Los 70 de Charly, los 100 de Piazzolla, la tan esperada película de Los Beatles, la vuelta a las salas: un 2021 que sólo pudo mantenerse en pie agarrado, de alguna manera, del pasado.
Tengo la impresión de que estuvimos todo el año girando la cabeza hacia el pasado cultural de una manera insistente, casi obsesiva. Dicho así, esto no parece algo particularmente significativo de 2021, ni de ninguno de los años ya transcurridos de este siglo. ¿Cuánto hace que se viene escribiendo sobre el supuesto agotamiento de las artes tras el hoy lejano boom del posmodernismo? El lúcido Mark Fisher escribió sobre la incapacidad de producir formas innovadoras en el arte y la música como síntoma de nuestro tiempo. “El modernismo popular -escribió Fisher en Los fantasmas de mi vida– nos preparó para esperar futuros que nunca llegaron.” Otro escritor de la generación del rock, el acreditado Simon Reynolds, habló de la adicción del pop a su propio pasado, y para ello acuñó el simpático término “retromanía”. El filósofo y activista italiano Franco “Bifo” Berardi se refiere apocalípticamente a la lenta cancelación del futuro, algo que en rigor habría empezado después del auge del modernismo de posguerra.
Tras varios años dándole vuelta al mismo asunto, la recurrencia teórica parece confirmar el diagnóstico. Pero este año… Quizá este año hemos ido aún más lejos con nuestra mirada retrospectiva. Entre los efectos más evidentes del encierro pandémico y la fruición de consumos virtuales que a todos nos atacó, cierta fascinación por logros del ayer que nos siguen interpelando hegemonizó los discursos sociales. Fue como si, limitada nuestra respiración por tanto cubrebocas, hubiéramos buscado aire extra en obras y procesos artísticos que marcaron fuertemente los tramos finales del siglo XX. Cualquiera sea la especulación sobre las razones de este escape en el tiempo, la verdad es que nos las hemos ingeniado, merced a felices coincidencias de cronologías y fechas “redondas”, para sumergirnos en formas hoy consensuadas que supieron ser transgresoras. Con ellas disfrutamos, nos emocionamos, incluso revisamos algunos preconceptos. Cierta cuota de nostalgia resulta aquí inevitable, aunque lo que habitualmente llamamos “nostalgia” suele ser un sentimiento vicario: ¿cuántos lectores de esta nota vivieron los años 60, 70 y 80 como para experimentar por ellos una añoranza de primera mano?
Entonces, ¿un año retro? No lo creo. Nadie escribió, ni compuso, ni filmó ni actuó con gestualidad anacrónica, como sucedía un tiempo atrás. Por el contrario, los artistas buscaron expresar la excepcionalidad global de los años 2020 y 2021 a través de discos “de la pandemia”, cortometrajes y videos “del año que estuvimos encerrados” e incluso novelas y ensayos que no se dejarán leer fácilmente en el futuro sin la referencia al virus y la reclusión social. Sin embargo, la moda retro de otras épocas fue canjeada por algo más curioso, y en algún sentido impresionante: el pasado irrumpió brutalmente en nuestras vidas para reanimarnos en esta hora tan difícil y confusa.
Como siempre sucede, en la línea de tiempo histórica hubo años más revisitados que otros. Por ejemplo, 1971 se llevó las mejore notas, con protagonistas de la talla de Jorge de la Vega, Marvin Gaye, Joni Mitchell y George Harrison, y hasta un documental entero de Apple TV con el absurdo título «1971: The Year That Music Changed Everything». En las efemérides nacionales, 1951 también tuvo buena prensa: ese año nacieron Charly García y León Gieco, y murió Enrique Santos Discépolo. En cuanto a 1921, el año figura resaltado en el almanaque de la historia cultural argentina: ese año nacieron Ariel Ramírez – el extraordinario compositor de “Alfonsina y el mar” y “Juana Azurduy”, entre otros hitos de la canción- y Astor Piazzolla.
Del conjunto heterogéneo de aniversarios y rescates dignos de ser analizados, quiero detenerme aquí en tres acontecimientos especialmente poderosos: la variada producción musical y crítica en torno a los 100 años del nacimiento de Astor Piazzolla, el apoteósico festejo por los 70 años de Charly García y el increíble documental «The Beatles: Get Back» de Peter Jackson. Tres actos, dos de ellos basados en aniversarios y el tercero, en un rescate.

El año cultural comenzó el 11 de marzo, con el Centenario de Astor Piazzolla. Con estricto aforo, nos fuimos animando a combinar la vida virtual con la presencial. El CCK presentó algunos conciertos realmente interesantes, combinados con instalaciones y muestras visuales. Diferentes músicos revisitaron las formaciones históricas de Astor, desde la orquesta de 1946 y el Octeto Buenos Aires hasta los dos quintetos y el octeto electrónico, y el concierto “Piazzolla a cuatro pianos” nos sorprendió favorablemente. En agosto, por streaming, pudimos disfrutar de una nueva edición de esa suerte de Mozarteum de la música de Astor llamado «Experiencia Piazzolla» en el Konex.
Desde luego, también la discografía rindió tributo a Pantaleón. En este sentido, hay que destacar el álbum doble de Escalandrum «100 Piazzolla plays Piazzolla» (Warner Music Arg.), también editado en formato físico de vinilo. Estas grabaciones, hechas en los estudios ION (todo un dato piazzolleano), exploran las posibilidades tímbricas que permiten una transcripción relativamente libre de las composiciones de Piazzolla. (Mientras escribo este balance me entero de que el excelente saxofonista Jorge Retamoza está por presentar #100PIAZZOLLASAXOS, versiones de tango moderno a cuatro saxofones). En esa línea, pero buscando una revisión más completa del vanguardismo tanguero de los años 50 y 60, el magnífico grupo Sónico, fundado en Bélgica como quinteto por el contrabajista argentino Ariel Eberstein, lanzó «The Edge of Tango. Astor Piazzolla/Eduardo Rovira», una suerte de confrontación amistosa de los Octetos de ambos compositores.
Esta idea última –explorar el pasado más allá de sus referencias icónicas– está presente en el libro «Archivo Piazzolla» (UNR Editora) de Carlos Kuri. Se trata de un verdadero acontecimiento cultural. A partir de la donación de la colección de documentos del entrañable Víctor Oliveros –el hombre que conocía la música de Piazzolla mejor que su creador–, Kuri recopila, selecciona y presenta en un librazo de lujosas 500 páginas un material conformado por fotografías viejas, misivas personales, notas periodísticas, tapas, contratapas y etiquetas de discos, programas de mano de conciertos y publicidades de bailes y audiciones de radio y TV. El archivo desplegando sus varias temporalidades.
Es particularmente interesante el archivo de los años 70. Hay una nota sobre Astor y los rockeros. En una de sus fotos, vemos a Spinetta sentado en silencio, entre sus pares, escuchando a un Piazzolla locuaz y avasallante. El archivo nos hace viajar por el tiempo como diferencia, cuando el futuro no estaba cancelado. ¿Alguien podría haber imaginado en aquella tarde de principio de los 70 que décadas más tarde el natalicio de Spinetta sería declarado Día del Músico Argentino? El archivo nos interpela con esa y otras preguntas tácitas. Grandes y pequeñas diferencias de tiempos en nuestra historia: para eso sirve el archivo, para experimentar a través de su lectura azarosa de qué discursividad está hecha cada época y quienes de sus protagonistas serán los fantasmas del futuro.
Charly García ya era un notable compositor de canciones de rock en los años 70, pero su estatura cultural terminó de completarse a lo largo de la década de 1980. No fue casual que buena parte de las canciones de García que se interpretaron el día de su cumpleaños número 70 hayan provenido de la cantera comprendida entre el final de Serú Girán y, digamos, Cómo conseguir chicas (¿sería hoy un título cancelable?). Desde luego, hubo también temas de Sui Generis y La Máquina de Hacer Pájaros, pero el énfasis estuvo puesto en el compositor devenido estrella; de la canción a la iconografía nacional. El pop como mirador irónico del país.

Todo el año se festejó a García. Hubo libros exhaustivos: “Charly y la máquina de hacer música” (Gourmet Musical) de Diego Madoery, “Esta noche toca Charly – Tomo 2” (Gourmet Musical) de Roque Di Pietro y “Charly García 1983” (Unipe) de Oscar Conde. También se llevó a cabo un valioso encuentro académico: “Dispositivo García 70”, seminario de posgrado en la UNSAM, dirigido por Pablo Semán y Martín Liut. Lógicamente, la apoteosis popular llegó el 23 de octubre, con tres bloques de versiones de canciones de Charly en la Sala Argentina del CCK y un concierto de Fito Páez con orquesta en el Teatro Colón (no faltó la lectura “grieta política” de esos eventos, dando lugar a una moderada lucha de apropiación, si no del ídolo – algo imposible: Charly es inasible –, al menos del recital como forma de reconocimiento de un patrimonio intangible de la Argentina).
Entre la emoción y la estupefacción, aquel día vivimos una verdadera locura Charly García, que tuvo su punto más alto cuando súbitamente el propio homenajeado, rodeado de algunos de sus apóstoles, salió al ruedo en el tercer bloque del CCK e interpretó algo más de 30 minutos de su obra devenida salmo popular. La estructura de la Ballena Azul tembló, las edades se mezclaron en compases compartidos y cada canción –“Demoliendo hoteles” sonó más poderosa que nunca– volvió presente el pasado de Charly y de cada uno de sus oyentes. Escribió Abel Gilbert en una reflexiva nota en OP Semanal: “Curiosa horizontalidad la que ha atravesado el onomástico número setenta de Charly García. En un país con tantos odios atravesados, el cumpleaños feliz pobló el aire de vibraciones órficas. Las fieras, domesticadas por una misma melodía. No la de cualquier canción: una que podemos saber todos, aunque entenderla de muchas y diferentes maneras. En esa mnemotecnia colectiva radica, si se quiere, la condición de figura patrimonial”.
El tercer acto de 2021 que quiero rescatar es tema mundial: el estreno en el canal Disney+ del filme de Peter Jackson «The Beatles: Get Back». He aquí un complejo artefacto de memoria hábilmente compaginado, con varias aristas para analizar. En primer lugar, Jackson se apropió de lo que filmó el esforzado Michael Lindsay-Hogg: 60 horas de filme y 150 de audio. Hizo con todo eso una versión extendida que obviamente también requirió de un cuidadoso trabajo de edición. Mostrando a The Beatles en su distendida convivencia en los estudios de Savile Row, tras desechar el un tanto desolado set de Twickenham, Jackson se postula como el gran revisionista de la historia Beatle, al menos en lo que respecta al canto de cisne de la banda.
El filme no trae nada tan revelador como para reescribir nuestro saber beatle (en todo caso, de ahora en más tendremos que ampliar un poco las notas a pie de página), pero tiene el mérito del detallismo portador de sentido. Aquí vemos a Paul hablando bien de Yoko, Linda charlando con Yoko amicalmente, George peleándose con Paul pero no tanto como creíamos, Ringo bostezando todo el tiempo (George también), Paul inventado desde el bajo “Get Back” y otras perlas (pero, aun así, esperando siempre la aprobación de John) y unos deliciosos momentos de puro juego (La escena de Lennon y McCartney cantando “Two of us” sin abrir la boca es quizá lo más fresco y optimista que tuvimos a lo largo del año).
Pero al mismo tiempo que atrayente y enternecedor –¿hay algo más sublime que ver y escuchar a los Beatles componer canciones casi en tiempo real?–, «The Beatles: Get Back» es un film inquietante, protagonizado por jóvenes cuyos destinos ya han sido decididos por los dioses. A modo del coro en la tragedia griega, uno quisiera gritarles: ¡cuidado John!; ¡no te vayas George (podés grabar All Things must pass sin abandonar el grupo)! ¡Paul, déjales más espacio a los otros, tal como decís que debe hacerse! Pero es en vano. Las cartas están tiradas. The Beatles dejarán de estar juntos en pocos meses. Jamás se volverán a reunir los cuatro. “En el futuro alguien dirá que nos separamos por culpa de Yoko”, bromea Paul en una de las tantas escenas premonitorias de un filme que tiene la forma de un estreno largamente demorado.
En 2021 volvimos al cine en salas de cine. Hubo algunos estrenos interesantes, pero esta nota tiene que cerrar con una mención a El misterio de Soho (Last night in Soho) del realizador inglés Edgar Wright. Como dicen las gacetillas de prensa, se trata de un thriller psicológico. Pero, como toda buena película, logra trasvasar el corsé genérico para mutar en otra cosa. Ellie (Thomasin McKensie) es una joven pueblerina que se muda a Londres para estudiar en la Universidad de la Moda, un poco tras el fantasma de su madre muerta que, al igual que su abuela todavía viva, habitaron la swinging London de la década de 1960. Ella es aún más fan de lo a go go que sus antecesoras; lleva consigo un reproductor de vinilo portátil y en su cuarto luce un afiche de la película Desayuno en Tiffany.
Contado así, podría pensarse en otro engendro en modo nostalgia, pero no lo es. Sólo agreguemos, sin ánimos de spoiler, que, de noche, la cándida Ellie encarnará en una joven pinap de aquellos años (la fantástica Anya Taylor-Joy de «Gambito de dama»). A partir de ese momento, al descubrir situaciones de extrema violencia camufladas en el glamour, su epifanía de los años 60 dejará de ser todo lo maravillosa que ella imaginaba. Es lógico: una época es bella y dorada según dónde y cómo te haya tocado vivirla. La idea de revisar el pasado –implícita en todo lo que acabamos de comentar, aunque a menudo prefiramos el confort de la evocación– sobrevuela una película en cuyo reparto, a manera de regalo historicista, figuran Diana Rigg y Terence Stamp.
“Tenemos que hacer espacio para que el pasado y el presente coexistan en nuestras vidas de escuchas”, advirtió recientemente Chris Richards en una crítica nada complaciente de «The Beatles: Get Back». “Pero si estamos más emocionados volando en la pared con Los Beatles que abriendo nuestros oídos a lo que este mundo tiene actualmente, no es bueno”. Tal vez Richards tenga razón. ¿Somos víctimas de una procastinación cultural por la cual seguimos demorando el encuentro con aquello nuevo que tiene para ofrecernos la vida artística del siglo XXI? Pero, ¿si realmente no hay nada nuevo, más allá de los esforzados artistas que siguen creando a lo largo y a lo ancho del mundo? En ese caso, la suspensión del tiempo sería un consuelo frente al vacío. En fin, 2021 no parece haber sido un buen año para recuperar relatos de futuro. Quizá más adelante, cuando las cosas mejoren un poco.