Por Sergio Pujol
Down Beat, la revista de jazz más célebre del mundo, cierra todos sus números con una sección llamada blindfold test. Un músico renombrado se presta allí a una escucha a ciegas de discos, generalmente relacionados con su instrumento. La gracia no es tanto que el invitado acierte de qué intérprete se trata como los comentarios y apostillas que sea capaz de cruzar con el crítico a partir de algo tan estimulante como la audición de grabaciones del género musical que amamos. El juego apela al gusto que muchos (no todos) experimentamos al hablar de música, esa cosa inasible que siempre corre delante de nuestras narices.
Pues bien, los primeros 20 segundos de “I Guess I´ll have to change my plans” – la canción con la que Bob Dylan pone en marcha su colosal Triplicate- desconcertarían a cualquier oyente cultivado en los territorios del rock, el folk y el mismísimo jazz. Incluso la citada prueba pondría en apuros a los copiosos expertos en Dylan que andan dando cátedra por el mundo. Rompe el silencio una apretada sección de vientos que subraya, con elegancia anacrónica, una síncopa de bienvenida. ¿Vientos en lugar de la guitarra steel de Donnie Herron y esos glissandi del perezoso universo de la América profunda? Es sólo un comienzo. Pronto ocuparán sus lugares las tres guitarras, el contrabajo y la batería, pero el repertorio seguirá lejos de Tempest – el notable álbum de Dylan de 2012, el último con temas originales hasta la fecha – y fiel a las coordenadas de esa usina de canciones que supieron ser Broadway y sus alrededores. En el segundo 21 entra la voz. El enigma del blindfold test queda resuelto… hasta cierto punto.
Sucede que la canción de marras no es de Dylan. Sucede que Dylan no pretende adueñársela – en todo caso, la alquila por un rato -, ni mucho menos refundarla. Si algo definió su lugar en el modo de producción de música popular moderna, eso fue que nunca se propuso ser intérprete de otra cosa que no fueran sus propias canciones. Es cierto que su interés por la historia musical estadounidense, que sin duda alimentó de baladas, blues y rockabilly las mejores páginas de su ars poética, es bien conocida. Vayan como ejemplo los discos con los audios de su programa de radio Theme Time Radio Hour; allí visitó prácticamente todo el archipiélago sonoro americano. Pero una cosa es ser un oyente omnívoro y desprejuiciado, y otra diferente ampliar el espectro interpretativo hasta el límite de lo reconocible.
¿Qué buscó Dylan al convertirse en un intérprete “puro”? No es una pregunta fácil de responder. A Sinatra ya lo homenajeó en Shadows in the night. Y lo siguió homenajeando en Fallen Angels. Fueron discos bastante sorpresivos, aunque el respeto de Bob por la voz icónica de su país ya se había expresado aquella noche 1995, en el cumpleaños número 80 de Sinatra, cuando cantó con suma delicadeza – la verdad, parecía un canto de cuna para octogenario – “Restless farewell”. Por más que las 30 gemas de este triple álbum hayan formado parte del repertorio de Sinatra – incluso con temas grabados en los años 60, tal el caso del impresionante “September of my years” de la etapa Reprise –, la escucha ya no está, como en los discos anteriores, tan referenciada al genial intérprete. Ni a ningún otro. Liberado de todo- aun del mandato rockero de no sonar demasiado sentimental -, Dylan canta hits del parade de su infancia desde otra dimensión, como si habitara un extraño limbo y desde allí pudiera reinterpretar aquello que difícilmente asociaríamos a su biografía beat.
El gran tema de Triplicate es la melancolía en el modo Great American Songbook. En ese sentido, se trata de una obra más insondable que las anteriores, y al mismo tiempo más conmovedora, en la que los equívocos – como los temas de animoso swing con lo que se inicia cada uno de los tres discos – van cayendo como velos de pudor que nos separan de una verdad irrebatible: “Why was I born?”, ¿por qué nací?, se pregunta un Dylan espectral y metafísico en el último corte del tríptico. Al cabo de una hora y media de canciones tan perfectas como “Sentimental journey”, “My one and only one”, “These foolish things”, “How deep is the ocean”, “But beautiful”, “Stardust”, “When the world was young” o “As time goes by”, nos quedamos con el corazón estrujado, y entonces corremos por un trago fuerte. Esto es culpa de Dylan, pero también de las canciones que eligió interpretar.
A más de 70 años de su concepción, las obras de aquellas duplas legendarias – Rodgers-Hart, George-Ira Gerswhin, Kern-Hammerstein, y algunas más – pasaron por muchas manos y gargantas, dieron sustento a inolvidables improvisaciones de jazz y fueron los materiales con los que grandes vocalistas labraron sus carreras. Si bien la perennidad de las canciones ha estado más o menos asegurada por algunas versiones virtuosas – y por eso un puñado de ellas puede acreditar el título de clásico -, su condición histórica es innegable. Tanto su discurso poético como su sintaxis musical pertenecen a un tiempo particular, del mismo modo que “Like a rolling stone” partió en dos la década de los 60, y cada vez que la volvemos a escuchar nos topamos con un artefacto temporalmente ambiguo, que cobra vida en la nueva audición pero al mismo tiempo nos interpela desde un pasado exactamente fechado. Toda gran canción con historia es una voz de ultratumba.
En un bellísimo texto sobre los standards, el novelista E.L.Doctorow advirtió que las canciones permanecen en nuestra mente como historias espirituales de ciertas épocas; a nosotros nos sucede a menudo con el tango, mientras que a Dylan, como a tantos norteamericanos de su edad, con cualquiera de las melodías y letras de Triplicate. Pero si bien admirables por varias razones, esas canciones no siempre vivieron tiempos de gloria. También aprendieron a sobrellevar la indiferencia – cuando no el franco rechazo – de las generaciones del rock. Es posible, entonces, que se les haya movido un poco la peluca al comprobar que Bob Dylan, nada menos que él, un día decidió ir en su búsqueda y cantarlas como si fueran novedades.
Que la salida de Triplicate (Columbia/Sony Music) coincida con la del muy esperado libro bilingüe Bob Dylan. Letras completas parece otra boutade del remiso ganador del Nobel de Literatura 2016. Un apresurado historiador del futuro podrá afirmar que, a poco de promediar la segunda década del siglo XXI, en el tramo final de su vida, casi como un gesto de constricción estética, el mayor letrista de la historia del rock abandonó la autoría de canciones – justamente aquello por lo que había sido distinguido con el mayor galardón del mundo literario – para consagrarse a la interpretación del corpus que históricamente lo había precedido y cuyo ocaso él mismo apuntaló. En pocas palabras, el verdugo de la vieja canción americana – neoyorquina, para más precisión – terminó siendo su exhumador. Sinatra no vivió para ver tamaña paradoja cultural; el pobre debió conformarse con Bono cantando “I´ve got you under my skin”.
Pero si en Shadows… y Fallen… Dylan cantaba mansamente, como si a esas canciones las estuviera recordando con cierta dificultad, suplicando con ánimo de spirituals allí donde Sinatra abría su corazón a lacerantes confesiones, en Triplicate hay una mayor libertad expresiva, en el sentido de no estar tan preocupado en pasar todo por el tamiz dylaniano. Obviamente ese tamiz está presente (¡enhorabuena!), tanto en la voz – refugio último de la identidad – como en su banda de giras encerrada en los estudios Capitol: un delicioso grupo instrumental que crea un efecto de legato infinito, acompañando y arropando al cantante de un modo privado que jamás podría desempeñar una orquesta completa. Es como si Dylan hubiera necesitado dos discos (dos años) de prueba y error para llegar finalmente al punto que estaba buscando. Más de uno se sorprenderá al encontrar aquí una expresión más melodiosa, tímbricamente menos rasposa y definitivamente más entregada al contenido melódico de las canciones. Lo sabíamos, pero nunca está de más reafirmarlo: el Premio Nobel de Literatura es un músico.
Pero, entonces, ¿el Dylan poeta que conocimos y premiamos fingió sus tonos nasales, su mascullo de palabras ofrendadas al viento, su dejarse ir por las rutas de una Norteamérica situada en la otra punta de aquellos crooners de ensoñación romántica que él secretamente admiraba? No, no hubo fingimiento. Menos aún puede hablarse en términos de autenticidad traicionada; términos que tanto dolor de cabeza le produjeron cuando en Newport 65 se topó con el hacha cortacable de Peter Seeger y los fundamentalistas de la canción de protesta que lo acusaban de herejía. Del mismo modo que pasó por cismas musicales, rupturas literarias y mudanzas religiosas, este Dylan setentón se anima a mirar de frente al pasado que hostigó en nombre de otros pasados, otras tradiciones. Quizá la respuesta al último de sus misterios haya que buscarla retrospectivamente en I´m not there, la película un tanto aburrida pero culturalmente rigurosa de Todd Haynes, allí donde el cantautor era muchas personas a la vez. Uno siempre está hecho de muchos caminos posibles.
Por supuesto, Dylan escapa con lucidez de la fórmula del cantante pop que se calza el traje de crooner sólo por una temporada. Con resultados dispares, eso ya lo habían hecho – por citar a los mejores – Rod Stewart, Bryan Ferry y Paul McCartney. En ellos, la impostura lucía como alarde posmoderno. En cambio, los tiempos de Dylan son otros; su corrimiento de toda fórmula, ejemplar. Su mirada al interior de las canciones, profunda. La seriedad con la que encaró el proyecto, mortal. Más allá de las diferencias y las discontinuidades, Triplicate podría ubicarse al final de una línea temática que empezó con Blood on the tracks. Si aquel disco de 1975 fue inmediatamente definido como un conjunto de canciones tristes de un enamorado con corazón roto, la presente trilogía parece buscar en otras plumas algo parecido a lo que el cantautor alguna vez cantó de su puño y letra. Tal vez este álbum absolutamente único en su especie – y en cualquier otra- no sea otra cosa que la continuación, por otros medios, de un viejo lamento de amor.