizonte de posibilidades. Otros valores de raza, sexo y música. Él lo diría a su manera, esa mezcla de delicadeza y brutalidad con la que cinceló la joya de su música: “Prince seduce a todos porque colma las ilusiones de todos. Tiene esa cosa desaseada, casi como de un proxeneta y una puta confundidos en una sola imagen, esa cosa de travesti. Pero cuando canta cosas calificables con una X, de sexo y mujeres, lo hace con una voz que viene a ser como la voz de una chica. Si yo digo a alguien ´que te cojan´, estará a punto de llamar a la policía. Pero si lo dice Prince en esa voz de chica característica suya, el mundo comentará que es encantador.”

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