Por Sergio Pujol

Bob Dylan es tema académico desde hace muchos años. Las letras de sus canciones (va por las 492, según el conteo de sus exégetas franceses Philippe Margotin y Jean Guesdon) han generado un abrumador corpus de tesis. Mientras que a todos sus coetáneos de la escena folk del primer lustro de los años 60 se los recuerda, en el mejor de los casos, como estampas de un tiempo de juglería rebelde, Dylan tuvo el talento y la astucia suficientes para saber saltar de época antes de que fuera demasiado tarde. Es sabido que el primer salto lo dio una tormentosa tarde de 1965, en el festival de música folk de Newport, cuando desconcertó a los fundamentalistas del credo acústico entrometiendo un toque de electricidad en “Like a rolling stone” y otras provocaciones.

Acústico o eléctrico, solitario o gregario, judío o católico, joven o viejo: Dylan cambió sus vestuarios sin desalentar jamás la sospecha de que era un poeta serio. Y de hecho lo es. Uno de los mejores de nuestro tiempo. Quienes no vivimos en un país angloparlante, nos quedamos afuera de Dylan si, al poner a rodar sus discos, no tenemos a mano un cuadernillo o alguno de esos preciosos libros que reproducen, generalmente entre fotos de un beatnik tardío, las historias de vagabundos, presidiarios y muchachas errantes que tan magistralmente inventó. También tiene dones para la melodía y su estilo interpretativo, áspero y al mismo tiempo entrañable, es tan reconocible como la voz de Louis Armstrong. Pero las letras… ahí no tiene rivales. El crítico Nik Cohn dio en el clavo cuando aseguró que Dylan le había puesto un cerebro al rock. Se refería al peso literario en una cultura hasta aquella irrupción forjada de cuerpo y sonido.

Dicho todo esto, confieso que me gustaría que Boy Dylan renunciara al Premio Nobel de Literatura. No lo hará, seguramente. No estamos en tiempos de Sartre, y posiblemente un gesto de este tipo sólo serviría para seguir alimentando la máquina infinita del cotilleo informativo. Por otro lado, en las semanas previas a la elección presidencial, premiar a Dylan puede significar un voto a favor de la mejor tradición de la americanidad. Su costado díscolo, su genealogía hipster. Una política anti-Trump, aunque entre Hillary y Dylan quizá sólo haya en común el recuerdo de algún porro universitario de los tiempos de Nixon.

El cantautor ilustre

Aun aceptando la fatuidad del No, la renuncia dispararía algunas polémicas interesantes, tal vez hoy acalladas por el aplauso unánime y global. La más evidente es la que discute el status literario de las letras de canciones. No sé si quedan muchos críticos literarios que sigan creyendo que las restricciones de metro y rima que suele imponer la canción obturan la aspiración de poesía “pura”, o que la escucha musical distrae el propósito literario. Es de modales progresistas decir que sólo hay buena y mala poesía, independientemente de soportes y circunstancias. Pero es innegable que en las canciones música y poesía acuerdan un pacto de sinergia que resta autonomía a las partes. Aun cuando leemos una letra en silencio – con Dylan lo hacemos con frecuencia -, su música de origen nos acompaña en el viaje exigiendo su crédito, marcándonos sus cadencias. Y eso es lo más lindo de las canciones, que no mueren cuando callan. Midiendo el asunto en términos competitivos – finalmente, el Nobel es una competencia -, podría decirse que las letras de canciones sin música dan mucha ventaja en términos formales. Y, a la inversa, la poesía que nació sin otro propósito que el de ser leída también sufre alguna desventaja, esta vez en términos comunicacionales, frente a su pariente arropada de música.

¿Qué más podría generar un rechazo al Nobel? Bueno, pondría en crisis la autoridad ya no del gran premio (poca importancia tiene esto para la historia de la literatura)  sino la del paradigma de la alta cultura a la hora de juzgar y valorar las formas “menores”. La Academia dispensa su mayor elogio a Dylan fundamentando que el elegido supo “crear nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”. Es una buena fundamentación, no caben dudas. Además, refiere a “la gran tradición”, con lo cual la premiación queda eximida de cualquier sospecha de elitismo. Los tipos son inteligentes. Saben que la canción americana es cosa seria, que tiene un gran pasado. Y que al elegir a Dylan persona, están premiando al emergente de toda una cultura. Veo mucha satisfacción aquí y allá. ¡El Nobel de literatura a Dylan, qué gran noticia! Se hizo justicia con la música popular, con el rock, con su gran poeta. Pero, francamente, ¿no se parece esto un poco a la vieja exhortación argentina con la que muchos reclamaban que sus ídolos populares ingresaran de una buena vez al escenario del Teatro Colón? Si bien, allá por los años 40 y 50, resultaba comprensible aquel afán de revancha de clase, con los años el reclamo, que en el mundo del tango alcanzó su clímax con la actuación de Osvaldo Pugliese en la primavera de 1985, se volvió anacrónico. Y contradictorio. Querer estar a toda costa en el Colón, ¿no era una manera de delegar la palabra final en la sala sacrosanta y la cultura que representaba? ¿No era el acceso al Colón un falso acceso, la sumisión al visto bueno de un poder  enraizado en los privilegios de un mundo eurocéntrico?

El Nobel de Literatura a Bob Dylan es un enorme auto-premio con el que, una vez más, la Academia sueca se celebra a sí misma. Si en otros tiempos lo hizo distinguiendo a valientes escritores de países crueles e injustos, ahora va más allá y premia a un no-escritor, a un cantautor. Al mejor de todos. Al de mayor empatía con el mundo literario. Y al que el menos lo necesitaba, porque, como bien señala el sociólogo del rock Simon Frith, la cultura “baja” genera su propio capital, su propio efecto jerárquico.

Sergio Pujol es historiador y ensayista. Su libro más reciente es Valentino en Buenos Aires. Los años veinte y el espectáculo (Gourmet Musical, 2016).

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