Debate sobre folklore

Por Sergio Pujol

I.

Con música de fondo, leo las recientes declaraciones de Lucrecia Martel sobre folklore. Si bien la entrevista aborda el rodaje y la post-producción de Zama (iremos corriendo a verla), lo que saltó pronto a las redes sociales es la parte referida al eje zamba/tierra/identidad. Son declaraciones duras, críticas, que seguramente despertarán respuestas corporativas del género increpado – algunas de esas respuestas ya empezaron a parpadear – a la vez que producen cierta perplejidad, toda vez que Martel, según ella misma cuenta en la entrevista, tiene en mente un proyecto cinematográfico con la gran coplera Marina Carrizo.

De pronto, el fondo que elegí para una mañana de lecturas salteadas reclama un reposicionamiento: pasar de la audición distraída a la escucha focal; de las palabras asertivas de la cineasta a  un discurso sonoro fluido, cambiante, que constantemente juega con la imprevisibilidad de aquello que se crea sobre lo más o menos conocido. En fin, suena en mi equipo Ayer es siempre, el nuevo CD del guitarrista Juan Falú y el multi-instrumentista de aerófonos Marcelo Moguilesvksy. Más allá del título sacado de una de las composiciones del álbum – concedamos que pareciera confirmar la opinión de Martel sobre la tiranía de los antecedentes -, esta música se erige como un abogado defensor brillante, lleno de pruebas a favor, imaginativo a la hora de derribar los lugares comunes que suelen arreciar en torno a esa materia un tanto inaprensible aun llamada folklore.

Sigo escuchando el entrelazamiento lúdico y al mismo tiempo conmovedor de esa guitarra y esos vientos y me pregunto, sin ánimo de ironizar, a qué folklore se refiere la autora de La mujer sin cabeza cuando lo califica de “categoría inútil” fundada en la repetición y la conservación malsana. Justo en el compás en el que, adornianamente, Martel se queja de la “repetición”, la guitarra de Falú mete tensión armónica en el motivo de tres notas que, a modo de pregunta, identifica “La vieja” de los hermanos Díaz. Es “La vieja” de toda la vida, nadie que la conozca puede confundirla. Pero, en virtud de la interpretación, es también otra vieja. Por supuesto, el folclore como género de música popular es una escena polifónica en la que concuerdan pero también colisionan discursos conservadores con proyectos audaces. En principio, la idea de innovación pareciera estar reñida con la teoría del folklore, aunque, si nos ponemos malos, también palabras como innovación o modernidad pueden ser tachadas de “inútiles”. O incluso de viejas o pasadas de moda.

II.

Hubo un tiempo en que, grosso modo, muchos pensábamos del folklore argentino lo que hoy sostiene Lucrecia Martel. No era un pensamiento cerrado, porque sabíamos que de las seis cuerdas habían brotado, en  extraña yunta, “Zamba de mi esperanza” y los primeros hits del rock nacional. Pero el centro de la escena estaba ocupado por esos cuartetos varoniles de estirpe salteña que tanto habían irritado a María Elena Walsh cuando, junto a Leda Valladares, intentó hacerse un lugar diferente bajo el cielo de la canción criolla. Desde luego, aquella subcultura de grupo vocal no era homogénea. Se trataba de un microcosmos acaso atravesado por las mismas tensiones  que sacudían al conjunto de la vida cultural argentina.

Estoy pensando en la Argentina de hace muchos años; una Argentina en la que aún no había nacido la mayoría del público que hoy llena los festivales de folklore. Ya existía la renovación folklórica, ya se hablaba de “proyección” – aunque en verdad, lo supimos más tarde, todo el folklore convertido en producto de la industria cultural es proyectivo -, mientras artistas como Chango Farías Gómez o Manolo Juárez eran blanco de críticas reaccionarias. Periódicamente se desmadraban de las filas del tradicionalismo herejes o apóstatas. Recuerdo perfectamente cuando alguien le objetó a Jorge Cumbo que su interpretación de un huayno norteño no era la correcta. Retador, Cumbo tituló su tema “Why not?”.

Si bien el folklore era un espacio más interesante que el tango para sentar posición política – la mayor parte de la protesta cantada venía de allí, de aquellos ritmos y formas -, lo que dominaba carteleras y repertorios era la continuación más o menos plebeya de aquella concepción esencialista modelada por la generación de Lugones y compañía. Si hoy Martel y yo pudiéramos compartir una nave del tiempo para trasladarnos a los años de ponchos prepotentes y educación patriótica, sin duda estaríamos en el mismo bando, codo a codo, prefiriendo el mundo a la aldea. Miguel Grinberg a Julio Márbiz.

III

Pero la cultura es un proceso dinámico. Todo se está moviendo permanentemente. Lo que ayer era retardatario, quizá hoy sea progresista.  “Con una sustitución provocativa”, afirma Martel, “diría que prefiero el trip al folk. El viaje, la aventura, antes que la afirmación de “lo nuestro». Hay demasiada “mi tierra” en las zambas.” La ocurrencia de preferir trip a folk queda un tanto opacada cuando se toma conciencia de los muchos “viajes” a los que hoy invita la experiencia del folklore. Viajes en el tiempo (revisar catálogos para encontrar tesoros escondidos; volver a escuchar, desde otro contexto de audición, aquellas zambas un tanto fastidiosas; revisar el canon para ensancharlo o directamente derribarlo). Y viajes por la geografía de la patria: ¿acaso no contamos hoy con un acervo mucho más vasto para seguir reinventando el folklore?

Al mismo tiempo, la asimilación del folklore a la nación – Martel advierte sobre un “patriotismo barato, belicoso y corrupto en el que este país parece empecinado”- se ha debilitado a favor de una idea regional-continental que trasciende fronteras, como se pudo apreciar en estos últimos años en el menú del extraordinario FIFBA (Festival Internacional Folklore Buenos Aires). En cierto modo, la triple frontera que tan idiosincrásicamente refiere la poética del misionero Ramón Ayala nos permite imaginar otro mapa de músicas nativas. Otras triples fronteras en los lindes de un territorio que se “folkloriza” todos los días, al ritmo de nuevos migrantes y nuevos mestizajes.

Es cierto que en las letras del canon folklórico hay mucha tierra, pero también hay mucho camino. Es una tierra hecha memoria. “Tierra que anda”, decía Yupanqui. Y si anda, está expuesta a los cambios. Lo que la sostiene de pie, no obstante, es el amor por la escala local de las cosas, de nuestra propia vida. Suena un poco cursi o romántico, pero es así. Tal vez en otro tiempo  ese amor engendró monstruos. Ahora sabemos que los monstruos de siglo XXI no necesitan de banderas.

Sergio Pujol es historiador y escritor. Acaba de editar Valentino en Buenos Aires. Los años 20 y el espectáculo (Gourmet Musical, 2016)

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