Fue poeta, escritora, folklorista y cantautora. Y por si fuera poco, creó la idea moderna de las infancias en los revolucionarios años 60. Su prolífica obra atraviesa a generaciones de argentinos. Su compromiso con la cultura y la democracia hacen de esta artista integral un ejemplo y un orgullo para el país.
Las canciones de María Elena Walsh están tan vivas en la memoria de la primera cama da de sus “cebollitas” (así llamaba ella a los niños, según una expresión que aseguraba haber recogido de las arcas del folklore) que cualquier intento por demostrar esta aseveración corre el riesgo de ser tachado de obvio o innecesario. Pero lo que sigue resultando notable, a casi doce años de la partida de la gran juglaresa nacional, es el modo en que sucesivas generaciones han sabido escuchar “La pájara pinta”, “El reino del revés” o “Manuelita la tortuga”. Lo han hecho con una empatía vencedora del tiempo. Obviamente, cada nueva infancia posterior a la década de los 60 construyó su propia agenda sonora, pero en todas ellas la Walsh ha tenido su lugar.
En cuanto al ciclo “adulto”, recientemente hemos asistido a una suerte de recuperación de muchas piezas olvidadas o algo desfasadas en el tiempo. Si hoy reconocemos un mapa de cantautoras e intérpretes jóvenes un poco corridas de los géneros establecidos, cabe suponer que todas ellas –algunas más conscientemente que otras– se ubican en el campo que trazó la autora de la zamba “El buen modo”. Tanto las nuevas perspectivas sobre la mujer –“Réquiem de madre” es una canción icónica del feminismo en el campo cultural– como las reflexiones en torno de la canción como forma cultural por fuera, o más allá, de los géneros de música popular establecidos reclaman una pesquisa genealógica que, a poco de andar, se topa con la Walsh. De cualquier manera, convengamos que la belleza poética y musical de “Barco quieto”, “Serenata para la tierra de uno” o “El
viejo varieté” no pide explicaciones demasiado sofisticadas. Solo es cuestión de volver a poner aquellos discos o buscarlos en las plata formas de streaming. Cada tiempo escucha a su manera, y las buenas canciones saben cruzar barreras. De época, de género, de edades.
AQUEL OTOÑO IMPERDONABLE
Primero fue poeta. Luego, intérprete de folklore. Más tarde, cantautora para niños y adultos. Finalmente, entre luminosas crónicas de viaje y agudas columnas de opinión, una mujer del canon cultural argentino. Figura inmarcesible y asimismo fugada de las categorizaciones rígidas, María Elena Walsh (1930-2011) fue muchas cosas al mismo tiempo y sucesivamente. Su infancia transcurrió en el seno de una familia de clase media de Ramos Mejía. Familia ensanchada, diríase hoy: mamá Lucía, papá Enrique, hermana Susana y cuatro hermanos mayores del primer matrimonio de un padre ferroviario que la pusieron en contacto con el universo masculino de la generación inmediatamente anterior. Esto último la enfrentó a una forma de inequidad no necesariamente
condicionada por la clase social: la que les permitía a los varones hacer cosas (muchas cosas) vedadas para las mujeres. Aun así, con una autodeterminación bastante singular para su época, ella eligió el colegio al que quería ir –Escuela Nacional de Bellas Artes “Manuel Belgrano”– y el oficio que dictaba su vocación: la de poeta.
Hasta cierto punto, la literatura podía ser refugio o escape para una joven insumisa y tímida. Tras sus primeros poemas en El Hogar y el suplemento cultural de La Nación –a la sazón dirigido por Eduardo Mallea–, la publicación del poemario Otoño imperdonable la distinguió con la súbita aprobación de la vie littéraire porteña. Apegado a un estilo poético que podía sonar algo anticuado para los defensores del verso libre, aquel libro traía algunas líneas que, con los años y bajo la mirada de un biógrafo, podrían ser interpretadas como adelantos de lo que vendría: “Piénsame como en la fotografía/ con mi perfil rondando tu apellido/ brizna desmemoriada que ha crecido/ al lado de tu voz, amiga mía”.
En los años del primer peronismo, María Elena aprendió a tomar el té con Jorge Luis Borges en la confitería Richmond, platicar sobre poesía neorromántica con Vicente Barbieri y asistir, a menudo con indisimulado afán de sorna, a las reuniones del Jockey Club de Florida y Viamonte. Ella se había convertido en la gran esperanza blanca de la poesía argentina. La elite intelectual
la mimaba, algo que la hacía sentir un poco incómoda. Con su grupo de pares –por allí andaban Carmen Córdova Iturburu, Horacio Armani, Ángel Bonomini y Javier Fernández, entre otros–, la joven de apellido irlandés y ojos claros, de rostro bello e inescrutable y mirada penetrante, seguía buscando su lugar en el mundo de la cultura, acaso intuyendo que su personalidad no encajaría por mucho tiempo más en las capillas literarias. Sin embargo, nunca rompería del todo con ese mundo de la “alta cultura”. (Dehecho, recibiría con beneplácito los elogios de Victoria Ocampo y guardaría con orgullo aquella foto junto a Julio Cortázar que Sara Facio supo sacarles en París.)
Quien pronto se sumó a los celebradores de la precoz poeta fue nada menos que Juan Ramón Jiménez. El poeta la conoció en su
visita a la Argentina en 1948 y la invitó a pasar una temporada de taller literario en Maryland. La experiencia estadounidense junto
a uno de sus poetas favoritos le dejó a María Elena un regusto agridulce. Es verdad que así conoció Washington y se paseó por museos, teatros y las calles enormes de Nueva York. Pero en términos de producción literaria poco y nada se le ocurrió estando
lejos de la Argentina y bajo la mirada exigente del español y su mujer Zenobia.
Nuevamente en Buenos Aires, María Elena siguió escribiendo y publicando, si bien el ambiente literario le resultaba algo intimidatorio. “La crítica literaria era un mármol donde a uno lo inscribían o se lo daban por la cabeza”, diría años más tarde. De su relación amorosa con Ángel Bonomini nació el libro Balada con Ángel. Por entonces nadie imaginaba que unos pocos años después, María Elena formaría un dúo folklórico con Leda Valladares y se largaría a cantar por los caminos. Según los cánones de la época, existía una poesía mayúscula y otra menor. Que una de las voces literarias más promisorias saliera de su cuarto propio para calzarse un poncho, tomar una caja y cantar canciones anónimas del Noroeste argentino era algo inconcebible. A ella le gustaba lo inconcebible.
LEDA ET MARIE
Se conocieron a través de cartas, de un modo algo fortuito. Leda estaba de viaje y acordaron encontrarse en Panamá, previo paso de María Elena por Chile para conocer a su admirado Pablo Neruda. Juntas se embarcaron en el transatlántico Reina del Pacífico.
Allí, mecidas por las olas que mediaban entre América latina y Europa, formaron un dúo. La joven poeta aprendió de la especialista en folklore “Tonada de La Quiaca”, “La palomita”, “Qué alegres son las obreras” y, entre otras canciones anónimas, “Tuita la noche”. En aquel corpus de coplas y melodías también brilla ban creaciones de autores conocidos, de Atahualpa Yupanqui a Gustavo “Cuchi” Leguizamón.
Las decisiones de repertorio y los arreglos silvestres eran potestad de Leda; la primera voz, una revelación de María Elena.
De inmediato, la sociedad artística devino relación amorosa.
Un punto de inflexión radical: Otoño imperdonable y todo lo que rodeaba aquella invención de adolescencia quedaron definitivamente atrás. Con el tiempo y el andar trepidante de la vida, ella aprendió a unir cada una de sus facetas en un mismo friso. Mientras tanto, con veintitantos años a cuestas, el nuevo paso que estaba dando le dio la impresión de dejar un vacío de pasado detrás. Cantando canciones antiguas, para ella todo era futuro.
En términos poéticos, el pasaje de la escritura a la oralidad no era algo completamente inusual. A lo largo de la década de 1950,
una gran ola folk se adueñó de toda una generación. “Mientras los poetas retóricos que nos representan oficialmente han envejecido y caducado, la sabiduría popular permanece indemne a los avatares sociales y literarios”, escribiría la Walsh en 1960, en las páginas de la revista Sur. Sin embargo, habría que tomarse un sabático entero para encontrar un clivaje tan radical, y al mismo tiempo tan lógico, como el que produjo María Elena Walsh cuando decidió pasar de escritora a cantante, y de ahí a cantautora. O, mejor dicho, cuando decidió empezar a ser otra sin dejar de ser la anterior. Quizás el de Leonard Cohen haya sido un caso similar. O no.
En París, Leda et Marie compartieron escenarios con artistas de la chanson –fue así que conocieron al joven Jacques Brel,
a la par que se acrecentaba la fascinación de ambas por George Brassens–, se presentaron en radio y televisión y grabaron, para
el erudito sello Le Chant du Monde, los discos Chants d’Argentine y Sous le ciel d’Argentine. Uno de los pocos reveses que sufrieron –a la larga, decisivo en sus respectivas carreras– fue la negativa del célebre musicólogo y productor especialista en folklore Alan Lomax a grabarlas. El hombre las consideró “demasiado blancas” para cantar temas de la Pachamama. Leda se enojó y María Elena se quedó pensando. De regreso en la Argentina en 1956, el dúo fatigó la ruta de lo que Walsh llamaba con sorna “el canon de los cuatro gauchos bien machazos” y registraron un par de discos más. Finalmente se separaron, tanto en el arte como en la vida, no sin antes dejar plantadas las simientes de las investigaciones de Leda y de las canciones infantiles de María Elena. Ambas estaban inmejorablemente preparadas para encarar la década de los 60.
VARIETÉ PARA NIÑOS
Las letras y letrillas que María Elena había bosquejado en París devinieron el libro Tutú Marambá, para luego, ya hilvanadas con propósitos teatrales, subir a escena en los espectáculos Los sueños del rey Bombo, Doña Disparate y Bambuco y Canciones para mirar. Este último se convirtió en un disco LP exitosísimo, editado en 1963. Solo su voz y la guitarra de Jorge Panitsch fundaron un nuevo género de canción.
Es verdad que la literatura infantil ya existía antes de la irrupción de libros como Zoo loco, Cuentos de Gulubú o Dailan Kifki. Lo que no había era canciones para chicos, más allá de los temas de cuna de dominio público. Padres y madres corrieron a comprar los discos de la Walsh para sentir que estaban protagonizando un tiempo de cambios profundos. “Por influjo personal, hipnotizas a los niños que escuchan, fascinados, lo que no pueden entender del todo”, le escribió Victoria Ocampo después de asistir a un espectáculo en el Teatro Municipal General San Martín en el otoño de 1962. “Tus Canciones para mirar son couleur de temps. Descubrí cuánto me gustaba ese color antes de darme cuenta de que era el de la poesía misma.”
Creadora de las canciones infantiles de autor, la Walsh de aquellos años representó mejor que nadie el ethos moderno. Hasta
su flequillo beatle era signo de modernidad. El trato igualitario e inteligente con el que se dirigía a la infancia –con humor, calificaba aquellas canciones como números de un varieté para niños– era la última novedad de la agenda cultural argentina. Pero
su modernidad no implicaba solo ruptura con cánones vetustos. Como observó Alan Pauls, muchas de aquellas canciones estaban escritas en una especie de lunfardo de kindergarten. Nunca lleva ban tan a fondo su programa como cuando decían “disparate” o
“abatatarse”. Lúdicamente, entre guiños al pasado, María Elena hizo del empleo de ciertas reliquias de la lengua una sutil política
a favor de un léxico más rico y variado.
La mayoría de aquellas letras fue editada por Luis Fariña, pero donde más brilló fue en las formas musicales. Con voz hermosa, de cálida templanza y entonación precisa, María Elena logró aunar diversas influencias, empezando por las antiguas nursery rhymes que había descubierto en su niñez, de boca de su padre. Esos antiguos poemas infantiles ingleses corrían por tradición oral. Algunos de sus personajes estaban inspirados, según se creía, en figuras históricas. Por ejemplo, “Humpty Dumpty” era Ricardo III de Inglaterra. Esta función alusiva o metafórica potenciaba, en algunos casos, una cierta intención satírica o crítica. Las canciones de los niños podían entonces ser, en manos de los adultos, una forma de intervenir sobre las figuras del poder, o referir ingeniosamente a valores y características de un país determinado. (Trasladada al repertorio de la Walsh, esa operación se pone de manifiesto en “En el país de Nomeacuerdo”, “El último tranvía” e incluso en “Manuelita la tortuga”, si pensamos en el tópico de la relación entre las elites argentinas y París.)
Otras fuentes de aquella fantástica irrupción fueron los cuentos de los hermanos Grimm (“Caperucita Roja”, “Hansel y Gretel”), Hans Christian Andersen (“Pulgarcito”, “El patito feo”), Carlo Collodi (“Las aventuras de Pinocchio”) y Charles Perrault (“El gato con botas”), los brevísimos limericks, las coplas del Noroeste argentino descubiertas en su etapa con Leda, el inagotable
romancero español y, obviamente, la lectura de Lewis Carroll. A simple vista, la “fantasía equivocada” y la “lógica del revés” con las que el autor de Alicia en el país de las maravillas venía provocando a la humanidad desde 1865 parecían reforzarse en los temas de quien se presentaba como “la nieta” del escritor inglés. (En la generación posterior, Charly García también se nutriría de algunas imágenes carrollianas para sus propias canciones.)
Escribió María Elena en la contratapa del disco Canciones para mí: “Quiero llevarte a Inglaterra para tomar un té como el del famoso Sombrerero que invitaba a Alicia en su país de maravillas”. No caben dudas de que el bestiario del autor inglés –la oruga,
el gato de Cheshire y el conejo con chaqueta– inspiró a su par argentino. Un tema en especial, “El reino del revés”, fue rápidamente asociado a ese mundo al que Alicia había ingresado por un agujero en el parque. (De todos modos, ciertos tópicos resultan ser universales, dada la similitud de “El reino del revés” con el antiguo canto español “La villa de Beodez”.)
DIABLO, ¿ESTÁS?
Corría 1968, la dictadura de Onganía amenazaba con convertirse en régimen y el proceso de modernización cultural con epicentro en la ciudad de Buenos Aires tanteaba los límites de lo permitido. En una Buenos Aires neuróticamente atrapada entre la pacatería represiva y el destape pop del Instituto Di Tella, María Elena inició un ciclo de canciones adultas que la prensa exquisita –encabezada por el periodista cultural Ernesto Schoo, de la influyente revista Primera Plana– consideró la piedra basal de la nueva canción argentina. El estreno de Show de los ejecutivos en el teatro Regina y la salida del disco LP Juguemos en el mundo (más tarde llegarían Juguemos en el mundo II, El sol no tiene bolsillos, Como la cigarra, El buen modo y De puño y letra) volvieron a sorprender con efecto masivo: en la disputa entre integrados y apocalípticos de la cultura, María Elena estuvo siempre más cerca de los primeros, si bien resistiéndose con éxito a la banalización. En ese sentido, su lucha quedó perfectamente expresada en el poema/manifiesto “Arte caótica”: “No le des cátedra al pueblo/ ni a la calandria sermón./ Aprendé a parar la oreja./ No es popular ni mejor/ el cantor más escuchado/ sino el que más escuchó”.
Acompañada por los inteligentes arreglos de Oscar Cardozo Ocampo, la nueva Walsh se integró a la familia artística conformada por Jorge de la Vega, Marikena Monti, Dina Rot y Nacha Guevara, potenciando esa combinación de sarcasmo y ternura ya probada con los niños. Sin que las letras perdieran protagonismo, una María Elena de estilo music hall se animó a ir más lejos en la forja de melodías que, en algunos casos, dialogaban en igualdad de condiciones con clásicos del tango, el jazz y el bolero. Más nutrido que su repertorio infantil, el corpus adulto supo plantear tópicos muy arraigados en la sociedad. De los olvidos y pesares argentinos (“En el país de Nomeacuerdo” y “Al divino botón”) a las inequidades sociales y de género (“La Juana” y “Orquesta de señoritas”). Del tempus fugit de una modernidad impiadosa (“Las estatuas” y “Vidalita porteña”) a la protesta política certera (“Canción de cuna para gobernantes” y “Diablo, ¿estás?”). Y las diademas escondidas en un cancionero más extenso de lo que se cree: hay que volver a escuchar “Endecha española” con su canto melismático o “No mires fotografías” para reencontrar allí a la música empardando a la poeta.
REFERENTE INTELECTUAL
Tras abandonar en 1978 los escenarios y los discos definitivamente –el arte del music hall tal como ella lo entendía era incompatible con la feroz dictadura instalada en 1976–, María Elena siguió pensando el país, agregó algunos textos a su nutrida producción de literatura infantil y escribió artículos y crónicas. Algunos de esos escritos, como el valiente “Desventuras en el País-Jardín-de-Infantes”, editado en el suplemento Cultura y Nación de Clarín el 16 de agosto de 1979, causaron algo más que cosquillas en el poder. Como tantos otros creadores de los años 60 y 70, ella sufrió la censura y el retiro parcial de la escena pública, pero nunca por mucho tiempo ni de modo encarnizado. Sin embargo, la metabolización del lúgubre clima que vivía el país cobró la forma de un cáncer a los huesos que, paciente y valerosamente, nombrándolo sin eufemismos (en ella el cáncer nunca fue “una larga y penosa enfermedad”), supo superar, acaso espejándose en el caso de su admirada Susan Sontag.
Su progresismo de cuño liberal la posicionó en un lugar de gran visibilidad cuando en 1983 regresó la democracia a la Argentina. El antiperonismo de juventud había quedado atrás hacía tiempo (ningún antiperonista hubiera podido escribir un poema como el que ella le dedicó a Eva Perón) y su entusiasmo por el alfonsinismo fue breve pero activo, toda vez que su versión del tema tradicional “We Shall Overcome” fue banda sonora de los actos de campaña del líder del radicalismo renovado. En aquella primavera política hizo televisión junto a Susana Rinaldi y María Herminia Avellaneda, integró el Consejo para la Consolidación
de la Democracia y fue asesora ad honorem de la Secretaría de Desarrollo Humano y Familia, al mismo tiempo que integró el
consejo directivo de Sadaic. Durante el menemismo no fue todo lo crítica que muchos de sus admiradores hubiésemos deseado (un
desafortunado artículo contra la Carpa Blanca de los docentes la puso en situación incómoda), pero su libertad de pensamiento fue siempre objeto de admiración y respeto. Jamás se vendió a intereses corporativos. Por esos años, escribió su primer libro autobio-
gráfico, Novios de antaño, y hacia el final de su vida su melancólica continuación: Fantasmas en el parque.
En el plano de la vida privada, su relación con la fotógrafa Sara Facio no dejó de afirmarse. “No tiene nada de hermana. Es mi gran amor, ese amor que no se desgasta, sino que se transforma en perfecta compañía”, contó poco antes de morir. Esto último sucedió el 10 de enero de 2011. Con la presidenta Cristina Fernández de Kirchner llegó a tener una relación cordial; se habían reunido el 1o de febrero de 2010, día del cumpleaños número 80 de la juglaresa de nuestras vidas. En los principales medios del país, ilustres plumas la despidieron, en un rango de estilos y modalidades tan vasto como la obra de quien acababa de partir. Por caso, Griselda Gambaro resaltó el valor del desfase de lo común en la obra de María Elena. “El pájaro que nada y el pez que vuela
son figuras hermosas”, observó la dramaturga.
GRACIAS DOY A LA DESGRACIA
Algunas de las canciones de la Walsh se han resignificado de acuerdo con determinadas coyunturas. El caso más notable es, sin duda, el de “Como la cigarra”. Fue compuesta en 1973 pensando en los viejos actores y músicos que, ya merodeados por el olvido, se resistían a un retiro impiadoso. Sin embargo, hacia el final de la última dictadura, la canción, genialmente interpretada por Mercedes Sosa, fue escuchada en clave sociopolítica: “Tantas veces me mataron, tantas veces me morí. Sin embargo, estoy aquí resucitando”. En definitiva, podría decirse que mientras “Cambalache” expresa el pesimismo de la razón, en “Como la cigarra” los argentinos solemos escuchar el optimismo de la voluntad: “A la hora del naufragio/ y de la oscuridad/ alguien te rescatará/ para ir cantando”.
El cancionero de María Elena Walsh atesora una increíble pluralidad de ritmos y formas. “Manuelita la tortuga” es una habanera. “Los ejecutivos”, un vals. “El 45” es un tango. “El reino del revés”, un bluegrass. “Canción del pescador” se basa en el son cubano. “Canción de la vacuna” remite al viejo dixieland. “Los castillos” es una pavana. “Calle de París”, un vals musette. “Como la cigarra”, una milonga. “El buen modo”, una zamba. Repasar su discografía es una aventura sumamente placentera, que nos ayuda a entenderla mejor, y así entendernos como sociedad, como país.
La tensión entre lo local y lo universal la desveló toda su vida. Quiso cantarles tanto a Brassens como al “nadie aquel que espera
un día cantar como Gardel”. Amaba París y La Quiaca; pero nada hubo para ella como la ciudad de Buenos Aires. Se propuso pensar lo popular por fuera del populismo, y la cultura universal desde un banco de parque Lezama. Amó los villancicos anónimos y el Pequeño Larousse Ilustrado. A través de sus canciones y libros nos transmitió esos amores con gracia impar, para que con ellos nunca envejezcamos del todo. “Hoy no es ayer/ pero lo mismo buscamos el placer/ de oír a los cantantes/ (qué manga de farsantes)/ que al fin nos hacen rejuvenecer.”