Por Sergio Pujol

Los músicos callejeros de La Habana refuerzan un producto de consumo turístico pero también hilvanan el antes de la Revolución con su después.

Por unos 140 cucs (un cuc: un euro), Polo ofrece llevarnos en su taxi flojo de papeles hasta Trinidad, partiendo de La Habana a la hora señalada. “Perfecto”, nos entusiasmamos en la creencia de haber hecho la transacción más acertada del viaje. No bien empezamos a salir de la ciudad de Mario Conde, visualizamos un estadio o cancha enorme. Y entonces le preguntamos a Polo – que en realidad se llama Vladimir, como Lenin, “un error de mis padres en sus años comunistas”, nos aclara nuestro cicerone, sin darnos a margen para dudar de su posición frente al gobierno – si allí, en ese predio extendido, tocaron gratis los Rolling Stones.

-No lo sé. Hace tiempo que dejé de interesarme en el beisbol.

-Perdón, me refería a los Stones.

-No los conozco.

-La banda de rock…

 Polo hace un gesto de asunción cortés de la distracción (“Ah sí… no sigo mucho la música”), y a mí me queda la duda, terrible duda. Por supuesto, sé que a muchos cubanos los conmovió la actuación de los Stones en marzo del 16. Cuba Stone, el bien informado libro de Javier Sinay  y Joselo Rangel, da cuenta de ello, y antes de “montar” el avión a La Habana vi el documental The Rolling Stones Havanna Moon. Pero lo cierto es que ahora estoy frente a un cubano de Camagüey, ilustrado –como todos en la isla -, que no conoce o nunca le prestó atención a una banda inglesa llamada The Rolling Stones. Es como desconocer al Che, pienso en silencio. Pero no, no es lo mismo. No en Cuba.

 El resto del viaje Polo nos regala una selección de música pop de su pendrive. Al pasar por Santa Clara me pregunta por un cantante pop inglés cuyo nombre olvidaré antes de llegar a Trinidad. ¿Contraataque de un cubano herido en su honor? No, imposible. Más bien un gesto de cortesía, no existe país más cortés que Cuba. Polo ha descubierto que me gusta esa cosa incontinente llamada música, y quiere hacer la travesía de la manera más agradable posible. Obviamente, en el contexto de este viaje, los Stones y el rock inglés son lo que menos me interesa. Como todo turista engordado con algunas verdades y varios clisés, busco en la isla, cual falso explorador, aquello que imaginé poder encontrar. Supervivencias del pasado cultural. Un juego de clave comprado en alguna feria (Por ahí me llevo también un güiro, después de visitar la Casa del Son). El disco inhallable de Irakere. Algún que otro habano clandestino, por qué no (el Havana Club lo consigo en el chino de mi barrio) y una selfie haciendo la “V” con las espaldas resguardadas por el relieve escultórico del Che según Korda en la Plaza de la Revolución. Mientras tanto, los certeros datos de que la mayoría de la juventud de La Habana escucha reggaetón (y no sólo made in Cuba: en ningún lado vi tantas veces al exhibicionista Yankee Daddy como en los televisores de los bares cubanos), y de que Polo vivió sus casi 40 años sin prestarle atención al rostro de Jagger parecen impertinentes, como pequeñas explosiones de sabotaje al sentido común de un melómano en tránsito.

 Es que lo cubanos son tipos singulares, me explico a mí mismo en vano consuelo. Pueden demostrarte que saben más de la globalización que un nerd de Silicon Valley y, al mismo tiempo, te das cuenta de que se han salteado gruesos capítulos de la modernización, o que, para decirlo con palabras de Jurgen Habermas utilizadas al uso nostro, aun transitan por la “modernidad incompleta”. Por cierto, la idea de “los cubanos” como un pueblo homogéneo es falsa – ni la argamasa de la gloriosa revolución logró mancomunarlos totalmente, y no me refiero aquí a la tensión con Miami -, como seguramente lo es la suposición de que “los argentinos” o “los brasileños” somos detectados a cientos de kilómetros de distancia. Pero aun así… eppur si muove.

II.

 La música tradicional cubana no deja de brotar aquí y allá. Basta con caminar un rato por las callecitas de Habana Vieja para toparse con tríos, cuartetos y demás formatos – el clásico cubano es el septeto, pero no siempre dan los números para revivirlo – que te arman una soundtrack al aire libre. Podrá decirse que el fenómeno se asemeja al de los acordeonistas franceses en el metro de París, las parejas que bailan tango en calle Florida ó los viejos sopladores del French Quarter de Nueva Orleáns. De acuerdo: es la estampa tradicional del imaginario urbano, pero me atrevería a decir que, en el caso cubano, es un poco más que eso. Quizá por las rupturas y discontinuidades de su historia, Cuba tiene un lazo fuerte, y en cierto modo fatal, con su pasado. La imposibilidad de un desarrollo industrial autónomo – pocas chimeneas se avizoran en las rutas cubanas – y los enormes pesares ocasionados por el bloqueo articularon con la música tradicional un vínculo de necesidad diferente. Lo vimos hace 20 años, con el publicitado Buena Vista Social Club. En parte, aquellas gozosas demostraciones de tradición sirven para reforzar un producto de consumo turístico, activo fundamental en esta etapa post-Fidel y llegada del bestial Trump (4 millones de turistas por año es un todo un número, por ahora repartido entre el Estado y capitales españoles). Pero no menos cierto es que esas canciones que encomian el baile, el amor, el viaje por el interior del país, el hibridismo originario de su cultura parecen funcionar como poderoso vector de continuidad histórica, aquello que hilvana el antes de la revolución con su después.

Desde luego, la reciente apertura de la Terminal 3 del aeropuerto de la Habana – exclusivamente dedicada a los vuelos a Miami – es una conexión más inmediata e impactante entre “las dos Cubas” que las remembranzas de los reyes del mambo. Pero no convendría minimizar los efectos culturales de tanto sonero suelto por ahí. ¿Por qué no pensar que, antes que los turistas, son los propios cubanos quienes necesitan y quieren escuchar sus viejas canciones en versiones un poquito cambiadas, siempre frescas? Además, ¡qué bien que suenan, qué swing que tienen! Te capturan al vuelo con “Son de la loma” o “Chan chan” y no te dejan ir sin un CD trucho en el morral de turista omnívoro. Rara vez tocan con amplificación: esas voces penetrantes, con los coros que responden como mantra del Caribe ancestral, tienen una vibra acústica, en un país hecho de deseos y necesidades: un país unplugged. Si alguien cree que gracias al bueno de Ry Cooder ya lo había escuchado todo, se equivoca fiero.

III.

El ranking iconográfico cubano 2017: 1, Fidel; 2 y 3, El Che y Camilo (empate técnico); 4, el Chevrolet 1952; 5, Compay Segundo – con sombrero blanco y habano en la boca-; 6, Havana Club El Ron de Cuba, con su círculo rojo sobre palmeras indómitas; 7, Ernest Hemingway viejo y barbudo. También anda por ahí el afiche del debut cubano de los Stones, pero a buena distancia de las imágenes anteriormente citadas.

 Como se puede ver, Compay sigue calificando alto, si bien, entre los músicos, quién monopoliza la atención nostálgica es Benny Moré (Algunos veteranos, incluso, se promocionan como “ex integrantes de la orquesta del Salvaje del Ritmo”). Sería un error creer que esta pregnancia callejera de sones, rumbas, guarachas y chachachás está reñida o estilísticamente enfrentada a otras influencias. Por caso – uno entre tantos- , los mercuriales Havana Soul, que suelen presentarse en el bar Lluvia de Oro (esquina Obispo y calle Habana), pueden mandarse un extenso solo de trompeta a partir de “Manteca” del segundo amigo americano histórico Dizzy Gillespie – el primero, ya se dijo, es el autor de “El río de los dos corazones”– sin perder por ello ni un ápice de sabor cubano. A menudo se escuchan borbotones de bebop en modo jazz latino, pero no necesariamente encuadrados en el afro-jazz del prócer vivo Chucho Valdés. (A propósito del apellido Valdés – una genealogía muy extendida -, el pianista Lázaro es buenísimo, y los críticos cubanos lo tienen en la más alta estima).

 Exceptuando “Mujer con sombrero” de Silvio Rodríguez y “Yolanda” de Pablo Milanés – clásicos ingeniosamente “cubanizados” por los soneros -, hay que reconocer que la Nueva Trova está un poco desvanecida en el menú de notas cubanas del siglo XXI. Por supuesto, esto es una impresión al paso: seguramente la marca trovera contemporánea, que tanto impactó en el gusto de los argentinos de mi edad, es más firme de lo que suponemos, y es lógico que no ronde los ambientes turísticos… salvo las paredes del Museo de la Revolución, donde silenciosamente una fotografía de Pablo Milanés cantando a dúo con Chico Buarque ilustra el sentido latinoamericano de los años rebeldes. En todo caso, las dos Trovas, la de ayer y la de anteayer, integran un paisaje sonoro extemporáneo y resistente. Sortean, con cierta picardía, los afanes cronológicos de quienes buscamos capturar el ethos de una época en sus sonidos más evidentes. En ese sentido, Cuba sigue siendo un hermoso país poblado de música y paradojas.

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