La noticia de la muerte de Charlie Watts nos deja desconcertados: ¿cómo es posible que un stone se muera, que deje de rodar con su legado a cuestas?
22 de febrero de 2006. Noche de jazz en Notorious, el célebre boliche de avenida Callao. Pepi Taveira, que lidera un quinteto, está inmerso en uno de los arrebatos a lo Elvin Jones que tan bien le salen, cuando de pronto ingresa al local Charlie Watts acompañado por una asistente de la producción de Daniel Grinbank. El baterista de The Rolling Stones pidió escuchar jazz en Buenos Aires la única noche libre entre los dos recitales que la gira A Bigger Bang tiene programados en Argentina. Como todo deseo de un auténtico rolling stone, el suyo se hace realidad inmediatamente. Después de todo, se trata de un pedido bastante sencillo, no como la bañera en oro de Pavarotti, las 200 toallas de un solo color de Britney Spears o el camarín de 60 metros cuadrados decorado con motivos florales que exige Elton John. Fiel a su amor al jazz y a su bien cultivado perfil bajo –Charlie jamás molestaría a un productor con reclamos de divo; al fin y al cabo, él suscribe la máxima de Rudyard Kipling de que el éxito y el fracaso son dos caras de un mismo farsante–, el hombre quiere saber algo de la escena jazzística de cada una de las ciudades que tiene oportunidad conocer cada vez que los Stones ponen a andar una de sus pantagruélicas excursiones por el mundo.
Esta noche, Charlie tiene suerte: Pepi Taveira es un baterista magnífico, muy sólido y creativo. Y obviamente también tiene suerte Pepi: no siempre uno está tocando tranquilamente a pocas cuadras de su casa y entra un integrante de la banda insignia del rock and roll a escucharlo. Terminado el set, el baterista argentino se dirige a la mesa del baterista inglés para saludarlo, quizá para contarle que de niño tenía un póster de los Stones en una de las paredes de su dormitorio, acaso ya con la ilusión de ser algún día músico, y para agradecerle el tiempo que un guardián del tiempo como Watts le está brindando. Watts lo invita a sentarse a la mesa y lo convida con un buen vino. Conversan un rato de bateristas, de música, de Buenos Aires, de la vida. Charlie felicita a Pepi por lo bien que ha tocado esa noche. Elogia su batería Mus –made in Argentina–, habla de la vieja Gretch de los años 50 y le comenta (Pepi ya lo sabe) que él también suele tocar con un quinteto de jazz y que le encanta hacer sonar sus tambores desde la base rítmica de una big band. Durante toda la charla, Pepi –un tipo que no se deja impresionar fácilmente– experimenta uno de esos raptos de extrañamiento con los que solemos ver nuestra propia vida desde afuera. Entonces se ve a sí mismo sentado en un boliche de Buenos Aires tomándose un vinito con Charlie Watts. Parece joda. O un sueño.
II
La costumbre de Watts de perderse en las noches jazzeras de alguna ciudad del mundo lo conectaba con una parte esencial de su pasado. La parte primera, la de las bandas de rhythm and blues y jazz de una Londres aún en blanco y negro, con el patriarca del blues blanco (sólo los ingleses son capaces de tamaño oxímoron) Alexis Korner llamándolo para tocar blues al estilo Chicago mientras en su cabeza se imagina las aventuras jazzísticas más alucinantes. Escribió Stephen Davis, biógrafo de The Rolling Stones: “En 1955, por Navidad, sus padres le compraron su primera batería, y Charlie comenzó a practicar tocando al unísono con los discos de jazz que ponía. Odiaba el rock and roll, estaba obsesionado con el cool jazz. Se veía a sí mismo, a los 15 años, como Miles Davis, de pie a la entrada del Village Vanguard con un caro traje estilo Ivy League, esperando para entrar con Trane y Philly Jo Jones.”
Ya que no podía estar tocando en algún club de Manhattan, a los 21 años Charlie escribió un libro de tipo fábula infantil dedicado a Charlie Parker: Ode to a High-Flying Bird (Oda para un pájaro que vuela alto). “He blew from his heart” (Soplaba desde el corazón), escribió allí Charlie de su héroe Charlie, y en esa sola frase, ilustrada con un dibujo de un pájaro beatnik tocando el saxo, se cifró su propio destino. Watts siempre tocó desde el corazón, una frase naif absolutamente cierta. Para un músico, tocar desde el corazón no sólo es ponerlo todo en cada interpretación, sino hacerlo con la convicción de que nada ni nadie podrá desviarte de tu verdadera vocación, de eso que te empuja hacia adelante pase lo que te pase. Y a Charlie le pasaron grandes cosas a partir del día que Brian Jones lo invitó a sumarse al grupo que había formado con Mick Jagger, Keith Richards y Bill Wyman. Los domingos de 1963 en el club Crawdaddy –algo así como The Cavern de los Stones– eran un pandemónium de blues y rock al que la batería de Watts ordenaba rítmicamente. Aún sin temas propios, allí los Stones se entregaban a sesiones de espiritismo musical para aprender las sutiles diferencias entre los estilos negros de Bo Diddley, Muddy Waters o Chuck Berry. En ese aprendizaje tribal, con adolescentes bailando frenéticamente, las certeras marcaciones de Charlie fueron fundamentales. Así como The Beatles encontraron en Ringo Starr a su baterista definitivo, The Rolling Stones hallaron en Charlie Watts el impulso rítmico que direccionó su música.

Por supuesto a Charlie lo escuchamos en todos los discos de los Stones, pero hemos naturalizado su presencia. Ahora que la triste noticia de su muerte nos deja un tanto desconcertados –¿cómo es posible que un rolling stone se muera, que deje de rodar con su legado a cuestas?– volveremos a los discos para reencontrarlo, como en esos juegos gráficos en los que hay que visualizar formas escondidas en el conjunto. Y ahí está, con una configuración tradicional de su instrumento: ¿para qué agregar cuerpos si así alcanza? Qué bien que toca. Qué potentes el bombo y los platillos en “Paint it black”. Qué swing que tiene el pattern de “Star me up”, sobre el charlestón y la caja. Qué impresionante cómo entra la batería en “Tumbling Dice”. Esa acentuación de “Honky Tonk woman”… ¿No se tocaba así en las bandas de r&b de Nueva Orleáns? ¿Quién dijo que el rock and roll no es sincopado? Charlie tomaba los palillos como un baterista de jazz, pensando más en los tiempos 2 y 4 que en los tiempos “fuertes”. Pero era un baterista de rock, como lo fueron, en estilos muy diferentes, Ginger Baker y Keith Moon. Tal vez en ese desvío estuvo su clave, su manera tan personal de ser vintage en un ambiente moderno. De ser, en cierto modo, el eslabón perdido entre el jazz y el rock.
A mediados de los años 80 Charlie armó una orquesta grande, una big band británica. Luego se puso al frente de un quinteto de músicos jóvenes para revisitar el repertorio de Charlie Parker. Hicieron tres discos, Tribute to Charlie Parker with strings (evocación de las grabaciones californianas de Bird con cuerdas), Warm And Tender y Long Ago And Far Away. Otros proyectos heterodoxos, como el trío Rocket 88 o el exquisito Charlie Watts/Jim Keltner Project dedicado a grandes bateristas de la historia del jazz, siguieron por esa senda paralela a la de los Stones que Charlie transitó con dedicación y pasión. En esa línea, su último trabajo fue Charlie Watts meets the Danish Radio Big Band (Live At Danish Radio Concert Hall, Copenhagen / 2010) de 2017. De alguna manera, versionando en formato de big band temas clásicos de The Rolling Stones (el arreglo de “Satisfaction” es brillante), Charlie pareció cerrar allí el círculo de una vida musical extraña y fascinante.
III
En “Rolling Stoned”, su libro de memorias, Andrew Loog Oldham reproduce la primera impresión que tuvo de Charlie: “A diferencia de los otros cuatro, que no tenían saco, él tenía los dos botones superiores del suyo meticulosamente abrochados por sobre una pulcra camisa de cuello con botones y una corbata, conjunto indiferente a la temperatura de la sala. Tenía el cuerpo detrás del set de batería y la cabeza girada a la derecha, con un distante y calculado desdén hacia la exhibición de manos que se agitaba a 78 rpm frente a él. Estaba con los Stones pero no era “de ellos”, era un poco blue, como si hubiera sido transportado solo por esa noche desde el Ronnie Scott’s o el Birdland. Era el único, el eterno hombre de su propio mundo, caballero del tiempo, del espacio y del corazón. Su raro talento musical es una expresión de su mayor talento para la vida. Había conocido a Charlie Watts”.
Esta hermosa descripción de Charlie en acción sugiere un contraste que, lejos de ser disfuncional al combo Stones, estructuró su estilo. Mientras Jagger y Richards iban al frente, corporizando la música de un modo brutal, desafiante y –en su momento– disruptivo, Watts era ese caballero algo anacrónico, una especie de reencarnación de un baterista de la era del Swing. Desde luego, esa moderación un poco displicente, que en términos musicales garantizaba la precisión y el rigor que sus compañeros no siempre parecieron tener, fue también una actuación –y no la menos interesante– en ese ballet llamada The Rolling Stones. ¿A cuántos bateristas sobre un escenario supimos mirar y escuchar con tanta atención? ¿A cuántos aplaudimos tan sinceramente? A ningún otro como a Charlie Watts. Luego, ya fuera del escenario, cuando las luces empezaban a apagarse y el estadio se desagotaba de la sudorosa multitud, Charlie Boy se perdía en la noche de los clubes de jazz. Del Ronnie Scott’s a Notorious.
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