Sergio Pujol
Al menos desde el tango “Discepolín” de Troilo y Manzi, la tematización de Discépolo ha sido siempre una tentación difícil de eludir. Vida tan legendaria como atribulada, base biográfica de un pacto de lectura de una obra marcada por una mezcla genial de auto conmiseración, filosofía existencialista y ensayo de interpretación nacional, el paso de Discépolo por la vida porteña de los primeros cincuenta años del siglo de la maldá insolente es, en sí mismo, un material teatral poderoso. Así lo entendieron varios dramaturgos y actores, de Diego Peretti a Rubén Stella. A esa serie de dramatizaciones se suma ahora Enrique, del actor Luis Longhi. Presentado como un “grotesco musical”, a escala de teatro de cámara, con la sola compañía del actor y cantante Nico Cucaro y Eleonora Dafcik, el trabajo de Longhi cobra un vuelo poético notable, con reflexiones sobre la temporalidad del tango – esos tres minutos en lo que todo puede entrar, hasta la vida entera – y su poder de interpelación individual y social. Parte del texto abreva en la propia obra del evocado.
Longhi elige un día, el último en la vida de Discépolo: 23 de diciembre de 1951. Pero extrapola a su criatura del lecho del departamento de avenida Callao donde agonizó y murió, al lado de Tania y unos pocos amigos, para situarlo en el camarín de un teatro (¿Politeama?), en los diez minutos previos a la salida a escena (¿Blum?). Desde allí, demorando indefinidamente su performance pública, mantendrá con un joven asistente un diálogo entrañable sobre la vida, el tiempo, el tango y la política. Mediante un sorpresivo desempeño vocal e instrumental – ¡Longhi aprendió a tocar el piano! -, este Enrique del final demora su cara a cara con el público, al mismo tiempo que dilata el momento del mutis de la vida. Con ayuda de Euterpe, va enlazando algunos de sus grandes tangos – “Yira… yira…”, “Confesión”, “Cambalache”, “Tormenta”, “Infamia”, etc.- con observaciones sobre lo cotidiano y lo trascendente, en un registro confesional e intimista.
La composición actoral de Longhi es magnífica, encuentra el punto justo entre la máscara y el rostro, superando el riesgo de sobreactuar al de por sí sobreactuado Discépolo. La dirección de Rubén Pires logra una dinámica del espacio atrayente, entre ese escenario invisible al que el personaje nunca llegará y un piano de cola sobre el que descansan unos pocos objetos imago: el retrato de Tania como joven cupletista, otro de Raquel Díaz de León adolescente y un globo terráqueo que el niño Enrique solía cubrir de un manto negro.
La pieza se presenta en la segunda sala de La Comedia. Se trata de un recinto amplio, con gran araña rococó y vestigios de un mobiliario de aquella Buenos Aires de la belle epoque, la de los años de la infancia carenciada de afectos de Discépolo. Salimos de allí con la sensación de que, en poco más de una hora de tour de forcé, Luis Longhi logró la alquimia temporal pregonada por Discépolín en su defensa de la microforma del tango. No es que Enrique lo contenga todo, sino lo esencial. Y un regalo especial es el rescate de “Mensaje”, el tango póstumo de Discépolo, finalmente concluido por Cátulo Castillo, que en la obra parece funcionar como testamento anticipado de un autor y actor al que siempre estamos volviendo. En los discos, en el teatro, en la vida.
Enrique. Actuación: Luis Longhi, Nico Cucaro y Eleonora Dafcik. Dirección: Rubén Pires. Teatro La Comedia, Rodríguez Peña 1062, CABA, domingos 18 horas.