Villegas se sale de la vaina por tocar con ellos. Como a tantos grandes músicos de jazz, los conoció en la Gran Manzana, allá por fines de los 50. Fue un momento mágico en su vida. Pudo grabar dos LPs para el sello Columbia y durante algunos meses tocó en el Café Bohemia. En aquellos días lo trataron con respeto y admiración –hasta Boris Vian, desde París, reseñó sus discos–, pero de pronto a un productor de la CBS se le ocurrió que, para seguir su carrera, lo mejor era que se amoldara al rótulo de músico latino. ¿Por qué no graba un disco con canciones de Ernesto Lecuona, que acaba de morir? Él era cubano, usted argentino. Son latinos, ¿no? Entonces Mono, que no creía en los mandatos nacionales y menos aún en los étnicos, rompió el contrato que había firmado por cinco discos con la corporación y se mandó a mudar. Dicen que la industria norteamericana se la juró. Tal vez se trate de una anécdota excesiva. En todo caso, la historia cuenta que, después de haber iniciado una trayectoria internacional prometedora como pocas, el mejor pianista argentino de jazz de su época regresó a la ciudad del tango para siempre. Al menos en Buenos Aires nadie le pediría que sobreactuara su lugar en el mundo.

Ahora Mono camina solo por las calles de Buenos Aires hora cero. Domingo a la madrugada. Se dirige a los estudios ION donde seguramente lo estarán esperando, casi fugados del hotel, el saxofonista Paul Gonsalves y el trompetista Willie Cook. Mira el reloj con ansiedad: restan pocas horas para que Duke Ellington y su fabulosa orquesta se suban al avión que los llevará a Chile, en el trajín de una gira de buena vecindad. Alfredo Radoszynski le aseguró que todo saldrá como lo han planeado: el trío Villegas, que completan el contrabajista Alfredo Remus y el baterista Eduardo Casalla, mutará en quinteto con el saxo tenor principal de la orquesta de Duke y uno de sus buenos trompetistas. Será una jam session secreta, entre paredes de corcho. Al alba, todo regresará a la normalidad.

Mono siente afecto y gratitud por Alfredo. Cuando en 1964 sus amigos le organizaron un recital de bienvenida, el joven productor se le apareció en las puertas del Astral para proponerle hacer un álbum en su flamante discográfica Trova. Fue así, gracias a Alfredo, que Villegas grabó su primer disco argentino en muchos años: Con cuerpo y alma. Ni contrato firmaron. Desde entonces, Trova es su casa. Sólo ahí puede contar con las condiciones perfectas para hacer lo que más le gusta en el mundo: improvisar ad infinitum sobre temas de Gershwin, Kern o Porter.

Si finalmente logran grabar, aquello terminará siendo un documento especial –algo transversal, es cierto– del demorado debut del genial director en la Argentina. Fueron muchos años de espera. Primero vino Gillespie, al año siguiente Armstrong. ¿Y Duke para cuándo? Bueno, la espera terminó. Parece que el 68 será el año de la imaginación al poder. Y de los sueños cumplidos. Por supuesto, él ama la música de Ellington. En un ahora lejanísimo 1941 le dedicó su composición “Jazzeta” en el teatro Coliseo. Conoce bien el repertorio, sabe improvisar sobre sus líneas melódicas, hallar algo nuevo en sus recovecos armónicos. Sabe –saben– que él está capacitado para interpretar prácticamente cualquier música. Egresado del conservatorio Williams, con sólo 19 estrenó el concierto para piano y orquesta de Ravel en el Odeón, y dos años después se animó con la Raphsody in blue de Gerswhin. Pero cuando sus manos caen sincopadamente sobre alguna idea de ese bastardo llamado jazz, él experimenta un regocijo diferente, de otra intensidad.

Ellington es muy celoso con sus músicos. No los deja hacer cositas sueltas por ahí. Pero Alfredo siempre encuentra la manera de salirse con la suya. Acaba de enterarse de un contratiempo: Duke quiere tocar en Santiago la Canadian Suite de Peterson pero olvidó traer las partituras. Y ahí aparece Alfredo para darle una mano. Le prestará el disco. Con escucharlo un par de veces, Duke y los suyos podrán revivir aquellas notas. ¿Qué le puedo cobrar, Duke? Présteme a Gonsalves y a Cook unas horas tardísimas, y quedaremos mano a mano. Los muchachos pasarán la madrugada divirtiéndose con “St. Lois Blues”, “C Jam blues” y esas cosas. El anfitrión será el pianista Enrique Villegas, creo que usted lo conoció en Nueva York. Le aseguro que a la mañana siguiente ya estarán sentaditos a su lado en el avión. Y usted, con el disco de la suite bajo el brazo. Aquí no ha pasado nada, salvo su hermoso concierto de anoche en el Gran Rex. Distiéndase, Duke. Soy un productor independiente de un país remoto. Mis discos no andan por el mundo, no compiten. Yo sólo produzco lo que nadie quiere editar para el disfrute de mis compatriotas. Mi vocación es contagiar a la gente de la música que me da placer y emoción. Mi padre era un comerciante judío de Villa Crespo que no tuvo la oportunidad de poder elegir el camino de su vida. En cambio yo soy libre, como el jazz. Mi padre siempre me alentó para que hiciera música sin ser músico. Y acá me ve, siendo el productor de mi gusto. Mi negocio es el no-negocio.

Alfredo Radoszynski murió el pasado 15 de noviembre a los 91 años de edad. Fue el productor independiente más importante de la música argentina. Su sello Trova editó a Les Luthiers, Porteña Jazz Band, Susana Rinaldi, Cuarteto Zupay, Astor Piazzolla, Vinicius de Moraes (con Toquinho y María Creuza), Chico Novarro, Alberto Favero, Jorge López Ruiz, Litto Nebbia, Pedro y Pablo, Aquelarre, Roque Narvaja y Enrique Villegas, entre otros.

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