Sergio Pujol

Volvieron a sus casas y comentaron el espectáculo: lo recomendarían a sus amigos al día siguiente. Les dirían que durante más de una hora habían vivido fuera del tiempo y del espacio, pero no fuera de la realidad argentina. En todo caso, la habían observado a cierta distancia, la necesaria para criticarla y a la vez celebrarla con esa mezcla de cariño y fastidio que parecía constitutiva de toda una sociedad. Les dirían, por último, que una mujer de flequillo a lo Príncipe Valiente, con pantalones largos de lamé color acero y una túnica medieval les había interpretado canciones difíciles de fechar: antiguas en sus modos, modernas en sus temas, intemporales en su ambición.
Unos días después, lo leyeron en los diarios: “Juego doloroso de individualidades”, escribió Silvia Drei en la sección de espectáculos de Clarín. “Milagro en Buenos Aires”, se sorprendió Ernesto Schóó desde la influyente Primera Plana. “Juego múltiple, esplendente, gracioso y melancólico”, adjetivó La Nación. “La nueva intérprete del sentir nacional”, exageró el sector más fervoroso del público.
Para María Elena había sido una noche agotadora. 4 de abril de 1968: no lo olvidaría jamás. Sabía que el público la había ido a ver y a la escuchar con la melodía de “Manuelita la tortuga” en la cabeza. Pero ella se la había sacado enseguida, para poner en su lugar el repertorio de su primer disco “adulto”: Juguemos en el mundo. “No lo hice antes – le contaba por entonces a la fotógrafa y periodista de  Sara Facio, en La Nación – porque tenía miedo. Un miedo pavoroso, pero no al fracaso. Tenía miedo a equivocarme, miedo al escenario. ¿Por qué no? Sólo los caraduras no tienen miedo. He visto cómo hasta los perritos, vestidos con polleritas para sus números de acrobacia, se mueren de miedo al enfrentar al público.”
No obstante el miedo, María Elena había salido a escena, se había sobrepuesto al deseo de huir. Recordó cuando en París, para romper la timidez que la paralizaba, se ponía a contar chistes con Leda, chistes que el público francés festejaba hasta desternillarse de risa, y entonces, en ese clima de regocijo, ella podía pensar en ponerse seria y arrancar con las vidalas y bagualas. En su nuevo desafío – el de componer e interpretar canciones adultas para adultos – podía apelar al mismo recurso, con la diferencia, a favor, de que su nuevo espectáculo tenía a la risa y a la burla como aliados fundamentales. No hacía falta entonces ningún precalentamiento; eran las canciones mismas las que animaban al público hasta volverlo devoto.
Al origen de la María Elena “para adultos” hay que rastrearlo en  la insistencia con la que directora de la sala Regina, María Luz Regás, una mujer apasionada por el teatro y gran admiradora de la obra para chicos de la Walsh, aconsejó a la cantautora para que diera un paso más en su carrera. Con agudeza, Regás supo detectar en Canciones para mirar algo que podía interesarle a los grandes, más allá incluso de la relación que muchos de estos tenían con sus propios hijos. Ese “algo” ameritaba un desarrollo, un trabajo musical y poético diferente. Y a eso se abocó María Elena, hasta tener un material sorprendente original, tan sin antecedentes como en su momento había sido el repertorio para niños, y destinado al music-hall, esa forma de espectáculo que la fascinaba desde su infancia, cuando soñaba a ser la novia Juan Carlos Thorry y quedaba prendida a las películas con Fred Astaire y Ginger Rogers.
Pero ella no iba a salir a escena sin antes hacer un ensayo general de tipo casero. Una tarde de otoño, reunió en el living del departamento a un grupo de amigos para hacerles escuchar sus nuevas canciones. Fueron público y jurado de aquella avant premiere Susana Rinaldi, Perla Santalla, Selva Alemán, Jorge Mayor, Walter Vidarte y, lógicamente, María Herminia Avellaneda. De la cinta de un grabador salió entonces la voz de María Elena, desnuda de instrumentos.
Al final de la audición, la cantautora y sus amigos estuvieron de acuerdo respecto a cuál era la referencia más definida de lo que acaban de oír: la experiencia parisina. Esta había dejado su semilla de canción “adulta”, más allá de la revelación del folclore latinoamericano. En los clubes de Saint Germain, María Elena había conocido el recital como modalidad para comunicar canciones. El recital se basaba en una secuencia de música y palabras, quizá a la manera de las antiguas juglerías pero completamente a tono con los tiempos modernos. Significaba la emancipación de los cantautores y los intérpretes solistas, que en los espectáculos de variedades tradicionales tenían un espacio limitado.
En gran medida, los franceses eran los inventores de esa puesta en escena de la canción. Brassens, Montand, Brel o Ferré, cada uno con sus respectivas marcas, podían estar más de una hora combinando canciones con poemas a capella – después de todo, los primeros recitales habían sido sesiones de poesía leída o recitada -, chistes y relatos breves, todo organizado de una manera teatral y en un estilo de aparente familiaridad con el espectador.
En principio, las cosas fueron pensadas para que estuvieran una semana en cartel. Pero la demanda obligó a estirar los tiempos. Juguemos en el mundo, también conocido como Show para los ejecutivos, fue un exitazo. María Elena parecía el rey midas del espectáculo argentino de los años 60: todo lo que tocaba lo convertía en número puesto. Si bien la respuesta del público la tomó por sorpresa, inmediatamente comprendió que el show que había ideado no era la cómoda continuación de las canciones para niños, sino el inicio, para ella y quizá para la vida cultural porteña, de una nueva forma de expresión. Así como su libro Hecho a mano había sintetizado la poesía melancólica “del 40” con la vivacidad de las “artes menores”, las actuaciones del Regina fueron una gran oportunidad para fusionar los más diversos registros de su vida poética y musical.
Desde el punto de vista de las composiciones, Juguemos en el mundo fue el punto de partida de una nueva ars poética de la canción argentina. Es difícil exagerar su importancia, su peso determinante en el curso de la música popular de fines de los 60 y buena parte de la década siguiente. En un extenso informe publicado en la revista Primera Plana, Ernesto Schóó examinaba el fenómeno de la “nueva canción argentina”, reconociendo en el mismo el rol decisivo de María Elena. Si bien Schóó también advertía del trabajo pionero de Dina Rot y Carlos Waxemberg, no se le escapaba el hecho de que habían sido las canciones de María Elena las que le habían dado un impulso fortísimo a un tipo de canción argentina poco afín a los géneros tradicionales y, a la vez, escasamente relacionado con la música pop, el rock y la contracultura. Tal vez no existiera una conexión causal entre Juguemos en el mundo y los espectáculos de Nacha Guevara o las canciones de Jorge de la Vega (el disco El gusanito en persona fue puesto a la venta en octubre de 1968, con lo cual debe descartarse una influencia directa de María Elena sobre el artista plástico devenido en cantautor). Pero no podía negarse que, por lo menos, el “show de los ejecutivos” había vuelto visible al movimiento, más allá de los círculos artísticos de los que había emergido.
El espectador/oyente regresaba a su casa con la convicción de que María Elena le había cantado a él en particular. Por lo tanto, había una canción para cada oyente, como si una rigurosa investigación sociológica hubiera precedido al show. Así lo explicaría Oscar Cardozo Ocampo: “Ella tenía un tema para cada persona del público. Al promediar el recital, ante un abanico de canciones desplegado, cada uno sabía qué parte del espectáculo le estaba dirigida. Era un fenómeno extraño, pocas veces vi algo así.”
María Herminia Avellaneda, que colaboró con las luces y la puesta en escena, recordaría el poder interpretativo de María Elena, así como el proceso de elaboración y de concentración previo al show: “Cuando preparaba un show estaba todo el día tranquila, callada, meditando lo que iba a hacer a la noche, tratando de no distraerse en nada. Era una dedicación total. Gracias a esa concentración lograba un dominio del público como yo nunca antes había visto. Uno sentía cómo cambiaba el estado de ánimo de la gente a medida que lo deseaba. Con un girar de la mirada, un gesto de la mano, se percibía claramente el paso de una corriente en el público.”
¿Qué sucedía allí? ¿Hipnosis de una poesía oral que remitía a antiguos rituales, como los de la edad lírica de los griegos, cuando las melodías de las liras eran la generatriz de las estrofas poéticas? Pero María Elena bien podía reconocer fuentes mucho más próximas, desde las canciones de cabaret de Bertold Brecht y Kurt Weill a la chanson francesa. Nadie podía negar, y menos en el contexto de modernización cultural de los años 60, que el cosmopolitismo que soplaba por las nuevas canciones de María Elena era afín al temperamento argentino, y especialmente al porteño.
Alrededor de melodías pegadizas que el público tarareaba más allá del foyer del teatro, Juguemos en el mundo se fue convirtiendo, a lo largo de 1968, en el espectáculo número uno de Buenos Aires, y su autora, en un duende lleno de humor y “doméstica ternura”, según alguien supo interpretar. Efectivamente, la mixtura de sarcasmo y dulzura, de crítica aguda y de mirada más comprensiva sobre las cosas, los tipos sociales y la propia historia argentina, la distanciaba un poco de otros estilos con los que en los años 60 se abordaba la realidad nacional.
Era extraña la impresión que despertaba esa obra “adulta”: por un lado, la de un duro golpe contra mitos y creencias instalados; por otro, la de un refuerzo de los lazos de continuidad cultural, por más rechazo que esa continuidad pudiera producir en medio del torbellino cuestionador de aquellos días. Esa combinación tan suya de sarcasmo y afecto le venía de las canciones infantiles, si bien allí los términos estaban repartidos de otra manera. Podría decirse que si en la etapa “infantil” había sabido tratar a los niños casi como adultos, sin verlos como seres incompletos, ahora lograba llegar a los grandes con un estilo y una retórica tal vez tributarios del mundo infantil.

(Fragmento del libro «Como la cigarra. Biografía de María Elena Walsh, Emecé/Planeta, Buenos Aires, 2011),

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