A 120 años de su nacimiento, Enrique Santos Discépolo sigue constituyendo una figura cautivante e inspiradora.
A 120 años de su nacimiento, Enrique Santos Discépolo (nos) sigue mordiendo con sus afilados tangos, mientras el perfil idiosincrásico de su personaje más logrado –él mismo– no deja de mirarnos desde una historia viva. Ningún autor argentino llegó tan lejos en su relación empática con una audiencia transgeneracional. A ningún otro de la estirpe porteña lo recordamos así, de cuerpo entero (cuerpo estragado por las desdichas nacionales, podría decirse figurativamente). Nos inmiscuimos en su vida privada y pública, estamos atentos a sus pasiones políticas y sus altibajos sentimentales, como si así pudiéramos retribuirle toda la atención que nos prodigó en sus tangos. Lo citamos cada dos por tres. En tiempos de mentira y en tiempos de posverdad. Entre rebeldes y resignados.Así lo describió Manzi en “Discepolín”: “La gente se te arrima con su montón de penas/ y tú las acaricias casi con un temblor/Te duele como propia la cicatriz ajena:/ aquel no tuvo suerte y ésta no tuvo amor.”
Dramaturgo, actor, cineasta, monologuista político: todo eso fue Discépolo. Pero antes que nada fue autor y compositor de grandes tangos. Llegó al tango después de probar las tablas, y casi lo dejó cuando se metió de lleno en el cine. Pero lo recordamos en una letra con melodía, más allá de algún vistazo a “El hincha” en la TV revival o la actualidad de sus diálogos imaginarios con “Mordisquito”. ¿De cuántos tangos estamos hablando? De no muchos, si lo comparamos con el prolífico Enrique Cadícamo. Es cierto que Discépolo también escribió vals, zamba, foxtrot y marcha, pero su inmersión en la canción porteña fue un hecho clave, casi milagroso, en la historia cultural argentina.
Si Borges reflexionó sobre el idioma de los argentinos, Discépolo militó a favor de su ampliación (defendió como pocos el empleo del lunfardo) a partir de los insumos de una expresión que, con fuerza y desparpajo, emergíapara narrar el país post inmigratorio. Hoy que el tango es legado patrimonial de la Humanidad debemos hacer un esfuerzo de traslación en el tiempo para comprender lo que significó, allá por fines de los 20, definirse a favor del trabajo – la creación – en un terreno desacreditado por la alta cultura. En una nota de Crítica del 11 de diciembre de 1934, estando “Cambalache” aún inédito, Carlos de la Púa (“El Malevo Muñoz”) tomó partido: “Discépolo sabe radiografiar el tango para mostrarlo en su aspecto más grotesco y doloroso, sin la confitura empalagosa de su música varia”.
Ahora bien, de los 27 tangos que escribió, ¿cuántos recordamos y citamos como mantra nacional? “Cambalache”, “Yira… yira…” ylos que escribió con Mariano Mores -“Uno”, “Cafetín de Buenos Aires” y “Sin palabras”.En cuanto al resto, nuestro saber trastabilla un poco. ¿Quién que no sea instruido en antologías tangueras puede cantar de memoria “Esta noche me emborracho”, “Secreto”, “Martirio”, “Confesión” o, incluso, los jocosos “Chorra” y “Justo el 31”? ¿Sabemos todos que “Desencanto” es una de las melodías más hermosas de la música argentina?
Identidad colectiva
Quizá haya que pensar no tanto en olvidos como en recordaciones fuertes, marcas simbólicas que acaparan la atención por su capacidad para definir en pocas líneas una identidad colectiva, o al menos la idea que tenemos (que hemos construido) de nosotros mismos. Algo similar nos sucede con Atahualpa Yupanqui, del que hemos incorporado en nuestro sentido común más sagaz “El arriero”, “Los ejes de mi carreta”, “Luna tucumana” y no mucho más, cuando en verdad el hombre compuso cientos de temas. Como sea que se haya dado la perduración de unas pocas canciones en detrimento de otras, los argentinos hemos naturalizado la grandeza cultural de Discépolo. La hemos naturalizado al punto de no preguntarnos muy seguido cómo fue que el hijo menor de un compositor napolitano un tanto frustrado y el hermano de uno de los grandes dramaturgos argentinos se atrevió a introducir en las por entonces modestas formas de la canción popular reflexiones filosóficas, citas del teatro universal (¿no hay resonancias de “Ricardo III” en “Qué sapa señor?”, al mismo tiempo que Pirandello se pasea a piacere por “Soy un arlequín”?) y rasgos de sabiduría martinfierrista. Todo ello sin altivez ni posturas culteranas, como si el tango canción hubiera nacido para pensar al hombre y al mundo.
Posiblemente, en el canon de letristas elaborado por la gente de tango Homero Manzi sea el bardo mayor. Un acto de justicia, sin duda. Tal vez la idea de renovación por vía de metáforas alucinadas esté asociada a Homero Expósito o – un poco más tarde – a Horacio Ferrer. Otro acto de justicia. Pero Discépolo trascendió la condición poética de los citados, y de todos los demás. En lugar deapreciarlo como “poeta del tango” (de hecho, fue también compositor), a Discépolo lo situamos en el lugar del ensayista de interpretación nacional con un sesgo de existencialista avant la lettre.
Aquel pensador sensible, ajeno al costumbrismo, renuente a repetir las fórmulas de la mitología porteña– salvo quizá en “Cafetín de Buenos Aires”, pero de un modo impar -, esparció su visión del mundo en diferentes formatos y voces, para volver siempre a la canción. No cuesta imaginar que en 2021 nos estaría hablando de la suerte grela de tantos solitarios con barbijos que yiran sin fortuna por las ciudades de la Argentina y del mundo.