Ennio Morricone, que murió ayer en Roma, gustaba definirse como uno de esos monjes de la Edad Media que hacían su trabajo con tenacidad y ocultamiento.

propósito de la siempre conflictiva relación del cine con la música, contaba el crítico español Conrado Xalabarder una anécdota ejemplar. Estaba David Raksin orquestando la partitura de Hugo Friedhofer para el filme de Hitchcock Lifeboat (la vimos como Náufragos) cuando recibió una mala noticia del director: a último momento este había decidido que una historia de unos pobres tipos tratando de sobrevivir en una balsa no debía llevar música. “El señor Hitchcock teme que el público se pregunte de dónde sale la música de una película que transcurre íntegramente en el mar”. Ni lento ni perezoso, Raksin mandó la siguiente respuesta: “Dígale al señor Hitchcock que me explique de dónde sale la cámara y entonces yo le diré de dónde viene la música.”

En esa convención dialéctica llamada “música de cine”, hubo creadores que debieron lidiar en dos frentes a la vez: el de la subestimación del sistema de las artes –la calificación de oficio como actividad honrada, pero carente de aura- y el del propio ego de los compositores que, a menudo por razones económicas, abordaron el trabajo sin demasiada convicción. Respecto a este último, es conocido el caso de Astor Piazzolla, que compuso varias bandas sonoras para cine –al igual que su maestro Alberto Ginastera– pero siempre creyendo que su música merecía otro destino.

Compositor fértil en diferentes rangos y terrenos –supo integrar Gruppo de Improvizazione Nuova Consonanza y estuvo siempre en contacto con la experimentación sonora -, Ennio Morricone, que murió ayer en Roma a los 91 años, gustaba definirse a sí mismo como uno de esos monjes de la Edad Media que hacían su trabajo con tenacidad y ocultamiento. Con él, la música de cine fue oficio y arte al mismo tiempo. Su pensamiento estético fue agudo, erudito y muy personal. Podría decirse que, como Raksin en la anécdota antes citada, el italiano se relacionó con los directores en pie de igualdad, algo que pocos compositores para cine lograron hacer. Refiriéndose a su entrañable compatriota Nino Rota, Morricone decía admirarlo, pero también le criticaba su relación un tanto sumisa con Fellini, que tempranamente lo había encasillado en la especie “compositor de música circense”. Para el compositor de Cinema Paradiso, en cambio, la música de cine era un campo ideal para experimentar con lo diverso, siempre en alianza sinérgica con las imágenes.

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“Diría que hacerse con un buen oficio es fundamental, pero siempre que te dejes el mismo espacio para la experimentación”, decía el romano.

Primero fue trompetista, luego arreglador y finalmente compositor. Romano de nacimiento, en Roma murió el pasado 6 de julio. Tenía 91 años y había trabajo hasta una edad avanzada. Solía decirse, ya siendo Ennio un tipo célebre, que Los Ángeles había demorado un tiempo en rendirse a sus pies, quizá por la negativa del músico a mudarse a la fábrica de sueños globales. Había estudiado formalmente en la Academia de Santa Cecilia el vademécum del músico juicioso –de la trompeta a la composición, de la dirección de coros a la batuta sinfónica-, para luego, tras estudios de perfeccionamiento, insertarse al mundo de la cultura de masas con una ubicuidad sospechosa a los ojos de los aristócratas de la música. Sin cortar del todo los vínculos con la creación clásico-contemporánea, se zambulló en un género signado por el eclecticismo. Un género ni culto ni popular, o ambas cosas al mismo tiempo. ¿Qué hubiera sido de la vida de Morricone sin el cine? Pregunta vana, como si dijéramos: ¿qué hubiera sido de nuestras vidas sin el cine?

Sus primeros trabajos profesionales los hizo como arreglador: llegó a escribir cuatro arreglos en un solo día, pero sin olvidar que, como le dijo a Alessandro De Rosa en el hermoso libro En busca de aquel sonido. Mi música, mi vida, hay que evitar abusar del oficio para no caer en el aburrimiento: “Diría que hacerse con un buen oficio es fundamental, pero siempre que te dejes el mismo espacio para la experimentación.” Más integrado que apocalíptico, Morricone caminó con virtuosismo por el campo minado de los encargos comerciales, y en ese andar un tanto insolente tuvo la fortuna de toparse con una cantante como Mina, para la que compuso el mil veces irradiado “Se telefonando”, con un ídolo juvenil como Paul Anka, para el que escribió “Ogni volta”, con el cantautor Doménico Modugno, al que le arregló “Piove”, y años más tarde con el gran Chico Buarque, para el que arregló y dirigió su disco en italiano Per un pugno di Samba, allí donde se atrevió a introducir la serie dodecafónica en el contexto tonal de “Tu sei una di noi” (“Quem Te Viu, Quem Te Vê”).

Después de haber musicalizado filmes de Luciano Salce, en 1966 Morricone conoció el éxito cinematográfico con Por un puñado de dólares, de la saga de spaghetti westerns de Sergio Leone. Si bien la consideraría su peor banda sonora, allí aparecieron algunos rasgos idiosincrásicos de un estilo que se desarrollaría en la llamada “trilogía del dólar”, con su punto más alto en – recuérdese al primer Eastwood –  El feo, el bueno y el malo. Aquellas bandas sonoras se sostenían en el uso de la guitarra eléctrica –el golpe de gracia a las creencias de sus viejos maestros del conservatorio-, el juego con timbres poco usuales, coros esporádicos y una mezcla surrealista de lo viejo y lo nuevo. Aun en el empleo de ciertos recursos de su admirada escuela posweberniana –la música pensada a partir de series de alturas, duraciones y timbres-, Morricone nunca dejó de priorizar la melodía pegadiza. Esta podía nacer de un motivo cromático o de una línea más amplia, siempre que tuviera chances de calar hondo en la memoria del espectador/oyente. Y también en la de los actores. Por sugerencia de Leone, la música de los filmes citados se grabó antes del rodaje: así los actores pudieron escucharla mientras se filmaban las diferentes escenas.

Su nombre trascendió los sets de aquellos westerns vicarios. Trascendió Italia, no sin antes seducir a los mejores directores de su generación, que indudablemente vieron en él al coautor perfecto. Recordemos, en un improbable orden cronológico, que Morricone compuso para Lina Wertmuller (Los zánganos), Bernardo Bertolucci (de Antes de la revolución a La luna), Gillo Pontercorvo (La batalla y Queimada), Marco Ferreri (El harem), Pier Paolo Passolini (de Teorema a Los cuentos de Canterbury), Darío Argento (El pájaro de las plumas de cristal) y Marcos Bellochio (La China se avecina). “La música debe ayudar a esclarecer el sentido de la película”, razonaba Morricone. “Tanto si esta tiene carácter conceptual o sentimental. En ambos casos, para la música es lo mismo. Es más, la música, como escribió Pasolini, ayuda a sentimentalizar un concepto o conceptualizar un sentimiento. Por consiguiente, su función siempre es ambigua.”

Si la proyección internacional de Morricone quedó algo demorada por su fidelidad a Italia – desembarcó en EEUU a los 50 años -, su vida larga y fértil compensó el delay ampliamente. El himno anarquista de Sacco y Vanzetti – “Here´s to you” – fue grabado por Joan Báez y silbado por todos nosotros antes, durante y después de la dictadura militar argentina – contrariamente, no fue agradable saber que Morricone había compuesto el tema del Mundial 78 -, y así empezamos a armar el retrato completo de un creador un tanto insólito. Seguramente lo mismo les sucedió a los directores no italianos que lo convocaron para sus filmes más entrañables: Joffe (La misión), de Palma (Los intocables), Almodóvar (¡Átame!), Levinson (Acoso sexual), Malik (Días del cielo), Polanski (Búsqueda frenética) y más recientemente el rey de los cinéfilos Tarantino (The hateful eight). Esta última colaboración le valió el hasta ese momento reticente Oscar a mejor banda sonora. Sucedió en 2016, para alegría de sus incontables fans en el mundo entero. El rodaje del filme fue precedido por un breve desacuerdo entre director y compositor. Tarantino le mandó algunas tomas de lo que estaba haciendo y le preguntó si quería volver a escribir música para westerns. Morricone: “Me interesa, pero si hay nieve, no es un western.”

Posiblemente su melodía más amada, versionada y malgastada sea la que compuso para el réquiem al cine de Giuseppe Tornatore Cinema Paradiso. Allí el modernista imprevisible de los aerófonos exóticos y las guitarras beat, de los silbidos y las trompetas con wa wa, de los climas entre trágicos y cómicos, volvió a mostrar su costado más lírico, como ya lo había hecho en la suite orquestal de Érase una vez en América de Leone. En ambos casos sus melodías parecieron tan suyas como de Puccini o Jerome Kern. Quizá con la excepción de Bernard Hermann y Nino Rota, no hubo un compositor para cine tan amado y parafraseado como Ennio Morricone. Entre las mejores versiones de sus músicas corresponde destacar la versión que Pat Metheny y Charlie Haden grabaron del “Tema finale” de Cinema Paradiso, el poderoso álbum de John Zorn The Big gundown y – algunos escalones abajo- el colectivo We all love Ennio Morricone, con Springteen, Waters, Metallica y Dion, entre otras estrellas. Desde luego, ningún uso extra cinematográfico de sus temas acrecentó ni mejoró -¡qué disparate!– un corpus musical tan exquisita y estratégicamente concebido por un músico que, en una era de encandilamiento, optó por ser invisible.

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