OBITUARIO, CHARLES AZNAVOUR (1924-2018)

Hijo de comerciantes armenios, cantante de vaivenes jazzísticos y teatrales desde sus inicios, Aznavour fue el embajador de la canción francesa.

El embajador de la canción francesa” ¿Un clisé?  Definir a Charles Aznavour por su relación con el mundo exterior a Francia quizá no sea una mala manera de resumir si no el volumen y la calidad de su aporte -más de mil de composiciones, 70 años de escenarios, un faraónico número de discos, no menos de una decena de canciones de estatus clásico y varios papeles cinematográficos relevantes– al menos su rol histórico, cuando no el ethos mismo de su voz.

Hijo de una familia de comerciantes armenios en París, cantante de vaivenes jazzísticos y teatrales desde el principio de su carrera, Aznavour potenció su fama nacional en otras lenguas. Por supuesto, perteneció con todas las señas al territorio de la chanson, pero su modo francés de estar en el mundo consistió en hacer eso que sus compatriotas no suelen ejercitar en demasía: el poliglotismo. No le fue fácil; consultó diccionarios, buscó traicionar lo menos posible el sentido del texto – como todo intérprete francés, veneró las palabras por encima de las músicas – y terminó disfrutando de la tarea. Fue una estrategia de mercado, pero también la consecuencia de una autopercepción reñida con el nacionalismo galo. Un elogio tácito a la trashumancia, a las fronteras abiertas. Y en cierto modo también un acto de amor a sus ancestros, a los que además honró trabajando por la memoria del genocidio armenio.

Supo cantar en inglés de modo cautivante, interpretar sus mejores canciones en español, expresarse convincentemente en alemán – escúchese la versión de su hit “La Boheme” en la lengua de Marlene Dietrich – y fascinar a los italianos en su propio romance (Su versión en italiano de “Que c´est triste Venice” –“Com´e´triste Venezia” – tuvo eficacia más allá de la elemental referencia geográfica, si bien el propio músico aseguraba preferir la española por encima de las demás). En definitiva, fue el mejor embajador posible en el sentido de hacerlo todo para que, frente al avance irrefrenable de la cultura anglosajona, Francia siguiera ocupando al menos un lugar destacado en el imaginario de la música popular; para que, fuera de su país, la canción francesa no quedara acotada a los estudiantes de la Alliance Francaise y demás francófonos desperdigados por el mundo. El crítico Pierre Saka no exagera al afirmar que el siglo XX le dio al mundo tres grandes Charles: de Gaulle, Trenet y Aznavour.

Fue gentil y severo, cosmopolita y un poco conservador –su culto a la nostalgia y a los placeres antiguos iba a contramano del espíritu de los años 60 y 70, paradójicamente el tiempo de su consagración categórica-, magnético y un tanto corriente. Por momentos, daba la impresión de ser un tipo de la calle que pasaba por ahí y se había subido al escenario aprovechándose del descuido del personal de seguridad. Y antes de que lo bajaran del escenario, el hombre se agrandaba canción tras canción, hasta cubrir con su sombra de romanticismo a una platea enmudecida de emoción. Decía cantar no para todos sino para cada uno de sus oyentes. “Voy a hacer de ti mi mejor canción”: ese verso de “Apaga la luz” fue su manifiesto artístico. Tan diferente a Ives Montand y a Jacques Brel –cronológicamente se ubicó entre ambos-, los trascendió en tiempo de vida y quizá también en popularidad. Su audiencia provenía de diferentes estratos sociales, y él sabía convocar gustos diferentes en una extraña y poco frecuente convergencia de públicos. Podía ser hip en el filme Disparen contra el pianista de Truffaut o en los cortes jazzísticos del dúo Roche & Aznavour, exponente puro de la tradición de la chanson en “Sa jeunesse”, étnico en “Les deux guitares” o vocero del kitsch francés en canciones como “Mourir d´aimer” o “Quién”.

Cualquiera fuera la cosa que cantara, su estilo era inconfundible. Rango acotado, voz trémula y palpitante. Rostro de ceño fruncido y mirada perdida, como si estuviera recordando algo remoto que sólo se permitía salir a la superficie en la forma de una melodía.  Actuó con otras estrellas –memorable junto a su amiga Liza Minelli, la besa en medio de la canción y ella casi llora -, pero su fuerte era el número solista; su poder interpretativo naturalizaba cualquier fondo sonoro –en general, los arreglos de sus músicas eran convencionales-, como si todo lo que estuviera por detrás de su voz fuera un mero decorado. Mientras Sinatra, al que admiraba, solía interactuar con la orquesta en magistral clase de swing, él prefería cantar consigo mismo.

Desde “Sur ma vie” de 1955 a “Je t´aime A.I.M.E” de 1994, el cuerpo de sus canciones está atravesado por el gran tema de los amores evocados, a menudo fechados en un momento idílico que ya no volverá: “comme un amant du temps jadis”. Como sucede con todo autor vasto, no sería justo circunscribir su obra a un solo tópico. Aznavour le escribió a los inmigrantes y a los comediantes, a Génova y a Venecia, a la madre y a los años de la juventud, a los bailes del ayer y a la bohemia de Montmartre, a Edith Piaf –su descubridora y algo más– y a los transexuales, a las canciones del viejo faubourg parisino y al jazz. Pero aún las más descriptivas de sus canciones eran suyas en el sentido de haberlas afincado en su voz, ahí donde el texto encontraba su vibración. Por supuesto, no faltaron buenas versiones de sus temas –de “La boheme” por Edith Piaf a “She” por Elvis Costello -, pero aun en casos tan brillantes la remisión al original era inevitable.

Al escuchar “Te espero”, “Venecia sin ti”, “Sur ma vie”, “Non je n´ai rien oublié”, “Apaga la luz” o la fantástica “Les plaisirs demodés” podemos ver a su autor/intérprete ensimismado, sufriendo con cierto estoicismo la imposibilidad de regresar a un tiempo perdido e irreal: el del amor perfecto.

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