Obituario
Fue un juglar urbanizado capaz de conceder algunos toques de modernidad sonora sin abandonar un estilo donde la poesía era resaltada verso a verso.
Me entero de que murió Alberto Cortez y vuelvo a escuchar la canción “Mi árbol y yo” de un LP del sello Music Hall titulado Distancia. Salió en 1970; mis padres lo compraron uno o dos años más tarde. Un viaje en el tiempo. O dos viajes, mejor dicho: el del cantautor a su niñez, y el mío a las puertas de la adolescencia. En realidad, el sello original era Hispavox, toda una firma en el panorama de la canción española de los 60 y 70. El verdadero nombre de aquel autor e intérprete – lo supe muchos años después – era José Alberto García Gallo. Se rumoreaba, o él mismo lo había contado en alguna entrevista, no lo recuerdo bien, que el nombre de fantasía lo sustrajo de un verdadero Alberto Cortez, cantante peruano sin fortuna artística.
Radicado en Madrid desde 1963 – en realidad, sus primeros trabajos europeos habían sido en Bélgica-, el Cortez argentino se integró activamente a la escena de la canción ibérica. Como casi todo lo que grabó- salvo quizá sus primeras canciones ligeras, del tipo “Sucu sucu” y “Me lo dijo Pérez” –, Distancia, que tomaba su nombre de la canción homónima, se conseguía hasta no hace mucho en CD, y seguramente – no me tomé el trabajo de averiguarlo – sus temas, secuestrados de sus álbumes originales por chirolas, hoy circulan insomnes por las plataformas del milenio. Como sea, yo prefiero seguir escuchando “Mi árbol y yo” y las demás canciones en vinilo. No por fundamentalismo del siglo XX, sino más bien por razones afectivas, así de simple (¿No fue Alberto Cortez, al decir del ingenio popular o quizá de un buen redactor de gacetillas de prensa, “el gran cantautor de las cosas simples”?). Quizá la palabra aurale quede un poco grande a este disco, pero no puedo negar que su audición con ruido de superficie y sonido “monofónico” encierra para mí recuerdos muy apreciados (Hoy descubro que en el interior del cartón también guardé el “doble” de Víctor Manuel con “Por eso estoy aquí”, “La oficina”/ “No me duele decirlo”, “Quiero abrazarte tanto”).
Recuerdo haberme pasado todo el tiempo que duraba Distancia mirando esa tapa algo bucólica: el cantautor, con saco marrón a cuestas, como recién salido de una oficina, caminando en medio de un hermoso paisaje que bien podía ser del NOA argentino o de alguna región de España. Las montañas neblinosas al fondo, un galpón o establo a su mano izquierda. La distancia, deshabitada. Con sólo cambiar la imagen de Cortez por la de Miguel Cantilo, aquella podría haber sido una tapa hippie. Pero no había en aquel disco ni un ápice de hipismo, al menos en sus letras. Incluso el lado B cerraba con “A los principiantes”, una especie de “If” de Kipling en castellano en la que un hombre mayor (¡Cortez tenía 30 años!) le daba consejos de vida a un joven. Luego supe que Cortez era afecto a las dedicatorias. “A mis amigos” – pronto la “sacaríamos” en guitarra en extraña vecindad con “Tema de Pototo” – fue la más célebre.
Eran los días en que Joan Manuel Serrat nos enseñaba quién había sido Antonio Machado, Jacques Brel despertaba delirios en los teatros de París y Atahualpa Yupanqui era un mito tan vivo como expatriado. Podría sumar otras estampas de época, pero creo que esas alcanzan para enmarcar una canción y el álbum que la contiene. Adolescentes mal informados, a principio de los 70, cuando buena parte de lo que acabo de referir ya empezaba a quedar atrás, casi nada sabíamos de Alberto Cortez. No sabíamos que había sido el primero en musicalizar poemas de Antonio Machado (“Retrato”) y de Miguel Hernández (“Nanas de la cebolla”). Tampoco que había sido el segundo intérprete en la España de Franco de un tipo de show llamado “recital unipersonal” (Raphael lo antecedió por unos meses). ¿Alberto Cortez había nacido en Rancul, provincia de La Pampa? La verdad es que tampoco sabíamos eso.
Distancia traía otras canciones de valía, como “Quien quiere beber conmigo”, “Los viejos andenes”, “Cuando llegue la noche” y “Rosa Leyes el Indio”. Inmediatamente, de discos anteriores, descubrí “Cuando un amigo se va” (su canción más conocida que hoy acude en ayuda de editores perezosos), “En un rincón del alma” y “El abuelo”. Son clásicos populares. Tal vez no precipitaban nuestros llantos – indudablemente los buscaban -, pero terminábamos de oírlas con “un nudo en la garganta”. Cortez las cantó siempre, mientras les iba sumando “Castillos en el aire”, “A partir de mañana” y “Qué maravilla Goyo”. Estas tres últimas, y buena parte de lo que le siguió a Distancia, ya no tuvieron ese encanto sentimental de sus primeras canciones, esos esbozos proustianos de un relato de familia con el que Cortez, lejos de la Argentina, parecía querer reconstruir los primeros años de su vida. Y para volver el tiempo atrás, nada como las canciones.
Los temas de Distancia fueron arreglados y dirigidos por Cesar Gentili, un tipo muy competente que en un mismo arreglo te llevaba de Mantovani a Herb Alpert haciendo escala en Bernard Herrmann. Como Serrat, Alberto Cortez era la clase de cantautor que daba lo mejor con orquesta, prestigiando el buen arreglo. Era un juglar urbanizado –de ahí su nostalgia por los campos, cuesta imaginarlo escribiendo algo como “Pueblo blanco” de Serrat-, capaz de conceder algunos toques de modernidad sonora sin que ello supusiera alejarse de un estilo donde la poesía debía ser resaltada verso a verso. En aquel tiempo se decía “honrar la palabra”, y la mejor forma de honrarla era cantarla en su mejor posibilidad. Había allí un pronunciamiento a favor del idioma y sus más nobles referentes, por más que pocas veces se los pudiera rozar. Yupanqui, Neruda y Machado conformaban una trilogía consensuada que un cantautor debía defender y promover con fervor. En ese vértice de música popular y poesía se situaba Alberto Cortez. En su caso, también incidía, acaso más que en otros, su inocultable admiración por la chanson y sus grandes intérpretes, especialmente por la teatralidad agónica de Brel. Como este, Cortez nacía, moría y resucitaba en cada recital. A menudo su tour de forcé resultaba un tanto fastidioso y desmedido, pero había ahí una filiación auténtica, ecos vivos de una tradición a la que él mismo había contribuido de un modo decisivo.
No quiero alejarme mucho de “Mi árbol y yo”, la pieza de este recuerdo puntual. La canción cuenta una historia centrada en un episodio real de la niñez del autor:
Mi madre y yo lo plantamos
En el límite del patio
Donde termina la casa.
Fue mi padre quien lo trajo,
Yo tenía cinco años
Y él apenas una rama.
Con el tiempo, aquel árbol llegó a pesar 5 toneladas y hubo que derribarlo, ya que sus raíces amenazaban la vivienda del vecino. Pero eso fue mucho más adelante. En pleno ciclo vital, esa mole de madera y verde se convirtió en residencia de recuerdos para el músico trashumante, algo sólido en medio de un paisaje de vida en constante tránsito. Metáfora del origen, la casa y sus padres, el árbol de Cortez dialoga con dos canciones de Yupanqui, “El aromo” – sobre poema del uruguayo Romildo Risso – y “El árbol que tú olvidaste”. Esta última refiere a una complicidad animista de raíz coplera: el árbol como testigo y como amigo. Una complicidad que se potencia desde el viaje y el exilio.
Intérprete de voz caudalosa y melodista carismático, Cortez, cuyo estilo de canto no pudo ser más diferente al de Yupanqui, nos atrapa de entrada con su música. En “Mi árbol y yo” el ritmo melódico acompaña fielmente la respiración de la letra. La primera parte arranca con un motivo de matriz tanguera mientras la segunda presenta una órbita más amplia y de carácter lírico. Es donde dice:
Mi árbol brotó…
Mi infancia pasó…
Hoy bajo su sombra
Que tanto creció…
Tenemos recuerdos
Mi árbol y yo.
Las derivaciones de esta canción han sido, sin duda, más curiosas que las circunstancias de su nacimiento. De gran impacto en México en 1971 – tampoco supimos eso en su momento-, allí el tema se convirtió en un himno ecologista, en el marco de un plan nacional de reforestación. Acompañó una publicidad televisiva que decía: “Plante un árbol y gane un amigo para toda la vida”.