A 50 años de Bitches Brew, el disco en el que Davis produjo el acto de transformación más notable del que fuera capaz un artista icónico

Por Sergio Pujol

Una tarde de noviembre de 1969, el tecladista y compositor Josef Zawinul se sentó a escuchar Bitches Brew, el flamante (e inédito) disco de Miles Davis grabado meses atrás. Zawinul era egresado del Conservatorio de Viena, pero su acreditación para estar allí se la había ganado como integrante del combo de Cannonball Adderley. El nuevo disco, cuya salida al mercado estaba programada para fines de marzo de 1970, comenzaba con una secuencia en ritmo binario de batería, bajo, teclados y guitarra eléctrica. Una textura de rock. Detrás de escena, pidiendo más participación, se escuchaba un clarinete bajo. Transcurridos los primeros dos minutos entraba la trompeta, fugazmente, y luego el resto de los instrumentos. Todos merodeaban un motivo melódico de muy pocas notas, por momentos en clave de pregunta/respuesta (el ancestral call and response) mientras la intensidad de la música no dejaba de crecer. Al minuto 5 aquello era un pandemonio de voces instrumentales. Y al minuto 8, tras un falso final, la música se ponía nuevamente en marcha. El corte inicial, místicamente titulado “Pharaoh Dance”, duraba la friolera de 20:05, pero podría haber seguido eternamente, hasta nuestros días (Metafóricamente, eso es lo que sucedió).

Llamaba la atención la coloración inédita que producía el aquelarre de sonoridades acústicas y eléctricas. El Fender Rhodes sobresalía levemente en un ensamble entregado a la improvisación colectiva. Miles estaba tan entusiasmado con el Rhodes que había desechado por completo al heroico piano. Al entrar la trompeta con un aire levemente blusero, ya se había creado un clima amenazante y al mismo tiempo hipnótico; una especie de sueño psicodélico del que no queremos despertar sin antes saber mejor de qué se trata. En cierto modo, el grupo era una especie de big band fantasmagórica, con una sección rítmica multiplicada (dos teclados, dos bajos y ¡tres baterías!) y una sección “melódica” (saxo soprano, trompeta, clarinete bajo y la ubicua guitarra eléctrica) que obviamente no tocaba ninguna melodía en sentido estricto. No había tema-solo-tema, como en la mayor parte del jazz hasta entonces conocido. La armonía casi no existía; sólo algunos puntos de gravedad tonal diferenciaban esa música de la improvisación libre.

Los solistas – si cabía llamarlos así – tocaban frases cromáticas o escalas exóticas que fugaban la música rumbo a África o Asia, si bien el escenario era la ciudad de Nueva York en su tránsito de la abundancia a la crisis. Sobre una forma que parecía estar definiéndose sobre la marcha –aunque la forma era quizá lo único realmente “compuesto”-, con secciones de duración variable, Bitches Brew iba ganando fuerza a medida que avanzaba, en su mayor parte sobre un medio tiempo que iba del rubato a la marcación rockera. Contra lo que podría deducirse de esta descripción, la música resultaba muy atrayente, un mundo a descubrir que sin duda reclamaba más de una audición. Era arte abstracto, pero no tan abstracto como para no sugerir algunos signos conocidos, como ese insidioso ritmo que parecía sacado de un disco de Sly and the Family Stone. Al terminar el disco, el impresionado Zawinul preguntó: “¿Quién tocó el Fender Rhodes?”. A lo que el productor Teo Macero respondió: “Fuiste tú, Joe”. Y agregó: “A propósito, el tema que abre el disco es de tu autoría, ¿recuerdas?”

Algo similar les sucedió a los otros músicos: les costó reconocerse en aquello que acababan de tocar. Merecen ser nombrados. Wayne Shorter (saxo soprano), Bennie Maupin (clarinete bajo), Chick Corea (piano eléctrico), Larry Young (piano eléctrico y órgano), John Mc Laughlin (guitarra), Dave Holland (bajo eléctrico), Harvey Brooks (contrabajo), Jack DeJohnette (batería), Lenny White (batería), Don Alias (batería) y Jim Riley (percusión). La anécdota de la sorpresa de Zawinul figura en algunos de los varios libros que se han escrito sobre Miles Davis (para este caso, el más documentado es de los críticos italianos Enrico Merlin y Veniero Rizzardi), quizá porque funciona perfectamente para explicar una de las grandes novedades que Bitches Brewtrajo al mundo del jazz: la de la edición y posproducción sobre un material ya grabado. Esto no era novedoso en un disco de rock/pop – al menos desde Pet sounds, Seargent Pepper´s… o Uncle Meat-, pero en jazz la música cesaba cuando los músicos dejaban de tocar. O para decirlo más claramente: el jazz mejor grabado era aquel que no se alejaba mucho del “vivo”. En torno a ese contrato social habían convivido la música improvisada y la industria cultural.

Jordan

Davis creía que en el arte los erroes, como tales, no existen.

Entre el 19 de agosto (final de Woodstock, si queremos pensar la historia en forma de constelación) y tres días más tarde, Teo Macero, productor de Miles entre 1959 y 1983, dejó prendido el grabador del estudio B de Columbia: “Aquí las máquinas no se detienen”, advirtió (En realidad, no fue exactamente así; Miles le pidió un par de veces volver a escuchar lo que había tocado antes de avanzar). Esta sí era una diferencia con el método del pop. En Bitches Brew no se hicieron toma tras toma en busca de la perfección -recordemos que Miles no creía en los errores en música-, sino sencillamente se dejó que la música fluyera como un maná para luego extraer los mejores 93 minutos.  Era la negociación perfecta entre la espontaneidad del jazz y la orfebrería futurista del pop.

Miles y su flamante ensamble de 13 músicos tocaron como quisieron a partir de seis composiciones/bocetos originales: “Pharaoh Dance” (Zawinul), “Bitches Brew” (Davis), “Spanish keys” (Davis), “John McLaughlin” (Davis), “Miles Runs the Voodoo Down” (Davis) y “Sanctuary” (Shorter). Dos de aquellas composiciones habían formado parte del segundo quinteto (“Spanish keys” y “Miles runs…”), pero no habían sido grabadas anteriormente. Aquello no era improvisación “libre” en el sentido del free jazz, pero la libertad con la que eran abordados los diferentes parámetros musicales producía la impresión de estar frente a algo tan nuevo para el público como para los propios músicos. De hecho, los músicos, que nunca habían tocado juntos de esa manera, llegaron al estudio que Columbia tenía en la calle 52 de Manhattan (¡Justo en esa calle, donde había brillado el jazz moderno en los años mozos de Miles!) sin demasiada idea de lo que tenían que tocar. La rica historia del edificio no les sirvió como fuente de inspiración.

Esto último resultó especialmente desafiante para el guitarrista inglés John McLaughlin, al que Miles había conocido a través de su ex baterista Tony Williams, y que ya había tocado en In a silent way, el precedente lógico de Bitches Brew. Conocida la fascinación de Miles por Hendrix y el deseo de que su nueva música sobrevolara entre el rock y el jazz sin quedar atrapada en ninguna etiqueta, McLaughlin vivió aquella cita como una prueba de fuego. “Miles nunca me dijo qué debía tocar, sino aquello que no quería que hiciera”, declararía John años después, risueñamente. “Que no fuera blues, ni rock convencional, ni jazz… Sólo expresó con su voz ronca un esquema rítmico que no entendí bien.  Y así salimos a grabar; sin acordes predeterminados, sin línea melódica.”

Tras las sesiones, Miles y el resto de los músicos se fueron a sus casas. De pronto Teo Macero se quedó sólo con esas cintas y la “máquina que nunca para” finalmente detenida. Durante varias semanas el productor estrella de Columbia y amigo personal de Miles dejó varados a sus otros artistas del sello y se abocó a reorganizar toda la locura sucedida en tres días de agosto. Teo se tomó sus libertades, sabiendo que sólo quedaría en el disco aquello que luego pasara por el exigente tamiz de Davis. “Dediqué tanto tiempo a escuchar las cintas como Miles a crearlas”, contaría años más tarde. En el primer tema, el potente “Pharaoh Dance”, Macero produjo 19 intervenciones. Todas fueron aceptadas por Miles. El jazz invertía así el orden entre un “original” y su interpretación.

Además de un productor inteligente, Teo era un músico formalmente educado. En cierta medida, estaba destinado a convertirse en el George Martín de Miles Davis. La relación entre ellos era de estrecha amistad, pero sazonada de peleas e incluso algunos insultos (Miles lo agredía con epítetos raciales, y a menudo se ofuscaba al punto de amenazar con irse del estudio… pero siempre volvía).  Habían estado juntos en grandes discos de Miles: la experticia como A&R de Teo había contribuido a que Sketches of Spain y Porgy and Bess (ambos con arreglos del extraordinario Gil Evans) terminaran siendo obras maestras. Pero su trabajo nunca había tenido tanta incidencia como esta vez. Teo fue agregando y sustrayendo fragmentos de ese caudal sonoro. Recombinó partes, construyendo sentido desde la instancia de la posproducción. También intervino directamente sobre lo ejecutado, poniendo un loopsaquí y otro allá y jugando con el eco y la reverberación en algunos pasajes de la trompeta abierta (esta vez Miles no utilizó su célebre sordina Harmon).

Del mismo modo que había instruido a McLaughlin a través de negativas, Miles sólo sabía con certeza aquello de lo que buscaba distanciarse. Obviamente no quería saber nada con el bebop y su próspera descendencia: contaban sus amigos que no conservaba ninguno de sus discos famosos; no era hombre de contemplar fotos viejas. (Sin embargo, tras la grabación dijo haberse sentido tan excitado como cuando tocaba con Charlie Parker en los clubes de la posguerra). Del free jazz tenía el peor de los conceptos, por más que tanto su segundo quinteto como lo que había comenzado a transitar en el álbum In a silent way tenían algunos puntos en común con la improvisación libre. Sin ocultar la fuerte atracción que le generaban el funk y la escena del rock duro y “ácido”, jamás hubiera aceptado que su nueva música entrara en el pop, esa categoría de blancos aprovechadores y aprendices de brujo. “No toco rock, toco negro”, resumió Miles, tras su nueva – no última – reinvención.

Jordan

Con la gloria detrás, Miles lo arriesgó todo. Muchos vieron en su mutación el deseo de congraciarse con una generación nueva.

Bitches Brew cumple 50 años en el mismo momento en que podemos ver el ilustrativo documental de Stanley Nelson Miles Davis. Birth of cool (está en Netflix) y se edita en castellano del libro Miles por Miles (Letra sudaca). Pero si filme y libro pueden degustarse como aproximaciones a una figura en cierto modo clásica, el “brebaje de brujería” – algo así quiere decir su título nunca del todo dilucidado – no ha dejado de sorprender y de generar polémica. En el documental de Nelson, el ahogado clamor de aquella trompeta hilvana toda una vida, del bebop al tecno-funk, sin perder jamás su prestancia cool. Pero Bitches Brew marcó un corte abrupto del que muchos fans de Miles jamás se repusieron. Todo pareció estar concebido con ánimo de gran provocación: la tapa “africana” del ilustrador Mati Klarwein – no casualmente responsable de la portada de Abraxas de Santana-, el título del disco, el envase doble (no era tan común en el jazz),  el explosivo maridaje de lo eléctrico con lo acústico, la plantilla instrumental estrafalaria y, lógicamente, la alquimia gestada entre un brujo y sus aprendices.

Con Bitches Brew Miles le dijo adiós a la mayoría de sus seguidores y les dio un displicente “bienvenidos” a un público en ciernes que tal vez nunca llegaría a constituirse del todo. Si Kind of blue es su obra maestra – el consenso perfecto-, las grabaciones de 1969 produjeron el acto de reinvención más notable del que es capaz un artista icónico. Como le pasó a Bob Dylan en Newport en 1965, con su electrificación Miles perpetró una apostasía sin retorno, con la diferencia de que el autor de “Blowing in the wind” tenía sólo 24 años en su hora de mayor irreverencia, mientras Davis era,  en 1970, un gigante de 44 años, una celebridad en la enciclopedia del jazz. Proyectándose a la cultura rock, Dylan lo tenía todo para ganar: una vida por delante. Con la gloria detrás, Miles lo arriesgó todo, aunque muchos vieron en su mutación el deseo de congraciarse con una generación para la que todo mayor de 30 años era una persona irrecuperable. Es verdad que Miles estaba preocupado por la pérdida de popularidad que sufría el jazz a lo largo de los años 60, pero la acusación de pacto mefistofélico era infundada. “Había vislumbrado la senda del futuro con mi música e iba a seguirla hasta la meta”, escribió en su autobiografía. “No por la Columbia y sus cifras de venta, ni menos para ganarme a unos cuantos compradores de discos, blancos y jóvenes. Iba a seguirla por mí mismo. Yo quería cambiar el rumbo, tenía que cambiar el rumbo, pero sólo para continuar amando lo que tocaba y creyendo en ello.”

En su incansable búsqueda de otra música dentro de su música, Miles tenía la certeza de que, así como los errores no existen como tales en el arte, tampoco la vejez. Si bien ya no repetiría una reinvención tan formidable como la de 1969/70 – Tutu está muy bien, pero Prince lo supera -, cumpliría con notable coherencia su apotegma de cambiar para seguir amando lo que tocaba. Cambiar para seguir creyendo. ¿Qué importaba la edad biológica, más allá del imperialismo juvenil? Recientemente Marc Augé escribió algo que seguramente Miles aprobaría con alguna de sus remisas sonrisas: “La vejez es como el exotismo: los otros vistos de lejos por ignorantes. La vejez no existe.”

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