El adiós a Juan José Mosalini (1943-2022), uno de los más grandes bandoneonistas que dio la música argentina, de larga amistad con Julio Cortázar, con quien compartió su exilio parisino.
En el cuadernillo interior del álbum doble Buenas noches, che Bandoneón (Acqua Records, 2011) de Juan José Mosalini, destacan una fotografía del padre del músico – él también bandoneonista – y otras dos de Julio Cortázar en los estudios de grabación Fremonel, en Normandía. JC acaba de participar como recitante de su propio texto en el disco Don Bandoneón de 1979. Al enterarnos de la partida de Juan José, corremos a la discoteca en busca de sus discos- son unos cuantos, uno mejor que otro – y esas fotos robadas al azar vuelven a nosotros y nos miran de frente. Son imágenes que, como epígrafes de un inicio y un final respectivamente, invitan a la biografía, al menos sucinta y enlutada.
De su padre, Juan José heredó el amor por el tango, amor que supo honrar en tiempos difíciles para la música porteña y para el país que la gestó. “Yo sí puedo afirmar que el bandoneón me acunaba en tangos”, confesaba Mosalini. “En los difusos recuerdos de mi infancia estoy viendo el bandoneón que serpenteaba en las manos de mi viejo. Mientras desgranaba un tango yo imaginaba que dentro del fuelle había alguien que silbaba.” Ese silbido, canto ligado de timbre diáfano o ronco, según la expresión, terminó siendo la marca dominante de uno de los grandes bandoneonistas que dio la música argentina.
Había estudiado los secretos del instrumento primero con su padre y luego con Ernesto Baffa. Siendo aún muy joven- debutó en Canal 13 con pantalones largos recién comprados -, pulsó botones y abrió el fuelle al lado de Horacio Salgán, Leopoldo Federico y José Basso. Juan José era un muchacho de tango, sentado en una orquesta típica, mientras muchos de su misma edad preferían la Nueva Ola o alguna zamba de fogón. En 1968 entró a la orquesta de Osvaldo Pugliese. Allí se alistó junto a Rodolfo Mederos, Daniel Binelli y Arturo Penon en la línea de los fuelles. Eran la guardia nueva del bandoneón – como si dijéramos el “rebaño” de saxofones de la orquesta de Woody Herman – en plena Buenos Aires beat. Ellos querían tocar como Piazzolla, estaban inquietos en el redil de Pugliese, si bien respetaban al maestro y, los más informados, sabían cuánto le debía Astor al creador de “La yumba”. Pero el tango considerado tradicional agonizaba, perdía espacios, era destratado por el periodismo chic; sus difusores poco favor le hacían vistiéndolo de negro y remitiéndolo a estampas de una ciudad ausente.
Piazzolla había quemado naves mucho tiempo antes con su “música límite”, como la llama Carlos Kuri, y el gusto del público confinaba el mundo del tango a una suerte de museo de las generaciones pasadas. Los bandoneones de Pugliese eran acólitos de Piazzolla, y en tal sentido se encontraron en una encerrona difícil de superar. Si seguían con Pugliese, sentían que sus bio-ritmos estaban desacoplados de la contemporaneidad. Pero volcarse al Nuevo Tango implicaba el riesgo de convertirse en una mera versión de Astor. En definitiva, si bien todos ellos eran músicos valiosos y supieron trazar sus propias sendas, la historia del tango fue un poco cruel con ellos, dejándolos en un raro limbo entre Piazzolla y los desacomplejados músicos del siglo XXI. Los tangueros jóvenes de hoy ya no cargan con aquel peso. Pueden tocar a Piazzolla – o cómo Piazzolla – sin mayores traumas de identidad; o pueden mirar hacia atrás en el tiempo y adscribir al síndrome de la edad dorada sin que se los tache de anacrónicos.
Mosalini enfrentó con inteligencia el desafío de ser un tanguero “moderno” sin quedar necesariamente asociado a Piazzolla, con quién supo tocar y al que lógicamente siempre admiró. A mediados de los años 70 brindó su bellísimo fraseo a un par de temas de grupo de rock progresivo Alas y poco más tarde a Invisible: su participación en las canciones de Luis Alberto Spinetta “Los libros de la buena memoria” y – junto a Mederos – “Las golondrinas de Plaza de Mayo” lo acreditó más allá del mundo del tango. Pero nada de esto bastó para darle a Juan José la visibilidad que merecía. Seguía siendo visto como un epígono de Astor. Paradójicamente – también dramáticamente, teniendo en cuenta las circunstancias políticas que lo empujaron al exilio -, Mosalini encontraría su definitivo lugar musical a miles kilómetros de la ciudad del tango, tras una secuencia usual en la época: el compromiso militante – era delegado en el Sindicato de Músicos-, el golpe, la represión y el exilio. Empezar de nuevo, repensar el tango desde “afuera”.
Las otras dos fotos foto del cuadernillo de Buenas noches, che bandoneón representan la larga vida exiliada de Juan José. Junto a Cortázar, que lo distinguió con su amistad y, más importante aún, con la citación en la lista esencial de los grandes bandoneones de la historia (“… y esta noche se llama Juan José Mosalini”), supo protagonizar el pasado reciente del tango el París. Había llegado a la ciudad como músico de Susana Rinaldi. Con todas las incertidumbres y los temores de un recién exiliado, encontró la mano cálida de Cortázar, quién se ofreció a escribir un texto para el disco de Tiempo Argentino, su primer grupo en el exilio. Más tarde, escritor y músico coincidieron en el filme Buenas noches, che bandoneón y finalmente, en 1979, Cortázar recitó su alabanza al bandoneón con Mosalini tocando detrás. Como también lo hizo con Tata Cedrón, el hombre que jazzificó su literatura como pocos – o como ninguno- en lengua española recuperó su vínculo con el tango de juventud entremezclándose con los músicos argentinos en el exilio.
Con el pianista y compositor Gustavo Beytelman y el contrabajista francés Patrice Caratini, Juan José formó un trio excepcional, desprendimiento del cuarteto Canyengue. Ese triángulo perfecto fue posiblemente la aventura tanguística más virtuosa y creativa del tango en el exterior. Combinando originales y arreglos de clásicos – digamos, de “Violento” a “El choclo”- el trío cruzó fronteras dejando un déjà vu de tango en los corazones de su público. Mientras Beytelman introducía sus toques contemporáneos y sus guiños jazzísticos (hicieron una versión punzante de “Fables of Fabus” de Mingus, entre otras licencias) y el contrabajo de Caratine era sólido y versátil como toda una sección rítmica – el tango carece de una “sección rítmica” como la del jazz, pero nada nos impide imaginarla -, Mosalini pudo aplicar su enorme versatilidad instrumental de cuño post-piazzolleano. Podía sonar enfáticamente moderno o de una delicadeza cantable conmovedora. (Los ojos de Cortázar se humedecieron cuando, como carta de presentación, Juan José le tocó “Flores negras”).
Tras la recuperación democrática, el trío Mosalini/Beytelman/Caratini se presentó en Buenos Aires: nos quedamos todos con la boca abierta. Su música era la cara menos visible- y tal vez la más interesante – de un fenómeno político-cultural por entonces bien representado por los filmes Tangos, el exilio de Gardel de Pino Solanas y Las veredas de Saturno de Hugo Santiago. Diríase que, en aquel trío, Juan José era el componente lírico (de hecho, era el único verdaderamente tanguero) que teñía de melancolía la impronta más vanguardista de Beytelman. Tocaban con aplomo y ligereza al mismo tiempo una música imprevisible, de difícil ejecución. Una música de una Buenos Aires recordada.
Desde luego, Juan José tocó con diferentes músicos argentinos de tango moderno radicados en Francia, desde Osvaldo Caló a Tommy Gubitsch. En 1989, en conmemoración a los 200 años de la Revolución Francesa, junto a Enzo Gieco le pusieron música al texto «La Parole Sacréé» de Atahualpa Yupanqui. Cuando el Ministerio de Cultura de Francia institucionalizó la enseñanza del acordeón, símbolo de la música popular parisina, Mosalini encontró la oportunidad de crear una cátedra para esa especie de acordeón porteño llamado bandoneón. Eso fue en la Escuela Nacional de Música de Genevillier, a pocos kilómetros de París.
Desde hace varios años, si uno dice “tango en Francia”, sin desmedro de los incontables ejecutantes, compositores, cantores y bailarines que esparcen el ethos rioplatense en la diáspora, está diciendo “Juan José Mosalini”. Juan José el bandoneonista, el compositor, el docente. Es posible, como escribió Osvaldo Soriano en 1983, que el tango le deba a París su carta de nobleza. Pero no será exagerado decir que París le debe a Juan José Mosalini la idea de que el tango es bastante más que un bonito baile de pareja abrazada, y que, entre el lado de acá y el lado de allá, se sigue sosteniendo uno de los diálogos culturales más seductores de los que se tenga memoria.
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Sergio Pujol
Es historiador y escritor. Su libro más reciente se titula El año de Artaud. Rock y política en 1973 (Planeta, 2019).
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