Tucumano hijo de bolivianos, Jaime Torres encarnó a lo largo de su vida la paradoja de ser único en términos musicales, el hombre del charango.

Mientras escribo apesadumbrado esta nota sobre el gran Jaime Torres (1938-2018), suena a un metro de mi notebook el vinilo Charango y cuatro. La discografía de Torres es pródiga, pero siento por este disco un cariño especial. Lo compré una noche de 1986, en la puerta de la facultad de Bellas Artes de la UNLP. Salíamos de un concierto inolvidable. (Hay veces en que una vivencia fuerte nos anticipa en tiempo real su destino inmemorial). El cuatro del venezolano Hernán Gamboa y el charango del argentino Jaime Torres se habían trenzado de un modo extraordinario, pasándose la línea melódica con desenvoltura, deslizándose sin prisa por ritmos de uno y otro país, de una y otra métrica. La verdad es que todos salimos de ahí embargados por la emoción. Esa noche, Torres y Gamboa tocaron virtuosamente instrumentos que ellos mismos habían contribuido a extraer de la organología folclórica y posicionarlos más allá del rol de acompañamiento. Fue como escuchar en vivo al primer guitarrista reconocido de la historia, o ver en persona al introductor del bandoneón en el Río de la Plata. En un mundo dominado por la clonación, la impresión de estar frente a dos “originales” fue intensa.

Todavía no se utilizaba la ridícula expresión unplugged para referirse a lo acústico, pero si el concierto mencionado hubiese tenido lugar diez años más tarde, habría sido difícil sustraerse a su empleo, generalmente asociado a un renunciamiento parcial a la tecnología: un curioso elogio a la desnudez sonora, siempre que esta dure sólo un rato. De hecho, había una épica implícita en la reunión del charango y el cuatro, con sus pequeñas cajas de resonancia y sus cuerdas mancomunadas (catorce en total, si contamos las cinco del charango doblemente). Una suerte de metáfora de la grandeza que anida en la pequeñez. Recuerdo que, en las dimensiones más bien modestas de la sala de la Facultad de Bellas Artes, ni siquiera hizo falta insistir demasiado con la amplificación.

Por otra parte, si bien aún no generaba el consenso del que hoy goza dentro y fuera de la música popular, sobrevoló en aquella presentación una idea política muy definida: la serie de valses venezolanos, cuecas, joropos, zambas y chacareras revelaba en su manifestación sonora un mundo que trascendía las fronteras nacionales. El venezolano y el argentino no lo eran tanto por sus documentos de identidad como por su pertenencia continental. Lo criollo y lo amerindio se expresaban en forma instrumental, prescindiendo de la palabra y, sobre todo, sin necesidad del auxilio de discursos empalagosos sobre la hermandad latinoamericana. Un cuatro y un charango sonaban en nombre de un pasado subsumido que se hacía presente con una fantástica vitalidad.

Tucumano hijo de bolivianos, criado en la ciudad de Buenos Aires –vida de conventillo– e ícono definitivo de la música de Jujuy –en gran medida, la música del Altiplano todo-, Jaime Torres encarnó a lo largo de su vida la paradoja de ser único en términos musicales –el hombre del charango, ¿de qué otro modo presentarlo? – y al mismo tiempo el artista emergente de una realidad sociocultural más amplia, signada por las migraciones de los países vecinos. Al menos desde 1958, cuando se sumó a la compañía de Ariel Ramírez, Torres recolocó al charango en el contexto del folclore argentino. Podría incluso decirse que lo inventó, en la medida que expandió sus posibilidades interpretativas, lo sacó de la función rítmica de los conjuntos de carnavalitos y con cierta intrepidez plebeya lo llevó a las grandes salas de concierto. Profundamente marcado por la cultura boliviana y nunca tan feliz como cuando tocaba en la Puna, los valles y las quebradas, su mundanidad fue increíble: se lo escuchó en todos los confines del planeta, y en las más diversas circunstancias, como cuando sonó en el show de apertura del Mundial de fútbol en Alemania en 1974, o como cuando en el Luna Park se sumó a Divididos para la versión de “Qué ves”. Desde el grupo que integró con Uña Ramos, José Ramírez y Jorge Rojas en su primer LP de 1964 hasta sus últimos experimentos con la electrónica y los djs, Jaime Torres hizo del charango una persistencia cultural: las voces quechuas y aymaras escondidas en el caparazón del quirquincho jamás dejaron de oírse, de alguna u otra manera, cualquiera fuera el ambiente sonoro que las englobara. Si bien la parábola del ascenso social vinculada a la música popular ha sido objeto de innumerables relatos, quizá lo singular de Torres haya sido el hecho de que su modulación de los escenarios del Tantanakuy de Humahuaca al Teatro Colón de Buenos Aires no fuera tanto la de un género o estilo como la del propio instrumento. Parafraseando a Heitor Villa-Lobos, Torres bien pudo decir: el charango soy yo.

Jordan

Fines de los añós 60, Jaime Torres y Mercedes Sosa.

Tocaba con los ojos cerrados, con una sonrisa un tanto enigmática, acaso reminiscente de algún sueño de la infancia. Marcaba los tiempos de la música con un leve movimiento de hombros encogidos, como de guitarrista sin cuello, y su mano derecha –su clave, como sucede con la del arco de los violinistas- saltaba del punteo con dos dedos al rasgueo continuo con perfecta articulación. ¿Cómo lo había hecho, cómo podía tener tanta precisión y riqueza de toque y matices sobre esas cinco cuerdas dobles tan apretadas y pequeñas? ¿Cómo hacía para jibarizar sus dedos y que estos entraran tan perfectamente en ese micro diapasón? Con Gamboa sucedía algo similar, pero al menos el cuatro era, finalmente, una pequeña guitarra. En cambio, el charango antes de Jaime Torres era un instrumento huérfano, perdido entre las mulas del Noroeste. Había que llevarlo a las ciudades, hacerlo convivir con otros instrumentos, pero fundamentalmente había que inventarle una técnica, y con ella un lenguaje.

Es verdad que Jaime aprendió a tocar con su tío Mauro Núñez, y un investigador serio de nuestro folclore tacharía de exageración la afirmación de que el charango pasó de la prehistoria a la historia gracias al solista de Altipampa,De antiguas razas o la increíble secuencia discográfica de Ariel Ramírez. Sin embargo, así como la armónica argentina nació con Hugo Díaz, el charango encontró su lugar en los repertorios de la música argentina merced a Jaime Torres.

Que haya muerto en las vísperas de Navidad y que su participación más celebrada tal vez haya sido en La Misa Criolla es una coincidencia difícil de soslayar, aun a riesgo de rematar esta nota con un toque indebidamente místico. Pero en la apocada festividad de 2018, en medio de una desazón generalizada, es posible que volver a la música encantada de Jaime Torres surta algún efecto positivo. No de consuelo -no está para eso el arte-, sino más bien de esperanza.

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