Sergio Pujol

Los cigarrillos negros y rubios – “voy cambiando para no aburrirme” – de Atahualpa Yupanqui sobre una mesita al lado del micrófono: los fumará en los descansos de la grabación de El payador perseguido. La ansiedad de Mariano Mores al momento de registrar “Taquito militar” apenas sosegada por el arreglador Martín Darré. Una variación adicional en la versión de 1958 de “Quejas de bandoneón” por Aníbal Troilo. Una foto – el instante de un acto, el de grabar discos, que perpetúa instantes – de Los Shakers en Buenos Aires, con el Negro Rada dando vueltas por el estudio. Una noche de grabación con la orquesta de Osvaldo Pugliese antes de su partida a la URSS.

Y la lista podría continuar. José Soler fue técnico de grabación de Odeón entre 1954 y finales de los años 80. Él dice haber sido uno de tantos, uno que hizo su trabajo, aunque agrega pícaramente: “tan mal no grabé”. Su memoria es sólida, pero lo interesante es que está al servicio de pequeñas grandes historias de la música popular argentina. Pródigo en anécdotas, todas ellas conducen a algún dato significativo, nunca se malgastan en digresiones. Como buen mago de grabaciones, Soler es un ecónomo del tiempo.

Llegó joven de Eslovenia con sus padres, no bien terminada la guerra.Aun hoy le agradece al primer gobierno de Perón haberle facilitado a su familia los papeles para cambiar definitivamente de residencia y probar la fortuna de la paz, lo más lejos posible de un continente fragmentado en tribus que se juraron la muerte. Cuando habla de la guerra su expresión habitualmente sonriente se nubla por un momento, y enseguida salta de la masacre europea al recuerdo emocionado del Hotel de los Inmigrantes, símbolo de un país que habilitó todos los mestizajes posibles en una época de xenofobia y racismo. La música argentina, mestiza por definición, es quizá el mayor documento del diálogo espiritual entre Europa y América, casi contradiciendo aquella sentencia de Walter Benjamin de que no hay documento de cultura que no lo sea al mismotiempo de barbarie. Soler lo sabe como pocos; quizá por eso se esmeró tanto en su delicadísimo oficio, acaso un arte.

En entrevista pública conducida por Gabriel Soria, el hombre que grabó algunos de los discos más entrañables en estas tierras anduvo la fría tarde del 2 de julio por la Academia Nacional del Tango. Entre retratos fotográficos de los grandes maestros de la música porteña nos divirtió y emocionó con los cuentos de una vida de oyente experto, testigo auditivo de esa puesta en acto tan mágica y al mismo tiempo profesional que aun llamamos grabación. La línea de tiempo de su vida empieza con el relevo del 78 por el 33 1/3 – del disco “de pasta” al vinilo – y llega hasta las puertas del siglo digital. Pero cuando habla de “su tiempo”, Soler refiere a una época en la que se grababa con 3 micrófonos – “uno para la voz, otro para el piano y el contrabajo, el tercero para las cuerdas y los bandoneones”-, se lograba el efecto “cámara” dejando abierta la puerta del baño y solía ser más difícil registrar el sonido de un grupo pequeño que el de una gran orquesta.

“Pero lo más difícil siempre era la voz humana”, aclara Soler, no sin antes explicar que el propósito de todo buen técnico de sonido es intentar que al menos algo de eso que une en vibración directa al emisor con el oyente pueda quedar inmortalizado en la matriz, ese disco de metal tan mal tratado por las majors de la música argentina. Y en un santiamén, José despeja una duda histórica que muchos creían leyenda urbana: “A mediados de los años 80, por decisión de un pelotudo de la empresa EMI-Odeón, se destruyó el 80% de las matrices históricas, entre ellas las de los discos de Gardel, para darse una idea del daño infligido”.

Mucho talento enfrente tuvo Soler a lo largo de casi medio siglo de tutearse con micrófonos y cintas. A los 87 años llora sin pudor mientras corre un disco de Troilo, se exalta de admiración cuando volvemos a escuchar el magistral “Gallo ciego” por Pugliese, nos comparte su fascinación por los grandes intérpretes delchamamé (atesora anécdotas con Montiel y Tarrago Ros) y fundamenta los motivos que lo llevan a considerar la grabación de la Misa Criolla el momento más importante de su vida profesional (Injustamente su nombre no figura en los créditos de aquel disco porque, habiéndose grabado en los estudios EMI, salió a la venta por el sello Phillips).Pero si José tuviera que elegir un solo momento fonográfico por encima de los demás, no dudaría en quedarse con aquel en el que conoció a Violeta Parra. Y entonces todos paramos la oreja, más todavía, amnésicos del frio que pasamos en la calle. En realidad, dominado por tangueros de paladar negro, el auditorio parece autoconvocado sólo para que José oficie una ceremonia de espiritismo porteño. Para que vuelvan a la vida por un rato Canaro, Mores y Pichuco. Pero José, siempre un poco rebelde, decide rubricar su deliciosa charla con ella, Violeta Parra. “Era la encarnación de la soledad”, sentencia. “Vino con su hermano Nicanor y grabó unas canciones maravillosas con su rasguido inconfundible. Jamás escuché a otro intérprete hacer eserasguido de guitarra.”

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