Su voz era pequeña pero cautivante. Fraseaba con gracia y amaba la simpleza, esa forma modesta de la elegancia. Murió ayer en el DF a causa del Covid.
ólo un experto en la música popular mexicana podría decirnos el exacto lugar que Armando Manzanero (1935-2020) supo ocupar en la larga duración del bolero y la canción romántica hispanoamericana. Para el resto de los oyentes más o menos atraídos por el corpus de canciones que, entre Cuba y México, dieron forma a eso llamado bolero, Manzanero quizá no sea ni más ni menos que, digamos, Agustín Lara, Álvaro Carrillo, Roberto Cantoral o Alberto Domínguez, por sólo citar a los mexicanos.
Sin embargo, el autor y compositor de Mérida, que murió ayer en el DF a causa del Covid-19, tuvo algo distintivo para quienes crecimos al amparo de Los Beatles: fue nuestro contemporáneo un poco extemporáneo. Fue alguien que podíamos reconocer en fotos y videos – o incluso en vivo, las veces que visitó la Argentina – como cancerbero solitario de un género en retroceso que, sin embargo, parecía ser resistente al olvido. El gran Carlos Monsiváis nos recuerda que fue Agustín Lara quién le regaló al bolero un personaje notable: él mismo. No era común, en la industria de la canción de la primera mitad del siglo XX, que un autor y compositor usurpara el lugar del intérprete. Manzanero retomaría esa invención de Lara, si bien con un “personaje” bien diferente, sin las huellas de la noche profunda que habían surcado el rostro del creador de “María bonita”.
Colado entre Revolver y Buenos Aires hora cero, el álbum Somos novios, con su horrible tapa (polución floral enmarcando fotos de novios improbables), era un accidente de la Historia en esa discoteca que tan esforzadamente intentamos construir en los albores de la vida adulta. Un accidente atrayente, un perverso desvío de la ruta beat y moderna. Al mismo tiempo que experimentábamos la epifanía de canciones desprejuiciadas que prometían amores libres y sellaban adioses a los viejos rituales del cortejo amoroso, Manzanero, indiferente a los vientos de la renovación, componía e interpretaba “Esperaré”, “Somos novios”, “Contigo aprendí”, “Esta tarde”, “Por debajo de la mesa”, “Yo te adoro”, “Voy a apagar la luz”, “Como yo te amé” y “No sé tú”. Era la apoteosis del apóstrofe romántico, el diálogo imaginario de alguien que describía escenas de una educación sentimental ya superada.
Sin embargo, si hubiéramos prestado mayor atención a la microfísica de la música, habríamos notado que estos temas no eran idénticos a los de los boleristas de los años 30 y 40. Qué había aquí ciertos detalles novedosos, tanto en las músicas como en letras. Pero la identidad genérica del material era inequívocamente la del bolero, la música con la que se habían enamorado nuestros padres. Para nosotros, el bolero era un poco como el tango: un canto nostálgico de los paraísos perdidos del amor, justo en el momento en que queríamos escuchar las canciones aun no escritas, los sonidos del futuro.
¿Cuál fue la verdadera época de Manzanero? ¿Acaso Roberto Carlos en Brasil o Charles Aznavour en Francia no fueron también figuras un tanto anacrónicas en el contexto de las músicas rebeldes de la Era Acuario? Quizás la mejor lección de Manzanero haya sido la de mostrarnos que, si bien cada época tiene su zeitgeist, no todos están obligados a expresarse de acuerdo al mismo. Que una época está hecha de diferentes capas, y que, en el caso de los años 60/70, eso que Susan Sontag llamó “estética radical” no contuvo todas las voces. Que otras corrientes fluyeron a la par de las tendencias dominantes, aunque nadie se detuvo a escribir sobre ellas, tal vez por ser consideradas “fuera de época”.
Cuando en 1991 Manzanero produjo Romance de Luis Miguel- en 1969 había hecho algo similar con José José -, el bolero pareció ingresar en un nuevo ciclo de valoración, quizá como efecto lateral del desencanto posmoderno. ¿Quién puede saber qué pasó exactamente? Lo cierto es que todos volvimos a hablar de Armando Manzanero, a escuchar boleros y a disfrutar de las películas de Almodóvar al mismo tiempo que del viejo cine argentino y mexicano, aquel de “teléfonos blancos”. El grupo de rock mexicano Maldita Vecindad grabó una versión acelerada de “Esta tarde vi llover”, la fadista Misia cantó “Ese momento” y no dejaron de proliferar grupos que homenajeaban o parodiaban – generalmente las dos cosas al mismo tiempo – la retórica del amor romántico. Irónico y a menudo incorrecto (boleros como “Mía” y “Llévatela” hoy no pasaría el detector de machismo patriarcal), Manzanero asistió satisfecho a la revancha de la canción romántica. “Cuando me siento al piano, la gente cree que ya no estoy”, solía bromear a propósito de su baja estatura. “Pero en realidad, sigo estando más presente que muchos.”
De familia de músicos, a los 15 años compuso su primera canción, “Nunca en el mundo”, pero al principio se ganó la vida acompañando al piano a Lucho Gatica y otros cantantes. Mudado a la ciudad de México, recorrió el circuito nocturno de la gran ciudad (el bolero, como el tango, es intrínseco a la experiencia urbana). Pronto empezó a imponerse en concursos con sus propios temas, desde México hasta Mallorca, pero ocupando un sitio clave para el negocio de la música: el de director musical de la multinacional discográfica CBS en México. En el primer lustro de los años 60 Manzanero compuso la parte sustancial de su repertorio canónico, si bien fue recién en 1967, con la salida de su primer álbum solista, que su voz quedó definitivamente asociada a sus canciones.
En 1968 alcanzó el gran éxito con “Somos novios”: fue un boom, un canto positivo en medio de un género signado por las deudas sentimentales y el rencor inextinguible de los corazones rotos. El tema llegó a manos de Elvis, que lo versionó como “It´s impossible”, con letra absurda – o aleatoria – de Syd Wayne. Mientras los boleros de Manzanero conmovían a los públicos de América latina con sus letras románticas, sus melodías cruzaron las fronteras del idioma. Se recuerdan las versiones de “Esta tarde vi llover” de Bill Evans y Tony Bennett, así como algunos años más tarde la de “El ciego” por Charlie Haden y Gonzalo Rubalcaba. Si en el bolero las letras parecen ir por delante de las músicas, con Manzanero las cosas se emparejaron.
Le gustaba el jazz, y sabía citarlo sutilmente en algunos giros de sus boleros (“Voy a apagar la luz” podría considerarse un standard), sobre todo cuando él mismo interpretaba sus temas. Su voz era pequeña pero cautivante. Fraseaba con gracia y soltaba alguna leve exclamación al final de una frase o sección, pero sin abusar jamás ni del mexicanismo entendido como color local ni de sus abundantes conocimientos de armonía. Amaba la simpleza, esa forma modesta de la elegancia. Fusionaba al autor, al compositor y al intérprete de un modo virtuoso y al mismo tiempo económico. En ese sentido, era la antítesis del cantor desbocado que muere de amor en cada interpretación. Cuando en 2017 se presentó en el CCK junto a la soprano argentina Verónica Cangemi, destacó de su compañera el talento anfibio para transitar lo “culto” y lo “popular” con pericia y sin aspavientos. En su halago pudo escucharse una crítica a tenores ilustres que, de vez en cuando, salen a asesinar canciones populares.