Sergio Pujol
Pocas veces en la historia de la música popular un(a) intérprete epitomizó todo un género de un modo tan contundente como lo hizo Aretha Franklin con el soul. Situada en la línea de tiempo del canto femenino negro entre Etta James y Chaka Khan, la portentosa hija del reverendo C.L. Franklin brilló por encima de todas sus coetáneas de un modo enceguecedor, sin dejar prácticamente ninguna cuerda de la identidad afroamericana moderna sin tocar.
Veamos. Como varias de las mejores voces del jazz y el pop, Aretha fue niña educada en las capillas del gospel. Mucho más tarde fue estandarte sonoro de los Derechos Civiles, al punto de que Martin Luther King, en retribución simbólica al apoyo que ella les había brindado a sus campañas, participó en Detroit en la declaración del 16 de febrero de 1968 como “el Día de Aretha Frankin”. A partir de la conversión de “Respect” de Otis Redding en un tema de enunciación femenina, devino intérprete de cierta forma racializada del feminismo de los 60/70. Obviamente, al haber empezado de modo promisorio una carrera de cantante y pianista de jazz que derivó en estrellato soul, logró ser algo así como el puente viviente entre Dinah Washington y Diana Ross.
En términos políticos, se consagró como la mayor de las figuras del mundo del espectáculo simpatizantes de los últimos líderes del partido Demócrata. (Youtube da cuenta del fervor de Bill Clinton y de la emoción incontenible de Obama las veces que ambos estuvieron, desarmados y humanizados, frente a esa voz soberana). Podemos añadir a este listado multifuncional su anecdótico paso por la lírica, cuando en la entrega de los Grammy de 1998 reemplazó a un enfermo Luciano Pavarotti en la interpretación de “Nessun Dorma”.
No obstante ese virtuosismo para legitimar al soul como forma cultural, hay aspectos o momentos de su vida que no parecen encajar del todo en la narrativa más convencional del mundo musical negro. Por lo pronto, Aretha no fue hija del gueto en sentido social. En otras palabras: nunca fue pobre. Su padre era un hombre exitoso y relativamente adinerado, uno de los pocos afroamericanos que, merced a su prestigio religioso y a la enorme popularidad de sus discos con sermones, podía recorrer el sur de su país sin padecer actos de segregación. Cuando la joven Aretha cumplió los 18 años, el reverendo Franklin la envió de Detroit a Nueva York para que grabara en trío de jazz y tomara clases de baile. Aquel pasaje de la Iglesia Misionara baptista del Nuevo Templo a los clubes de la Gran Manzana tuvo un indudable significado secular.
Acaso más moderno que muchos de sus colegas de fe, Clarence LeVaugh entendió que al mundo pop le estaba faltando el toque místico que su hija vocalmente superdotada podía darle. Ella era la artista indicada para hacer en registro femenino aquello que Ray Charles había protagonizado en clave masculina. Descubierta por el gran productor John Hammond, debutó allí como cantante de jazz acompañada por el trío del pianista Ray Bryant. Llegó incluso a compartir cartel con John Coltrane en el Village Gate, mientras los críticos de la revista Down Beat la votaban como la mejor cantante en ascenso de 1961. Sus versiones de standards – la de “Misty”, notoriamente – la situaban muy cerca de la divina Sarah Vaughan, lo que era bueno y malo al mismo tiempo. Imposibilitada de grabar sus propias canciones- ya componía algunas cosas – y, más grave aún, de elegir libremente el repertorio, pronto se vio constreñida a desarrollarse en un ambiente ya predeterminado por grandes cantantes. Aun así, perfiló en los discos de Columbia su desinhibido estilo soul, buscando inspiración en Sam Cooke y con una destreza vocal y pianística que no abundaba en el mundo pop.
En 1966 pasó de Columbia a Atlantic Records, lo que era decir de una major a un sello más bien indie según los cánones de la época. Lo hizo en el momento justo, cuando el soul hervía en los barrios negros. Era el momento de Otis Redding, Wilson Picket o Isaac Hayes; y el de infinidad de mujeres que, a menudo escoltadas por coros homogéneos, cubrían la cuota de balada y medio tiempo romántico y sexy. También en este punto Aretha fue diferente, si bien su encantadora y super exitosa versión de “I say a Little prayer”, originalmente compuesta por Bacharach y David para Dionne Warwick, se inscribió en esa línea. Pero para sorpresas de muchos no firmó con Motown: el tamaño de su ambición era grande, no quería quedar pegada al modelo de vocalista ligera y grácil que el citado sello impulsaba. Tampoco suavizó sus modos para complacer las demandas afro-eróticas del mercado simbólico de los años 60. Parte sustantiva de su repertorio de aquellos años (“I never loved a man”, “Do right woman, do right” y la muy aplaudida “(You make me feel) A natural woman”) aludía a esa postura de mujer fuerte y decidida, capaz de amar a un hombre apasionada e insumisamente, sin atenuar el volumen de su fibrosa voz de contraalto, atacando las notas con una precisión sorprendente, como si el gospel de Mahalia Jackson se hubiera reconvertido, por influencia del clima de rebelión juvenil de los años 60, en un canto de lucha que debía ser escuchado con todo el cuerpo. Nadie como Aretha para levantar a su auditorio y ponerlo en un estado de emoción, jolgorio y compromiso. Todo al mismo tiempo.
Al volver a sus discos – el dolor por la muerte de un músico admirado sólo amaina en contacto con sus grabaciones -, escuchamos allí algo más que el título honorario de “reina del soul”, esa celebridad del progresismo estadounidense que hoy, en pleno gobierno de Trump, adquiere un tamaño mayor. En realidad, lo que llega a nosotros es la voz de una promesa de cambio, la fanfarria de lo que vendrá en un tiempo todavía atado a un pasado ominoso. Es la voz de un reclamo universal en sentido de utopía, de mantener vivo un significado trascendente de la existencia. Pero al mismo tiempo vibra allí un documento de los años en los que Aretha construyó, mediante el poder persuasivo de su genio interpretativo, su reinado indiscutido. “A change is gonna come”, la canción de Sam Cooke que ella cantó como nadie, resume lo esencial de su legado.