Por Sergio Pujol
Con sus nuevos libros, Diego Fischerman y Luis Sagasti abordan con agudeza el lugar de la crítica musical y el de la experiencia religiosa de la escucha.
Entre las recientes ediciones del superpoblado mundo de los libros de (sobre) música, allí donde conviven de manera un tanto salvaje las memorias precoces de músicos de rock con ensayos de cierta audacia epistemológica, destacan los nuevos opus de Diego Fischerman y Luis Sagasti. Me los devoré en un fin de semana, como suele decirse con metáfora pantagruélica. Son textos diferentes entre sí (Fischeman es un crítico musical con vuelo ensayístico; Sagasti, un fino narrador que suele apelar a insumos sonoros para sus ficciones), pero comparten varias ideas – por ejemplo, la analogía entre el sueño y la música, base del artículo de Fischerman que da título a su libro, está parcialmente presente en ambos autores – y no pocas afinidades electivas. Además, los autores rinden tributo a la brevedad como desafío de la escritura, al mismo tiempo que logran situar eso tan inasible llamado música en contextos intelectualmente estimulantes.
En El sonido de los sueños y otros ensayos musicales (Debate-Penguin Randome, Buenos Aires, 2017), Diego Fischerman reúne las notas y artículos de un oyente musicalmente omnívoro, capaz de escribir cosas interesantes sobre prácticamente cualquier objeto musical que ande vibrando por allí – el repositorio sonoro de nuestro tiempo es inconmensurable y caótico – pero que, asimismo, sabe seleccionar críticamente su playlist de escritura. Esta selección no responde – al menos no exclusivamente – a demandas sociológicas, hoy tan en boga, ni al viejo oficio del crítico como monitor cultural. La heterogeneidad de este libro refinado y al mismo tiempo de convocatoria extendida haría pensar en la enciclopedia china del cuento/ensayo de Borges, si no fuera que el mapa musical desplegado es producto de una exigencia periodística (principalmente sus acreditadas columnas en Página 12) oportunamente ajustada al gusto personal. Lleno de observaciones agudas y con una escritura que aborda las cuestiones musicales sin tecnicismos – finalmente, se puede escribir sobre música sin escaparse por la tangente anecdótica, ni por esos árboles genealógicos insoportables -, El sonido de los sueños es una reivindicación de la pieza crítica devenida ensayo. Quién busque meros fichajes biográficos o de catálogo, seguramente los encontrará en internet, o en otra clase de libros.
Poner “en agenda” al ex famoso pianista de jazz Dave Brubeck con “A tiempo, en el tiempo” – uno de los mejores textos del libro, por su alcance y profundidad -, a Luciano Berio, a Ornette Coleman o a Alberto Ginastera, tiene que ver con la forja de una especialización (jazz y música académica, y particularmente los vasos comunicantes entre ambos campos, figuran entre las materias favoritas del autor de Efecto Beethoven y Después de la música, entre otros libros) pero también un gesto de militancia estética, por decirlo de algún modo. Sabemos cómo funciona esto: sale un disco que nos gusta, lo proponemos al editor de turno e intentamos ser persuasivos según diferentes estrategias de escritura. En definitiva, lo que buscamos es contagiar entusiasmo. La novedad es real – hay un disco, así como hay un concierto o una efemérides -, pero la importancia se la adjudica la pluma autorizada. Sercrítico en la era de la superabundancia informativa y el acceso irrestricto a bienes culturales inmateriales requiere de los dones de eso que Umberto Eco llamó “filtro cultural”. Si por un lado la dimensión axiológica de la crítica está en crisis (¿quién puede decir lo que es bueno o malo en las artes?), la función de selección y exégesis ha cobrado una relevancia extraordinaria. En ese sentido, a Fischerman le debemos la puesta en valor de grandes músicas comercialmente descuidadas. Y textos sobre músicas bien escritos, claro.
Partiendo de una valoración de la escucha musical como experiencia amplia, de ciudadanía mundial, sin restricciones chauvinistas, el autor brilla especialmente en aquellos ensayos referidos a tópicos que, a veces indirectamente, aluden a los años 60/70 (George Martin, Ennio Morricone, Gato Barbieri, Almendra, Let it be, María Elena Walsh, Julie London, Joni Mitchell, Miles Davis, Pink Floyd, etc.). En ese ramillete de temas podemos encontrar el juego combinado del periodismo cultural objetivo con el registro más personal, esa huella, sin duda indeleble, que ciertos discursos sonoros imprimieron en un adolescente porteño fascinado por el nacimiento de una nueva sensibilidad musical. Esto queda bien expuesto en el cierre de su nota sobre María Elena Walsh, al referirse a los ecos tardíos de la juglaresa en la desangelada Argentina de los años 90: “La modernidad del 68, con Juguemos en el mundo, y a pocas cuadras, la otra María, la de Buenos Aires, de Piazzolla, y los primeros recitales de Almendra, ya no estaba más. Era, quizá, un proyecto terminado. Y, no obstante, permanecía en esas canciones extraordinarias. En esas obras de perfecta concisión, belleza melódica, humor, inteligencia, ingenio y vuelo poético que enseñaron – y enseñarán – que sin curiosidad no hay escucha verdadera. Y que mostraron, entonces y siempre, que un mundo más grande es un mundo mejor.”
Una ofrenda musical (Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2017), de Luis Sagasti, es un conjunto de micro-relatos basados en situaciones de escucha musical. Hablar de música es hablar de sonido y silencio dispuestos en una línea de tiempo. Apreciar esto en medio de los avatares interruptus de esta época tan extraña que nos toca vivir no es sencillo. ¿Cómo escuchamos música? O mejor dicho, ¿cuánta atención estamos dispuestos a dedicarle a la escucha musical? Es cierto lo que por ahí escribe Sagasti: “El silencio entre canciones hoy solo lo custodia un teatro, ha desaparecido de nuestro ámbito más íntimo, ¿o es que alguien escucha un disco entero hoy día?” Es así. Pero también es cierto que escuchar música sigue siendo un plan, una espera, algo que los melómanos vivimos ritualmente. Cuando lo vivimos.
El libro de Sagasti es una ofrenda musical en más de un sentido, según creo entender. Lo es para quienes, como el conde de Keiserling, los habitantes de Tafí del Valle o Piet Mondrian rodeado de boogie-woogie en un boliche de Manhattan fueron oyentes privilegiados de músicas hermosas y, en cierto modo, imposibles. También lo es para quienes sufrieron horrores en medio de músicas luminosas pero tardías: en Leningrado, en Samara, en Berlín, en Auschwitz, en un campo de detenidos en Silesia. Y para quienes supieron encontrar músicas allí donde en principio nos las había: el canto de los pájaros, el lamento de las ballenas, las relaciones pitagóricas entre los planetas, el ruido nervioso de una sala durante 4:33, de John Cage. Finalmente, como escribe Sagasti citando a Thoreau, “la música es continua, sólo la atención no lo es.”
Al mismo tiempo, la ofrenda de este libro está destinada a ciertos músicos que forman parte del grupo de familia del escritor. Ellos representan toda la música, por algo Sagasti los eligió a ellos y no a otros: Johann Sebastian Bach, Glenn Gould, Los Beatles, JohnCage, Oliver Messiaen, Stockhausen, Pete Townshend, Claudio Arrau, Shostakovich, Los Rolling Stones, Miguel Ángel Estrella, Beethoven, Mahler y Éliane Radigue. Y los pintores abstractos Rothko, Mondrian y Pollock: artistas musicales, en algún sentido, que con sus apariciones en el texto producen un efecto de sinestesia delicioso y muy estimulante. Toda este gente, genial y diacrónica, no conforma una serie sino una constelación. Son candiles que Sagasti, como un chico recostado en la hierba una noche estrellada, va enlazando imaginariamente, sin forzar relaciones y, sobre todo, sin necesidad de explicarlas.
Quizá corresponda aclarar que Una ofrenda musical no es un texto de musicología, ni de historia cultural. Mestizo como los mejores ensayos y arbitrario como la literatura más noble, avanza pesquisando sentidos no evidentes; o imaginándolos poéticamente, que para el caso es lo mismo. Por momentos, la lectura genera cierta perplejidad. ¿Qué relación existe entre una religiosa fuga de Bach y la profana Sherezade, cuentista superviviente, siempre igual y siempre diferente frente a su despótico Califa? El impulso a seguir leyendo se asemeja a la tensión del oyente musical que aguarda la cadencia perfecta, aunque luego la armonía cierre de otra manera.
Después deBellas artes – libro que, en cierto modo, dialoga con Una ofrenda musical -,Maelstrom y el resto de sus opus, no hace falta decir que Sagasti es un escritor virtuoso, un Johann Goldberg literario que, en lugar de ayudarnos a conciliar el sueño como el joven clavecinista al viejo conde del siglo XVIII, nos mantiene en duermevela conjugando narración y reflexión, infundido de una curiosidad estética y filosófica que juega con paradojas y contrastes. Su libro está dividido en seis partes y una coda: “Lullaby”, “Silencios”, “El órgano gigante de la ciudad de Himmelheim”, “Guerras”, “Las hormigas del cielo” “Pájaros exóticos” y “Da Capo”. Son partes relativamente autónomas. Pero como en una fuga vasta y libre, las voces parecen avanzar en paralelo, algo desfasadas. Muchas se pierden en el silencio pero otras persisten. Y es así que hacia el final, cuando ese brillante primer capítulo dedicado a canciones de cuna y melodías de ensueño parecía lejano en el tiempo de la lectura, una oración sobre las nanas de Brahms nos regresa al comienzo. Es un regreso que podría habilitar un nuevo inicio. Porque como bien se pregunta Sagasti, ¿dónde poner punto final a una historia, si esta, como una melodía, podría continuar infinitamente?