Por Sergio Pujol

I.

Unas semanas atrás, le comenté a un amigo de mi generación que estaba escribiendo unos apuntes sobre Jorge de la Vega para unas jornadas de historia centradas en la conmemoración del año 1968. Inmediatamente me dijo: “¡El gusanito! ¡Qué canción perfecta, nunca se compuso nada igual!” Mi primera reacción fue la de tratar a mi amigo de exagerado. Los autores y compositores argentinos han producido grandes canciones a lo largo de la historia. Sin restarle méritos a “El Gusanito”, jamás diría que es la mejor canción argentina. Pero lo más sorprendente de aquel ditirambo fue el hecho de que mi amigo pensara a De La Vega como cantautor antes que como pintor. Es decir, ubicó a uno de los grandes artistas visuales del país – sus obras se incluyeron en la mayoría de las principales exposiciones colectivas de arte argentino y latinoamericano realizadas en el exterior – en el campo superpoblado de la música popular. Fue como decir que Leonardo Favio era un gran cantante sin tener en cuenta sus películas. Indudablemente, aunque se hayan escrito varios libros sobre la Nueva Figuración, el Informalismo, el Pop Art, Tucumán Arde y los happenings de Marta Menujin, la música popular de los años 60 sigue siendo un tema imbatible a la hora de examinar las prácticas y las representaciones gestadas en aquel tiempo. Después de todo, y ya que hablaré de un pintor devenido músico, cabe recordar que Andy Warhol formó parte de Velvet Underground.

No tengo dudas de que esta forma de transcendencia hubiera alegrado a Jorge De La Vega. Como tantos creadores de su época, De la Vega realmente creía que la canción era un medio expresivo muy potente, que le permitiría rebasar el ámbito del Di Tella, salir tanto de ese espacio de consagración de “alta cultura” como de la pintura misma -trasgredir los marcos era todo un tema de aquellos años -, aunque quizá con el propósito de volver al museo todas las veces que lo creyera necesario. En definitiva, preguntarnos por Jorge De la Vega pensándolo de este modo, tan pintor como cantautor, es abordar un aspecto fundamental de la vida cultural de la década de los 60. 

Sin embargo, no hubo aquí una “carrera musical” en sentido estricto. La muerte súbita a los 41 años por causa de un aneurisma, justo en el momento en que afirmaba su perfil de cantautor (ese año, 1971, había presentado su ciclo Canciones marginales en La Fusa, y en el teatro SHA había compartido cartel con Edmundo Rivero, Susana Rinaldi, Facundo Cabral, el cuarteto Cedrón y Jorge Schusshein), tronchó su desarrollo. ¿Podemos imaginar hasta dónde hubiera llegado De La Vega con sus canciones? “Quieren aprender las letras, cantarlas, no imaginamos que sucedería tan pronto”, decía poco antes de su muerte. “Pero para esto se componen las canciones y para esto se cantan: para que todos nos quieran”.  Es claro que De la Vega pensaba la canción como un arte de comunicación inmediata, un arte público por naturaleza. Pero está historia tiene un regusto semi amargo. Convengamos que la vigencia de “El gusanito”, recientemente reversionado por Leo Masliah y por Francisco Garamona, y la estatura mítica de su autor no fueron créditos suficientes para impedir que, más allá de algunos rescates aislados, la llamada Nueva Canción Argentina quedara algo perdida en la memoria histórica de los argentinos. 

He aquí entonces una paradoja: aquello que potenció la trascendencia de Jorge de La Vega pertenece a un género anclado a aquel pasado; un género efímero, que nunca llegó a despegar del todo, trágicamente encerrado entre la dictadura de Onganía y la muerte de Perón, tributario de una genealogía fortuita e impedido de gozar de una continuidad más o menos visible. Es cierto que algunos de los principales exponentes de la Nueva Canción Argentina desplegarían trayectorias importantes. Pienso en Nacha Guevara, que unos meses atrás presentó el recital “Las canciones que nunca volví a cantar” – título elocuente de lo que estoy diciendo -, o en las siempre atrayentes, aunque lamentablemente algo discontinuadas, actuaciones de Marikena Monti o Dina Roth. También es verdad que en 1972 el llamado Canto Popular Urbano se postuló como la continuación en clave política – o de politización cultural – de la Nueva Canción Argentina. Me refiero aquí a la radicalización de principio de los años 70, con su cénit en 1973, cuando jóvenes cantautores esperanzados con la revolución hacían ciclos en la sede el Sindicato de Músicos. Fueron los días en los que Piero invitaba a corear “Para el pueblo lo que es del pueblo”, Daniel Vigletti alentaba a desalambrar y Pedro y Pablo enfervorizaban a su público con “La marcha de la bronca”. Pero eso ya no era la Nueva Canción. No exactamente. La excentricidad no parecía llevarse muy bien con las canciones testimoniales, si bien en materia de música popular las fronteras siempre son borrosas. En 1969, una revista de arte calificó a De la Vega de “figura y contrafigura de la canción de protesta”.

Acabo de emplear la palabra excentricidad para definir el nuevo género. En efecto, la Nueva Canción Argentina fue excéntrica en el sentido de alejarse de los puntos gravitacionales de la canción argentina tradicional, al mismo tiempo que se diferenciaba de las modernidades juveniles en boga, por más que temas como “Están ocurriendo cosas” o “Diamantes en almíbar” tuvieran puntos de contacto con temas de Los Gatos o Almendra, por no hablar de Los Beatles. Pero en todo caso, esas y otras “nuevas canciones” eran tan pop como podía serlo “Twist del Mono Liso” de María Elena Walsh. En definitiva, no eran expresiones de música joven sino más bien la joven música de mujeres y hombres de la generación anterior. Nadie nacido antes de 1940 tenía derecho a considerarse rockero.

II.

Ahora bien, si no pertenecía a los géneros populares tradicionales y tampoco a la música pop, ¿qué fue la Nueva Canción Argentina? La denominación de marras no esclarece mucho. Recordemos que el deseo de novedad e innovación fue el Zeitgeist de los años 60, atravesó distintas disciplinas y fijó el ritmo de los consumos culturales de los sectores medios urbanos: Nuevo tango, Nuevo Cine Argentino, Nuevo Periodismo… Para complicar más el asunto, la expresión Nueva Canción ha vuelto recientemente, aunque sin la fuerza denotativa que tuvo en el tramo final de los 60, ese momento renacentista de la cultura de Occidente que el historiador inglés Arthur Mardwich llamó “The high sixties”.  

Por lo pronto digamos que la Nueva Canción Argentina nació bajo el hostigamiento político y cultural de la dictadura de Onganía como expresión crítica de un grupo de artistas que rondaban el circuito teatral de la ciudad de Buenos Aires. Casi todos ellos tenían una relación estrecha con el Instituto Di Tella – especialmente con el área teatral dirigida por Roberto Villanueva – y esa forma de teatralidad idiosincrásica de los 60 y 70 llamada café concert. Digamos luego que la Nueva Canción se diferenciada del folclore y el tango- a este último lo satirizaba – y estaba en sintonía con la actualización del arte de los trovadores que, en el marco de un movimiento cultural de sesgo contestatario, venía operándose en diversos escenarios del mundo. Más apoyada en las letras que en las músicas (se creía que la canción debía “decir cosas” y, en lo posible, tener vuelo literario), aquellas canciones enunciaban una crítica mordaz al pensamiento reaccionario y al autoritarismo de un régimen pacato en materia de moral pública y marcarthista en términos ideológicos. En el marco de la guerra fría, el gobierno de Onganía era claramente funcional a la política exterior norteamericana, si bien en materia cultural hubo algunos chispazos entre Buenos Aires y Washington; el más sonado, la prohibición de la ópera Bomarzo, de Ginastera y Mujica Láinez, sobre el que De la Vega tomó partido firmando un apoyo de artistas e intelectuales a los citados autores. Desde luego, la Nueva Canción defendía las libertades públicas desde escenarios a menudo intervenidos por las huestes del comisario Margaride. Todo esto les confería a los nuevos trovadores un cierto status épico, desde luego menos riesgoso que el que surgiría unos años más tarde, primero con las amenazas y los atentados de la Triple A y luego con el terrorismo de estado. 

El antecedente local era sin duda María Elena Walsh, que el 4 de abril de 1968, en el Teatro Regina, había debutado como cantautora para público adulto con su espectáculo “Juguemos en el mundo” (también conocido como “El show de los ejecutivos”) en el teatro Regina. En el plano de las influencias importadas, habría que señalar, en primer término, las de la canción francesa, allí donde Georges Brassens y Jacques Brel – y antes que ellos Boris Vian- habían actualizado el oficio de juglería. También puede señalarse aquí la influencia de los chilenos Violeta Parra y Víctor Jara, aunque estos provenían más claramente de raíces folclóricas de su país. En su afán modernizador y cosmopolita, los intérpretes argentinos que estamos viendo buscaban cortas amarras con la tradición, por más que a menudo la citaran o la recrearan parcialmente.

En realidad, para que la Nueva Canción prosperara fue necesario que madurara una idea teatral de la canción y la poesía. Siguiendo las crónicas de la época, cabe reconocerle a Carlos Waxemberg el rol del pionero. En 1966 Waxemberg cantaba como un folk-singer en una Buenos Aires recién impactada por las noticias de la psicodelia y la música pop. Su primer disco se tituló, justamente, “Algo sopla en el viento…” Pero en tanto movimiento artístico, la Nueva Canción se puso en marcha en 1968, lo que, desde luego, no es una casualidad; en todo caso, fue fruto de un clima de época. Sus integrantes no eran náufragos de la Cueva y menos aún epígonos del Club del Clan. A la figura del grupo musical – “mente grupal”, como llamaba William Burroughs a Los Beatles- se contraponía la del solista; al predominio del sonido voluminoso de generación eléctrica, la lírica de cantante con guitarra, aunque sobre la expresión despojada generalmente trabajaban arregladores imaginativos. Mientras el rock reconocía al blues y al rhythm and blues entre sus ancestros, las raíces de la Nueva Canción estaban en Bertold Brecht y Kurt Weill tanto como en los juglares franceses ya mencionados y, en menor medida, en  Bob Dylan. En cuestión de género, la Nueva Canción Argentina tenía más mujeres que el rock, el tango y el folclore: Nacha Guevara estrenaba en el Di Tella Nacha de noche y más tarde denunciaba con “Anastasia querida” los estragos de la censura, Dina Rot rescataba viejos cantos sefaradíes y Mariquena Monti rendía homenaje perpetuo a Edith Piaf. (Esto sin contar a la gran María Elena Walsh). También estaban Poni Micharvegas con sus “canciones de fogueo”, Jorge Schussein, recién desvinculado de I Musicisti – primer nombre de Les Luthiers -, con sus sarcásticas descripciones de la Buenos Aires alienante, Horacio Molina haciendo equilibrio entre Joao Gilberto y Gardel e incluso Federico Peralta Ramos cantando, con acompañamiento de Francis Smith, su delirante “Soy un pedazo de atmósfera”, y con el piano de Alberto Favero, “La hora de los magos” de Jorge de la Vega.

“Fue un movimiento espontáneo, y por lo tanto desordenado”, me explicó Nacha Guevara cuando la entrevisté en 2001. “Nunca nos juntamos a decir: vamos a hacer una nueva canción. Cada uno por su lado iba coincidiendo en esa necesidad de hacer una canción urbana. Había gente muy dispar, por lo tanto mucha libertad expresiva. Creo que era una divertida bolsa de gatos y ratones. El público fue cambiando, ya que al principio estaba conformado por los raros, los intelectuales y los hippies. Luego el público se fue aburguesando. Empezó a llegar gente al Di Tella más para ver a los raros, los intelectuales y los hippies que para escucharnos a nosotros. Y a veces salían escandalizados” 

Por supuesto, la Nueva Canción gozó de todo el apoyo del influyente semanario Primera Plana; a mediados de 1968, su periodista cultural número uno, Ernesto Schóó, publicó la nota titulada “La nueva canción de los argentinos”, que terminó siendo una suerte de mapeo y a la vez manifiesto, toda vez el propio periodista tendría su lugar en el movimiento, como autor de “El colmillo”, un tango en solfa o parodia de tango que Nacha cantó y grabó, junto a temas de Carlos del Peral, Griselda Gambaro, Julio Cortázar y canciones francesas adaptadas (Por ejemplo, “No se casen chicas”, “La Java de las bombas” y “Un buen par de patadas”, las tres de Boris Vian). Parte de aquel repertorio quedó documentado en los discos del sello Olympia fundado por el psicólogo Alberto Brodesky. En fin, como nuevo movimiento que se preciara de tal, la Nueva Canción también tuvo sus mecenas e impulsores.

III.

Pues bien, a esa galería de voces excéntricas e irreverentes – recordemos que la irreverencia cotizaba alto en aquellos años – vino a sumarse Jorge de La Vega con su disco de 1968 El Gusanito en persona. La música lo había acompañado desde los días de la infancia. Su tío bisabuelo Ricardo de La Vega había escrito letras de zarzuelas. Su padre, José de la Vega, era el autor, junto a Agustín Bardi, de “Madre hay una sola”, del repertorio de Gardel. Jorge tocaba la guitarra discretamente, era un oyente omnívoro e incluso en sus años de estudiante de arquitectura había escrito algunas canciones que guardaba en secreto. 

Por otra parte, es posible que el viaje que emprendió a Estados Unidos en 1965, como profesor invitado por la Cornell University en Ithaca, lo haya hecho reflexionar sobre los alcances de la cultura pop; de hecho, a su regreso se acercó al mundo de la historieta, colaboró como asesor gráfico de la revista Pinap y emprendió su serie de cuadros más conocidos – rostros y cuerpos deformes, en convivencia apiñada -,algunos de impronta psicodélica e incluso conectados con títulos de canciones de diversos géneros (“Nunca tuvo novio” de 1966 y “Retrato de Eleanor Rigby”, de 1968), o, como en el caso de “Rompecabezas”, inspiradores de un proceso de integración de pintura, música y poesía. (“Rompecabezas” se llamó la exposición-concert que brindó en galería Carmen Waugh en setiembre de 1970).

¿Qué decir de las canciones? Todas tenían un tono burlón y un poco delirante. Podían ser sarcásticas, pero al mismo tiempo eran tiernas y piadosas con los personajes ultramodernos que retrataban. Un cierto idealismo hippie les daba un fuerte sentido epocal, quizá pequeñoburgués a los ojos de la izquierda más dogmática.  Grabado para el sello Olympia, el disco se editó en octubre de 1968 y fue inmediatamente presentado en un ciclo de 15 días en la galería Bonino, con el autor rodeado de sus propios cuadros, una manera de sugerir transferencias entre iconografía y canciones. Eran 10 temas, todos de autoría propia y con arreglos y dirección musical de Roberto “Camaleón” Rodríguez: “Proximidad”, “La gata Teresa”, “Rotativa”, “Abracadabra y etc.”, “Diamantes en almíbar”, “La hora de los magos”, “El gusanito”, “La jaula”, “Están ocurriendo cosas” y “El gusanito en persona”.

Veamos algunas de aquellas piezas más de cerca. En “Proximidad” encontramos una suerte de himno al amor con una torsión irónica, y quizá cierta deuda con Jacques Brel, otro de esos franceses inevitables. Sobre un ritmo binario de insistencia beat, un bombardeo de verbos comunitarios (“acercarse, estrecharse y abrazarse…”) termina revirtiendo la supuesta solidaridad de toda esa gente junta, que en realidad está, como en los cuadros, amontonada y cosificada. La alienación como gran tema de la época. Por su parte, “La gata Teresa”, con su humor paradójico (una gata que come de todo… menos lauchas) deriva directamente del cancionero infantil de la Walsh (Ver el mundo desde una perspectiva falsamente infantil era otro recurso de los 60). En “Rotativa” hay una reflexión crítica sobre los medios, con un collage de situaciones y personajes que recuerda un poco “Cambalache” de Discépolo (Cabe mencionar aquí que Federico Peralta Ramos comparó a De la Vega con Discepolín), si bien, hacia el final de la canción, musicalmente basada en una sonoridad de funk-rock, el periódico aludido revela su condición utópica. “Diamantes en almíbar”, uno de los momentos más altos del disco, es una crítica a la burguesía consumista – los ejecutivos de María Elena Walsh en modo hedonista -, compuesta a manera de jingle publicitario. A través de la segunda persona describe a dos viajeros absurdamente mundanos que recorren el mundo a piacere hasta que un estrépito sugiere que el avión que los transportaba de aquí para allá finalmente cayó o se estrelló, como muchos aguardaban que sucediera con las clases dominantes. “Yo engrasaba mis aviones/ con caviares de ultramar/ tú planeabas otro viaje/ de París a Pakistán…” (Casi a manera de nota al pie, confieso que la primera vez que escuché esta canción pensé en Virus; luego descubrí que no es una asociación tan inapropiada, toda vez que otro artista plástico formado en el Di Tella y volcado a la música, Roberto Jacoby, escribió las letras de algunas de las mejores canciones de Moura).

Como canción testimonial en estricto sentido, tenemos “La hora de los magos”. Allí están los 60 en Argentina y el mundo. Pero están en reverso utópico. Aquello que debería ser y no es: “No hay más disturbios raciales/ baja el dólar, sube el peso/, /si alguno quiere morirse/ debe esperar a ser viejo. Se acabó la guerra fría/ y empezó la de los besos/ y la luna de repente,/ se hizo de miel en el cielo…” Para la grabación, Camaleón Rodriguez contrató un coro de 14 voces mixtas para sólo 8 segundos de música. Era la lección ejemplar de Los Beatles: el exceso como forma de la belleza.

Definitivamente, el track 7 fue el hit del disco y de su creador. Escrito para la hija de un amigo una década antes, “El gusanito” ya circulaba por los ámbitos universitarios antes de llegar al disco. De melodía atrayente, su clave está sin duda en la circularidad, sólo alterada por un desvío al final de cada frase que nunca llega a concretarse. La estructura formal no es tan sencilla como parece. Como en un cuadro de Escher, la imagen referencial del gusanito, enunciado siempre con diminutivos, fue lo más cercano a su pintura que De la Vega compuso. No casualmente, Jorge Romero Brest y Manuel Mujica Láinez afirmaron que “El gusanito” debía ser declarado el himno de las bellas artes en la Argentina. Como una parodia a los acertijos y trabalenguas infantiles, la canción era al mismo tiempo un manifiesto estético y una interrogación ontológica, diríase borgeana, inclusive. ¿Acaso no sería el mundo entero un dibujito al revés?

IV.

Anteriormente definimos esta historia como semi amarga en virtud de su inesperado desenlace. Pero, para decirlo con un término de moda, hemos spoileado su final, una mala costumbre para un historiador. Hay que entender que Jorge de la Vega vivió su giro musical con gran gozo, como un acto absolutamente liberador y con enormes expectativas – la de su generación- por el futuro del país y del mundo. Era un hombre tímido, hasta entonces más a gusto en su atelier que frente al público; incluso hubo que convencerlo que ese puñado de canciones podía convertirse en un disco, y el disco en una serie de presentaciones en vivo. Asimismo, es posible que aquellos artistas, actores y músicos percibieran, quizá antes que los observadores políticos, la debilidad intrínseca de la dictadura de Onganía poco antes del estallido del Cordobazo en 1969. Sabían que contaban con apoyo del campo cultural, y que las ideas ultramontanas del régimen en ese terreno estaban completamente desfasadas. 

En ese contexto, la canción como forma cultural le ofrecía a De la Vega una posibilidad de expresión más directa y menos atada a las tramas institucionales del arte pictórico. ¿Qué podían hacer los pintores frente a la dictadura, más allá de sacar sus cuadros y esculturas a calle Florida, colgar un collage fotográfico en alguna esquina céntrica o participar como ilustradores gráficos en alguna publicación? “Quiero con la música comunicarme con la gente que no va a las exposiciones, que no lee libros”, explicaba De La Vega. Finalmente, aquel disco del 68 y los recitales que sobrevinieron le brindaron la posibilidad de acortar distancias, de llevar su sueño de informalidad a su máxima expresión, haciendo del rompecabezas del mundo moderno un juego más humano. 

Texto leído en el panel “Las transformaciones en la cultura popular” de las XVII Jornadas de Historia dedicadas a 1968 en Universidad Di Tella, Ciudad de Buenos aires, 1e de agosto de 2018.

 

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