Llegamos a la Estación Central, donde nos dijeron que se había abierto la Puerta de Brandeburgo. La gente pasaba de un lado a otro de Berlín.
uánta gente atesora algún cascote del muro de Berlín? Yo tengo uno. Sobrevivió a mudanzas, separaciones, desórdenes – externos e internos -, cambios de gobierno y devaluaciones varias. Metonimia de una historia política larga y triste, ese pedazo de piedra y cemento (parece la adelgazada esquirla de un meteorito) remite a una construcción de 155 kms de perímetro y 3,6 metros de alto que, asimismo, es sólo parte de un rompecabezas global extremadamente complejo.
El Muro de Berlín, de cuya caída se cumplen en estos días 30 años, se levantó en agosto de 1961 para dividir una ciudad en disputa entre las superpotencias. No hubo una obra más icónica de la Guerra Fría. Ni las novelas de John Le Carré, ni las burlas del Super Agente 86, ni el Sputnik provocando in your face a los yanquis o el revanchista alunizaje de 1969 lograron expresar tan plena y mudamente el ethos de un período histórico completo. Muchos murieron en los extramuros, intentando cruzar al otro lado. En el Chek Point Charlie, hoy convertido en memorabilia cool, se cuentan algunas de esas historias. A manera de friso de los tiempos modernos, los metros de Muro que quedaron en pie están atiborrado de pinturas; entre sus imágenes más vistas figura el dibujo del beso que Gorbachov y Honecker se estamparon en la vida real, a propósito de la visita histórica que el líder soviético le brindó al jefe de gobierno de la República Democrática Alemana poco antes de la caída. (Si se sabe que los varones rusos se besan con vehemencia, a menudo incluso en la boca, el efecto paródico o satírico se desvaneces enseguida). Todo esto es bien sabido. El capitalismo se engolosinó contándoselo a los niños libres que no podían conciliar el sueño. Fukuyama, el fin de la historia, la posmodernidad, la globalización… lo que no hace mucho tiempo era novísimo hoy parece viejo. Después vino el atentado a las Torres Gemelas y recalculamos la morfología de la Historia. Pero en 1989 todos creíamos que el siglo XX llegaba a su fin con jóvenes alemanes saltando eufóricos cual Nina Hagen multiplicada ad infinitum sobre una pared a punto de ser derribada. Y en cierto modo así fue: que los historiadores del futuro se encarguen de ubicar los años 1989-2001 donde les plazca.
Yo tenía 30 años. Podría haber dicho entonces aquello que, con inusitado optimismo para su época, Dante llamó el punto medio de la vida. En cambio, lejos de promediar, la Guerra Fría estaba llegando a su final. Súbita y ruidosamente. Aquello era el ruido de un muro que se desmorona; su estabilidad ha dependido de un equilibro de tensiones, dos fuerzas simétricas empujando de ambos lados. Una siguió empujando igual, la otra abandonó todo esfuerzo. Desde mediado de los años 80 algo venía sucediendo en la URSS de Mijail Gorbachov. Y también en la Polonia de Juan Pablo II y Lech Walesa. Y en la Hungría de no recordamos quién, a donde sospechosamente se dirigían muchos alemanes en tren de vacaciones por tiempo indeterminado. Y en la Checoslovaquia de los demócratas y libertarios que reconocían en el carismático Vaclav Havel el aroma revivido de un viejo tiempo de grandeza nacional. En ese contexto, la República Democrática Alemana parecía ser el país políticamente más estable de la región, conducido por el confiado Erich Honecker, uno de los artífices de la llamada Ostpolitik. ¿Ceguera o extrema confianza? Engañarse a uno mismo: esa era la consigna más frecuente entre los Partidos Comunistas de Europa del Este.
Hoy que el polvillo del Muro es imagen fotográfica, los historiadores argumentan que los soviéticos no pudieron seguir el ritmo de producción de armamentos cada vez más sofisticados con el que los Estados Unidos de Ronald Reagan los desafiaron. Que los soviéticos no pudieron – o que lo pudieron hacer a expensas de otras necesidades de su población – aceptar el reto de la Guerra de las Galaxias de aquel presidente cowboy y su vice y sucesor George H. W. Bush. Y que la apertura promovida por el bueno de Gorbachov, con su perestroika y su glasnot, terminó desatando una tormenta incapaz de ser reducida con promesas reformistas. Luego bastó que la gente gritara un poco más fuerte, con un poco más de bronca, y que los equipos de Occidente amplificaran aquellos sonidos. Pasó en muchos lugares detrás de la Cortina, pero sobre todo pasó en la insospechada Alemania del Este. Era el fin de un sueño iniciado en 1917. Los comunistas del mundo bajaron la cabeza y los yuppies cantaron victoria. Goodbye Lenin.

9 de noviembre en Berlín, la noche en la que acabó el siglo XX.
En 1989 yo formaba parte de la cátedra “Historia del siglo XX” en la facultad de Periodismo de la UNLP. Supuestamente ese era mi tema, además de la música. Increíblemente, ese año asistiría al final de un ciclo histórico, después de haberle asegurado a los alumnos del primer cuatrimestre que tendríamos Guerra Fría para rato y haberle prometido al profesor titular, mi amigo Hugo Satas, que si llegaba a pasar cerca de la frontera franco-alemana tomaría fotografías de la pujante RFA. La verdad es que llegué a Berlín medio de carambola. Con quién entonces era mi esposa veníamos de París, en viaje hedonista. Habíamos escuchado noticias confusas sobre Alemania, que en ese tiempo eran dos países. Por ejemplo, habíamos escuchado decir que casi medio millón de personas se había reunido en Alexander Platz de Berlín Este para protestar contra las autoridades de la RDA, y que Honecker había sido removido por otro burócrata de la Nomenklatura. Pero las protestas formaban parte del paisaje social de la Europa moderna, y los cambios bruscos en el poder eran parte del folklore ruso. ¿Por qué pensar que esa concentración y esa mudanza política iban a terminar con un régimen, un sistema económico y un muro?
Rebosante de gente, aquel parecía ser el último tren a Berlín. Al cruzar la frontera interalemana se vivió un momento de cierta tensión. Los guardias del lado oriental pidieron identificaciones con una adustez que tanto consumo de cine yanqui de guerra nos había condicionado a leer en términos de extrema hostilidad. Ellos no hablaban inglés: sólo alemán y ruso. Obviamente nadie imaginaba que aquella sería la última vez que fuera obligación mostrar un pasaporte para atravesar Alemania. Aun así, el cambio estaba en el aire. Las fronteras se habían vuelto porosas, nadie mandaba a nadie y una felicidad borracha saboteaba todos los controles. Los alemanes son muy efusivos para festejar, y en esa oportunidad cantaban a viva voz su schlager musik al lado de The wall de Pink Floyd (Pensándolo bien, estuvimos un poco lentos al no darnos cuenta de que algo especial debía estar sucediendo con el Muro, por más ubicua que sea la música de Roger Waters. En ese entonces para mi la Alemania contemporánea era un disco de Lou Reed y Trans Europe Express de Kraftwerk).
Al llegar a la Estación Central tomamos el metro (U-Bahn) rumbo al Zoo, en cuyas cercanías estaba el departamento que nos habían prestado para nuestros días berlineses. Y fue entonces que nos dijeron que el 9 de noviembre se había abierto la Puerta de Brandeburgo para que la gente pudiera pasar de un lado a otro. En las vacaciones de Navidad, dos millones y medio de alemanes del este cruzarían al oeste. Era el comienzo del gran derrumbe, el primer paso hacia la reunificación de Alemania.
Jorge Aravena es un escritor chileno radicado en Berlín tras el golpe de Pinochet. Jorge canta tangos decentemente y ha escrito algunos libros sobre Borges y Gardel. Su mujer y su segunda hija son alemanas. Su suegro era crítico de cine, conocido de Wenders, Fassbinder y Herzog. Dimos con él en el Instituto Iberoamericano, ese Aleph de nuestro continente. Espléndido cicerone, Aravena nos llevó a recorrer el Berlín profundo en el ocaso del comunismo. Por más que la Puerta de Brandeburgo estuviera recién abierta, no era sencillo visitar el lado Este de la ciudad esquizoide, con los últimos agentes de la Stasi rumiando una retirada. Las estaciones de subte estaban militarizadas y había un horario límite para regresar al lado occidental. Los autos económicos, las paredes despintadas, los comedores obreros con largas mesas comunes (almorzamos una pata de cerdo casi cruda que nos dio suficiente calor como para afrontar el frío a camisa remangada), Marx y Engels en aerosoles desfallecientes, los centros culturales y los teatros de entrada gratuita: a ningún latinoamericano aquello podía parecerle pobre o austero, si bien el contraste con la ciudad occidental era un tanto escandaloso.
Regresamos justo sobre la hora del cierre de fronteras, después de un breve extravío urbano que nos resultó eterno. Y al volver a Occidente vimos el Muro atacado por varios frentes al mismo tiempo: todo lo sólido se desvanece en el aire. A martillazos y palazos, los berlineses habían empezado a tomar las riendas de su historia, aunque quizá sólo fueran jinetes de segundo pelotón. Los más astutos –la lección capitalista se aprende más velozmente que la comunista– empezaron a venderles pedazos de Muro a los turistas que rondábamos la escena. Mis dineros alcanzaron para una modesta pieza de 100 dólares. Fue mi última compra antes de volver a la Argentina del primer Menem.
Regresé a Berlín en 2017. Por supuesto, todo había cambiado, pero lo que más me sorprendió fue saber que, en términos culturales, la verdadera riqueza –por decirlo de algún modo – siempre había estado en ese lado oriental que en el 89 habíamos visitado a contrarreloj. Por algo el centro neurálgico del interés turísticos hoy está allí, en la Isla de Los Museos, el gran barrio judío, la Postdamer Platz (antes un baldío al lado del Muro) las mejores vistas del río Spree, la fantástica torre de comunicaciones, con su bar after hour giratorio, el teatro de Brecht… Stalin se había quedado con la mejor parte.
En 2017 mi cabeza binaria –finalmente, soy hijo de la guerra fría- seguía pensando en dos ciudades, cuando en verdad la Berlín del siglo xxi es una sola urbe (con micro ciudades en su interior) que atrae y asusta por igual. Los propios berlineses se desconcentran un poco cuando, a la búsqueda de algún edificio histórico, uno les preguntaba si dicha construcción estaba del lado occidental o del oriental de la ciudad. Ellos ya no piensan así, no tienen el viejo mapa en la cabeza. En Berlín nadie piensa en términos históricos.
Guardo el pedazo de Muro en un cajón de mi escritorio. Sólo lo saco a pasear una vez al año, cuando hacia el final de la cursada les hablo a mis alumnos de la Guerra Fría. Es la única vez que llevo a la facultad algo más que libros y apuntes. Lo tengo bien ensayado. Después de narrarles los últimos años del comunismo europeo, ahueco un poco la voz, les cuento con otras palabras lo que acaban de leer en esta nota y de pronto, con la velocidad con la que un día Berlín volvió a ser una sola ciudad, extraigo del bolsillo de mi campera un objeto pequeño y macizo y, de cara al público, digo las palabras mágicas: ¡he aquí el Muro de Berlín!