En la literatura infantil todas las fantasías están permitidas; lo que jamás se acepta es la mentira lisa y llana. Cada una de las canciones de María Elena tenía detrás una historia verdadera, lejano punto de partida para un final de fantasía. 

Propiedad de Susana Rinaldi, la tortuga que inspiró la que probablemente sea la canción más famosa de María Elena solía responder con celeridad al llamado de las personas. Rareza del mundo animal, objeto de admiración de la autora de Los sueños del Rey Bombo, esa tortuga en particular remitía a un pasado más exótico que doméstico. Desde niña, María Elena había manifestado su preferencia por ese icono de lo eterno: tortugas sosteniendo antiguas cartografías sobre sus cabezas; tortugas de los monumentos milenarios de Vietnam; tortugas lentas pero sabías, que al final le ganaban la carrera a las liebres arrogantes de Esopo.

¿Por qué no contar la historia de una tortuga de Pehuajó, provincia de Buenos Aires? Aquel pueblo estaba en la línea del Oeste. Su nombre, de origen guaraní, siempre le había intrigado. Se divertía pronunciándolo; había un ritmo ahí. Luego, había que sacar a la tortuga a pasear al mundo. Llevarla a París, ¿a dónde si no?

Manuelita vivía en Pehuajó

Pero un día se marchó.

Nadie supo bien por qué

A París ella se fue

Un poquito caminando

Y otro poquitito a pié.

Pero los viajes al centro del mundo suelen terminar en frustración. El humor y la ternura suavizan un poco la amarga enseñanza de esta canción levemente nacionalista – nada como la tierra donde uno nació -, brotada de la segunda tanda de canciones infantiles, la que llegó cuando el destino teatral y discográfico de la nueva María Elena ya estaba sellado. 

Tantos años tardó en cruzar el mar,

Que allí se volvió a arrugar,

Y por eso regresó,

Vieja como se marchó,

A buscar a su tortugo

Que la espera en Pehuajó.

La grabación original, de 1962, fue en rigor la última del dúo Leda y María. Si bien el ritmo es de habanera, igual que en la versión solista de María Elena, el arreglo de Leda coloca el tema en el ámbito de las viejas coplas españolas, con un canto a dos voces por terceras, escoltado por una guitarra y una flauta traversa. La letra respeta las estrofas completas del texto finalmente publicado en El reino del revés. Por eso se escucha:

Manuelita por fin llegó a París

En los tiempos del rey Luis.

Se escondió bajo un colchón

Cuando la revolución,

Y al oír la Marsellesa

Se asomó con precaución.

A partir del 63, esta y otras canciones se desprendieron, no sin fricciones personales, del ámbito en el que habían nacido. Era un gesto de emancipación de la autora, que ahora en pareja con María Herminia Avellaneda decidió volver a grabar todo el material original de los discos que había hecho con su ex compañera. Confiaba en que el público del dúo no se perdiera. De hecho, una parte de la audiencia de la versión solista de Canciones para mirar provenía de los seguidores de Leda y María, pero otra parte mucho más numerosa, que en algunos casos ni siquiera había oído hablar del período folclórico de la autora, se apresuró a comprar los discos de una tal María Elena Walsh, convertida desde entonces en madrina cultural de los niños argentinos. 

María Elena Walsh – Canción del Jardinero

De pronto, lo estrafalario se volvió  familiar. En Humahuaca vivía una vaca muy estudiosa, vieja, algo sorda y de dudoso gusto para vestirse; razones de rima la habían confinado a la quebrada (“La vaca estudiosa”). Un jardinero, feliz con su trabajo, había aprendido que una nuez “es arrugada y viejita/ pero puede ofrecer/ mucha, mucha, mucha miel” (“Canción del jardinero”). Un mono emparentado con un famoso cuadro de Leonardo da Vinci probaba su puntería en la orilla de una zanja, confiado en sobrevivir con una naranja de la que finalmente se apiadaría. (“Twist del mono liso”). Una conocida del Mono Liso, la Mona Jacinta, era coqueta y maternal; vivía en un castillo de un solo ladrillo con su marido. (“La mona Jacinta”) Un pájaro alegre, el pájaro Pinto, había sido ejecutado por un cazador con “escopetita” el día de San Borombón: desde entonces, su compañera, la Pájara Pinta, lloraba de melancolía, sola y sentadita en un rincón. (“La Pájara Pinta”). Con ritmo de twist – ese baile hacía furor entre 1962 y 1963 – una polilla se alimentaba con placer, “sentadita en el ropero/ con su plato y su babero.” (“La familia Polillal”).

Pero eso no era todo. Había un gato que hasta no hacía mucho sufría tremendos dolores de muela. Fue su natural enemigo, el perro dentista, quien le recetó bombón de pescado, santo remedio. El buen canino sintió pena por la más grande de las penas: la tristeza gatuna. (“El gato Confite”). En Gulubú vivía un brujito que en una vuelta enfermó a toda la población. Sólo la ciencia de un sacrificado médico que se desplazaba en un cuatrimotor pudo rescatar al pueblo de las brujerías. (“Canción de la vacuna”). La Reina Batata tuvo suerte, como su vecina la Naranja: la encontró a tiempo una niña que le salvó la vida; desde aquel día, la Reina posaba en un trono de lata. (“La Reina Batata”). Otra afortunada era la hormiga Titina, que con las tres restantes bailaba, desde aquel día, “chamamés”. (“Canción de Titina”).

A los personajes y las situaciones se sumaban los lugares encantados, como en las fábulas: la calle del gato que pesca; el correo, el tranvía y el aljibe; el país de Nomeacuerdo; Tucumán, ciudad fea hasta el día que llegaron los gatos; el bazar de la calle Chacabuco, allí donde el oso Osías compró de todo, como Enrique en Londres; los castillos solitarios, los bosques embrujados y ese Reino del Revés, donde se dice que “nada el pájaro y vuela el pez”, entre otras anomalías.

En cuanto al marco temporal, este nunca era del todo preciso. En la imaginación de María Elena los almanaques no existían y el anacronismo era un recurso constante: un monarca había inventado el peine de carey. En definitiva, la perpetuación de monarcas y marqueses carentes de poder verdadero se asemejaba más a ciertos rituales historicistas de la modernidad que a una evocación romántica del Ancien Regime. 

A la par de tan impreciso marco temporal, el lenguaje cruzaba, premeditadamente, voces de ayer y de hoy. Un glosario de una Argentina de otros tiempos irrumpía, convulsivamente, en medio de una expresión si se quiere moderna. Esa irrupción producía un pequeño escándalo sonoro y etimológico. Como ha observado Alan Pauls: “Muchas de las canciones de María Elena Walsh están escritas en esa especie de lunfardo de kindergarten. Pero nunca llega tan a fondo su programa como cuando dice “disparate” o “abatatarse”, reliquias que solo ella supo escuchar de cerca.”

Apropiándose de esas canciones, los niños salieron a cantarlas y a jugar con toda naturalidad. Pero algunos padres, y desde luego los críticos, se preguntaron por la procedencia, si no de María Elena – los más enterados sabían bien quién era -, de esas letras y esas melodías. Los versos estaban en los libros editados por Luis Fariña. Pero la forma de presentarlos, de “actuarlos” inclusive, no revelaba su origen tan fácilmente. 

Las antiguas nursery rhymes estaban presentes en María Elena desde el momento mismo de sentarse a escribir la letra e imaginar la música. Las había cantado Enrique, aprendidas por él de sus propios padres, y en París la señal de la BBC más de una vez había entrado a la habitación del Grand Balcón con una rhymes a bordo. Estos antiguos poemas infantiles ingleses corrían por tradición oral desde el siglo XVII, o tal vez desde antes. Algunos, como “Hey Diddle Diddle” y “To market, to market”, se codificaron a mediados del siglo XIX, para llegar al siglo XX como objetos culturales dignos de ser revisados. 

Los personajes de algunas rhymes estaban inspirados, según se creía, en figuras históricas. Por ejemplo, “Humtpy Dumpty” era Ricardo III de Inglaterra. Esta función alusiva o metafórica potenciaba, en algunos casos, una cierta intención satírica o crítica. Las canciones de los niños podían entonces ser, en manos de los adultos, una forma de intervenir sobre las figuras del poder, o referir ingeniosamente a valores y características de un país determinado. (Trasladada al repertorio de la Walsh, esa operación se pone de manifiesto en “En el país de Nomeacuerdo”, “El último tranvía” e incluso en “Manuelita la Tortuga”, si pensamos en el tópico de las relaciones de las elites argentinas con París).

Si bien en su mayoría inglesas y escocesas – Mother Goose´s melody fue una de las primeras recopilaciones -, las nursery rhymes también supieron desarrollarse en los Estados Unidos, con temas como “Twinkle twinkle little star” y “Mary had a little lamb”, este último cantado por Thomas Alba Edison en su primer cilindro grabado. Más tarde, en su Manifiesto Poético, Dylan Thomas mencionó las nursery rhymes entre las fuentes más nobles de su poesía. 

Varios pedagogos insistieron en las virtudes de esas cancioncillas a la hora de educar a los niños. Se decía, no sin fundamento, que las rhymes enseñaban a cantar, a la vez que, como afirmó Bruno Bettelheim, cumplían una función catártica. De hecho, algunas tenían un origen un tanto macabro, como aquella que relata la muerte de unos niños en un puente incendiado por los Vikingos ( “London bridge is falling down”). Para María Elena, las nursery rthymes eran, antes que nada, un modelo formal: “La rima acarrea su propia magia cuando no se la busca con demasiado afán”, diría tiempo después. Un ejemplo perfecto fue “Canción de títeres”:

Da la media vuelta

Toca el cascabel,

Roba caramelos

En el almacén.

Otra de las fuentes en las que María Elena abrevó: los cuentos tradicionales. Los hermanos Grimm (“Caperucita Roja”, “Hansel y Gretel”), Hans Cristian Andersen (Pulgarcito”, “El patito feo”), Carlo Collodi (“Las aventuras de Pinocchio”), Charles Perrault (“El gato con Botas”), James M. Barrie (“Peter Pan”)… esos autores le habían llegado impersonalmente, despojados de toda entidad autoral, como vehículos nominales de un imaginario que había alimentado sueños y pesadillas por largas décadas. 

En cambio, a Lewis Carroll lo había leído con la certeza de que estaba frente a un autor singular, no un recopilador de historias sin fecha. Pero la seducción no fue inmediata. Debió insistir un par de veces con el ciclo de Alicia antes de “agarrarlo”: Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas (Alice´s adventures in Wonderland) y Alicia en el espejo (Alice´s adverntures in Wonderland. Through the looking glass). 

A simple vista, la “fantasía equivocada” y la “lógica del revés” con las que la obra de Carroll venía provocando a la humanidad desde 1865 parecían reforzarse en las canciones de “la nieta” del escritor inglés, tal como la propia autora escribió en la contratapa de Canciones para mí: “Quiero llevarte a Inglaterra para tomar un té como el del famoso Sombrero que invitaba a Alicia en su país de maravillas.” No caben dudas de que el bestiario carrolliano – La Oruga, el gato Cheshire, el conejo con chaqueta, etc – inspiró a su par argentino, a través del tiempo y del espacio. Un tema en especial, “El reino del revés”, fue rápidamente asociado a ese mundo al que Alicia había ingresado por un agujero en el parque:

Me dijeron que en el reino del revés

Nada el pájaro y vuela el pez,

Que los gatos no hacen miau y dicen yes,

Porque estudian mucho inglés.

Pero ningún poema o canción de María Elena tenía una sola fuente de procedencia. Aquí nomás, en la propia Buenos Aires, Enrique Santos Discépolo había tematizado el revés del mundo con un sentido de crítica moral: “Da lo mismo el que labura/ noche y día como un buey…” (“Cambalache”). Mucho más atrás en el tiempo, el tema del mundo invertido, incluso condimentado por el disparate, ya vivía en el romancero español. Por caso, la figura de un mundo invertido se hace presente en los versos de “La villa de Beodez”:

En la villa de Beodez

Todo, todo es al revés:

Los zapatos en las manos

Y los guantes en los pies.

En la Villa de Beodez,

El ratón corre al gato

Y el ladrón condena al juez.

(Fragmento del libro Como la cigarra. Biografía de María Elena Walsh, Emecé/Planeta, Buenos Aires, 2011).

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